Imagen: El Diario / Procesión del Corpus en la cárcel de Ventas (Madrid), junio de 1939 |
Marta Borraz | El Diario, 2015-11-20
http://desmemoria.eldiario.es/represion-mujeres/
Ellas no solo fueron fusiladas, encarceladas y torturadas durante la dictadura, también sufrieron una represión de género con el objetivo de imponer un modelo patriarcal y único de ser mujer. Muchas fueron humilladas por haber transgredido los límites de la feminidad tradicional durante la Segunda República.
“El niño mirará al mundo, la niña mirará al hogar”. Así resumía la dictadura franquista el papel que el hombre y la mujer debían desempeñar en la sociedad. Los anhelos del régimen de regresar a ideales tradicionales se tradujeron en todo un sistema de valores que impuso unas férreas normas morales e ideó un modelo patriarcal y único de ser mujer que perseguía relegarla a un segundo plano.
La frase fue publicada en la revista Consigna, uno de los aparatos propagandísticos de la Sección Femenina, dirigida por Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange Española, José Antonio. Esta organización, la Iglesia y el sistema educativo se convirtieron en los tres pilares socializadores de la maquinaria franquista que arrasó con las bases emancipadoras para la mujer, aunque no del todo instauradas, que había comenzado a establecer la Segunda República.
En la dictadura, ellas no solo fueron encarceladas, fusiladas y objeto de torturas y vejaciones, también padecieron una represión específica, “una represión ideológica y de género”, en palabras del investigador y profesor de Historia en la Universidad de León Javier Rodríguez, autor de ‘León bajo la Dictadura Franquista (1936-1951)’.
Costura, “propia de su sexo”
Varias condiciones diferenciaban la experiencia penitenciaria femenina de la de los hombres, entre ellas, la presencia de los hijos que, muchas veces, las mujeres no tenían con quién dejar. “Aquellas mujeres agotadas, sin leche para criarlos, sin comida que darles, sin agua, sobre míseros petates, sin ropa, sin nada, sufrían doble cárcel”, afirmaba en 2001 Josefina Amalia Villa, que había pasado por la prisión madrileña de Ventas. Muchos de aquellos niños acabaron muriendo entre rejas.
“Otro rasgo fue el riguroso encierro ‘intramuros’, ya que a ellas se les conferían trabajos de costura para redimir penas muy disciplinarios, los 'propios de su sexo', siempre en el interior de las cárceles”, analiza el historiador y coordinador de la página web www.presodelescorts.org, Fernando Hernández Holgado. Y es que la mujer debía estar subordinada al hombre, alejada de la vida pública y ligada exclusivamente a las tareas domésticas, al cuidado de los hijos y la satisfacción del marido.
“Fue una represión ideológica que buscaba crear una sociedad de mentalidad única”, opina Rodíguez, “en la que la Iglesia jugaba un papel fundamental”. De hecho, implantó en España un modelo basado en la “recristianización” de la sociedad, comenzó a perseguir a los “enemigos de la moral católica”, con el beneplácito de las instituciones, y a difundir estrictas normas acordes a las “buenas costumbres”. Por ejemplo, “honestidad en los vestidos, sin exagerar escotes, faldas y mangas” o “suprimir el fumar entre las mujeres” porque “es costumbre poco femenina”.
Traidoras de género
Esta opresión se unió a una específica, ejercida sobre todo en las zonas rurales, que consistía en raparles el pelo y obligarlas a ingerir aceite de ricino que les provocaba diarreas constantes al tiempo que eran paseadas por las principales calles de las ciudades “liberadas” por el bando nacional. “Una forma de avergonzar a la población femenina que no se había sumado al golpe militar”, explica Mirta Núñez, profesora y directora de la Cátedra de Memoria Histórica de la Universidad Complutense de Madrid.
El objetivo era vejar a la mujer que había transgredido los límites de la feminidad tradicional durante la República y oponerse a su libertad y autonomía. De algún modo, esta humillación quería provocar que la vergüenza a la que habían sido sometidas delante de sus vecinos les forzara a regresar al hogar y al ámbito familiar, de donde nunca deberían haber salido.
Igualmente, las presas políticas, que habían hecho de enlaces en los partidos o habían combatido como milicianas en el bando republicano, fueron severamente castigadas por “adhesión a la rebelión militar”. Pero además, sobre ellas recaía la losa de ser consideradas traidoras de su género. Toda una visión sostenida en las “investigaciones científicas” del psiquiatra y militar Antonio Vallejo-Nájera, que dirigió los Servicios Psiquiátricos del bando nacional y que ha pasado a la historia por sus ‘estudios’ misóginos sobre la mujer republicana.
“Como el psiquismo femenino tiene muchos puntos con el infantil y el animal […] entonces despierta en el sexo femenino el instinto de crueldad […] por faltarles las inhibiciones inteligentes y lógicas”, afirmaba. Fue uno de los impulsores de la segregación entre hijos y madres “rojas”, con el objetivo de evitar que los pequeños “se contagiaran” de su ideología. “De ahí procede todo el problema de los niños robados”, confirma Rodríguez.
