jueves, 15 de noviembre de 2018

#hemeroteca #trabajosexual | Al debate sobre la prostitución le falta renta básica

Imagen: El Salto / Trabajadoras del sexo en una protesta en Madrid en 2014
Al debate sobre la prostitución le falta renta básica.
En el debate sobre la prostitución estamos desterrando la capacidad de equivocarse y todo son sospechas. Escribimos con miedo a decir cosas que luego no podremos enmendar, de hacer aseveraciones que nos invaliden como feministas, casi como personas.
Sarah Babiker | El Salto, 2018-11-15
https://www.elsaltodiario.com/trabajo-sexual/al-debate-sobre-la-prostitucion-le-falta-renta-basica

Tomaba un café en un barcito de mi barrio, una chica dominicana atendía la barra. Iban llegando parroquianos y ella les escuchaba con una sonrisa cálida y neutra. Un señor entró. “¿Qué tal?”, le saludó, y enseguida empezó a contarle sus penas. Tenía un piso cerca de ahí, en uno de esos bloques avejentados, se lo alquilaba a una pareja joven con dos hijos. “Dominicanos también, llevan meses sin pagarme el alquiler y me lloran que si no tienen trabajo, que si está muy difícil... Pero ¿qué quieren que yo le haga?”, dijo el señor apelando a la empatía de la camarera. “Además, ella es así como tú, joven y guapa, y le digo ‘pero con esa carita que tú tienes, con ese cuerpo que dios te ha dado, te vas a Colonia Marconi un par de noches y me saldáis la deuda’”, concluyó risueño.

Esto fue hace más de un año. Por aquella época el barrio estaba lleno de papelitos. En los parabrisas de los coches, desparramados por el suelo, toda una oferta de culos y tetas iba tomando las calles. Chicas nuevas y calientes. Latinas, negras, asiáticas. Dóciles y rebeldes. Complacientes y díscolas. No venían las tarifas pero se prometían precios asequibles para bolsillos obreros. Que ningún hombre se quedase sin su ración de coño exótico.

Un día, saliendo del metro, me crucé con unos chavales. Hablaban de acostarse con chicas, de enrollarse, cosas de adolescentes. Uno empezó a presumir de la felación que le había hecho esa chica tetona del grupo. “¡Porque le pagaste 20 euros, cabrón!”, le vaciló otro. “Bueno, yo quería una mamada y ella una copa, al final todos contentos”.

Últimamente me parece que la ciudad está llena de repartidores. Con sus chaquetas y sus app, sus aguerridas bicis y sus nulos derechos laborales se buscan la vida en las cada vez más grandes afueras de un mercado de trabajo digno. Quienes sobran se tienen que apañar con lo que tienen. Sus piernas que pedalean, sus manos que limpian váteres, sus vaginas que son penetradas. Hace poco tuve una pesadilla, soñé que una puntera aplicación nos permitía ofrecer y recibir sexo por dinero.

Así, si no tenías una habitación para alquilar en Airbnb, piernas fuertes para recorrer la ciudad llevando comida, o no te alcanzaba para alimentar a tus hijas con tu salario de dependienta podías crearte un perfil y elegir a tus clientes. Sería el colmo de la libre elección y la flexibilidad, y en lugar de tratar con oscuros proxenetas, generarías plusvalía para aseados emprendedores con cuentas en paraísos fiscales. La próxima maravilla de la economía colaborativa.

Yo no consigo pensar en la prostitución como una opción desmarcada del contexto neoliberal, no consigo ver en qué sentido es empoderante mercantilizar nuestros cuerpos, no alcanzo a entender qué tiene de moralista denunciar la extrema cosificación de las mujeres que implica, ni qué tiene de aburguesado y blanco desear que nadie tenga que ganarse la vida prostituyéndose. Así que sí: comparto la visión del abolicionismo que considera que la prostitución es un refugio del patriarcado y que en un horizonte feminista nadie debería tener que someterse al deseo masculino por dinero, asumirlo como única forma de supervivencia.

Pero a veces las miradas estructurales tienen sus falencias: se alejan de la realidad concreta y cotidiana de las personas, sus peleas diarias, su supervivencia, lo que ellas perciben como urgente y necesario. Y aquí yo creo que el abolicionismo aporta una panorámica necesaria para marcar horizontes, pero rígida para el camino. Señala tanto la estructura que acaba negando la agencia de los sujetos que en ella habitan y luchan. Es importante conocer lo que es el patriarcado del consentimiento, los mecanismos que estrechan el marco de lo posible hasta el punto de que no hay prácticamente margen para otra cosa que consentir, que barnizan esa única elección posible como deseable. Pero siempre se corre el riesgo de ver las cosas tan claras que acabes pertrechada en una verdad indiscutible.

¿Quieren las abolicionistas putas sin derechos? Yo creo que no. El abolicionismo quiere mujeres con derechos y considera que esto no es compatible —ni individual ni colectivamente— con la prostitución. ¿Pueden las políticas públicas abolicionistas cuando aplican medidas punitivas empeorar la vida de las mujeres que se prostituyen, aun cuando los penalizados sean los clientes?

¿Quieren las regulacionistas acabar con el feminismo de la mano de proxenetas y puteros? Yo creo que no. Que piden derechos y posibilidad de sindicación para las prostitutas porque creen que es lo justo. ¿Puede su defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales contribuir a la normalización de la prostitución como salida individual a la precarización de nuestras existencias, dejar zonas francas al patriarcado?

Puedo errar en lo que pienso, pero reivindico mi derecho a hacer preguntas. Estamos desterrando la capacidad de equivocarse y todo son sospechas. Escribimos con miedo a decir cosas que luego no podremos enmendar, de hacer aseveraciones que nos invaliden como feministas, como anticapitalistas, como periodistas, casi como personas.

Conozco y respeto a feministas abolicionistas. Y si bien ando espantada con la virulencia con la que algunas de ellas están señalando a lo que consideran el otro bando, no puedo pensarlas como personas antiderechos ni comparto que a muchas se las impugne que se centren en una forma de explotación y no en otras. El ataque que se hace a la sindicación no tiene tanto que ver con los derechos de las prostitutas, lo que cuestionan es que los sindicatos sean maniobras del empresariado para legitimar su negocio.

Estoy rodeada de gente más cercana a planteamientos regulacionistas, a quienes escandaliza que se haya denunciado a un sindicato de prostitutas. Puedo discrepar cuando hablan de puritanismo o de que las abolicionistas dividen a las mujeres en buenas o malas. Calentarme si siento que están banalizando la explotación sexual cuando dicen que es lo mismo limpiar váteres que comer pollas, o revolverme cuando entran en una especie de cultura ‘cool’ de la prostitución. Pero no dudo ni por un momento en que ellas son tan feministas como yo.

Y entonces salgo de Twitter, del cruce de acusaciones, de los artículos que polarizan. Salgo de la velocidad y de los miedos de ser etiquetada de una forma u otra, de la tentación de cerrar filas en territorio conocido y sentirme arropada. Vuelvo al bar donde ese señor plantea que una mujer se prostituya para pagarle el alquiler. Me la imagino a ella, agobiada, con sus dos hijos, la cuenta en números rojos, el casero mirándole de arriba abajo, evaluando su valor en el mercado de los cuerpos. Y me vuelvo abolicionista hasta la médula. Pero también pienso en Colonia Marconi, en las mujeres que no han encontrado otra salida, o en quienes defienden que su elección es esa. Y me hago preguntas.

Pienso en el aquí y el ahora, pero también en el largo plazo. En cuánto ganaríamos si todo el esfuerzo que estamos dedicando las feministas a este debate lo dedicásemos a exigir una renta básica universal, para todas nosotras, para que todas tengamos más opciones que elegir si limpiamos un millón de váteres por una miseria o comemos 20 pollas al día contra nuestro deseo. Para que, si decidimos lo segundo, no tengamos que prostituirnos de cualquier manera, en cualquier lugar y a cualquier precio porque nuestra supervivencia depende de ello.

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