Un almacén de reclusas
Muchos menores fueron separados de sus madres en las cárceles, donde las presas politizadas, “con antecedentes izquierdistas”, compartían prisión con aquellas que habían trabajado en la Administración republicana durante la guerra, con presas comunes, entre ellas prostitutas “para las que después se crearon cárceles específicas de 'mujeres caídas'”, explica Nuñez, y con esposas, madres o hermanas de hombres antifranquistas.
Prisiones en las que las órdenes religiosas entraron desde el principio de la dictadura para encargarse de la administración y vigilancia de las reclusas. Las monjas “coaccionaban a las presas para que volvieran al seno de la Iglesia, bautizaran a sus hijos y cumplieran con los ritos propios”, cuenta la investigadora. En 1940, 22 congregaciones se repartían la gestión de las prisiones en España, entre ellas las Hijas de la Caridad, que lo hicieron en Les Corts de Barcelona.
Ésta y la de Ventas de Madrid, en la que estuvieron presas las conocidas como Trece Rosas, se erigen como ejemplos de lo que significó la experiencia penitenciaria para las mujeres, que abarrotaron las cárceles, sobre todo en los primeros años de posguerra. La madrileña, que había sido creada por Victoria Kent, primera directora general de Prisiones de la Historia de España, con el objetivo de modernizar y dignificar la condición de la reclusa, se vio desbordada con unas 3.500 presas al mismo tiempo, a pesar de que estaba concebida para un máximo de 500.
El hacinamiento condujo a varias de las mujeres que pasaron por allí a calificarla como “almacén de reclusas”, tal y como recoge Holgado en sus investigaciones. Algunas recuerdan haber dormido junto a otras seis mujeres en celdas acondicionadas para dos personas. La falta de higiene, las malas condiciones sanitarias, el hambre y la expansión de enfermedades se aliaban allí con la angustia de escuchar cada noche los disparos que en el cercano Cementerio del Este acababan con la vida de hombres y mujeres a los que Franco consideraba “enemigos de la patria y la civilización cristiana”.
Fuera de las cárceles ellas siguieron trabajando para sobrevivir y ejerciendo labores políticas. Dentro, las más politizadas siguieron militando y formando redes y estructuras de apoyo mutuo. Grupos de afinidad que ellas llamaban 'familias', en las que ponían en común los paquetes de comida que recibían del exterior o editaban materiales de los partidos de forma clandestina. Una realidad que Fernández Holgado ha calificado como “la prisión militante”. Porque, a pesar de la opresión, la dictadura nunca consiguió del todo doblegar a la mujer.
“El niño mirará al mundo, la niña mirará al hogar”. Así resumía la dictadura franquista el papel que el hombre y la mujer debían desempeñar en la sociedad. Los anhelos del régimen de regresar a ideales tradicionales se tradujeron en todo un sistema de valores que impuso unas férreas normas morales e ideó un modelo patriarcal y único de ser mujer que perseguía relegarla a un segundo plano.
La frase fue publicada en la revista Consigna, uno de los aparatos propagandísticos de la Sección Femenina, dirigida por Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange Española, José Antonio. Esta organización, la Iglesia y el sistema educativo se convirtieron en los tres pilares socializadores de la maquinaria franquista que arrasó con las bases emancipadoras para la mujer, aunque no del todo instauradas, que había comenzado a establecer la Segunda República.
En la dictadura, ellas no solo fueron encarceladas, fusiladas y objeto de torturas y vejaciones, también padecieron una represión específica, “una represión ideológica y de género”, en palabras del investigador y profesor de Historia en la Universidad de León Javier Rodríguez, autor de ‘León bajo la Dictadura Franquista (1936-1951)’.
Costura, “propia de su sexo”
Varias condiciones diferenciaban la experiencia penitenciaria femenina de la de los hombres, entre ellas, la presencia de los hijos que, muchas veces, las mujeres no tenían con quién dejar. “Aquellas mujeres agotadas, sin leche para criarlos, sin comida que darles, sin agua, sobre míseros petates, sin ropa, sin nada, sufrían doble cárcel”, afirmaba en 2001 Josefina Amalia Villa, que había pasado por la prisión madrileña de Ventas. Muchos de aquellos niños acabaron muriendo entre rejas.
“Otro rasgo fue el riguroso encierro ‘intramuros’, ya que a ellas se les conferían trabajos de costura para redimir penas muy disciplinarios, los 'propios de su sexo', siempre en el interior de las cárceles”, analiza el historiador y coordinador de la página web www.presodelescorts.org, Fernando Hernández Holgado. Y es que la mujer debía estar subordinada al hombre, alejada de la vida pública y ligada exclusivamente a las tareas domésticas, al cuidado de los hijos y la satisfacción del marido.
“Fue una represión ideológica que buscaba crear una sociedad de mentalidad única”, opina Rodíguez, “en la que la Iglesia jugaba un papel fundamental”. De hecho, implantó en España un modelo basado en la “recristianización” de la sociedad, comenzó a perseguir a los “enemigos de la moral católica”, con el beneplácito de las instituciones, y a difundir estrictas normas acordes a las “buenas costumbres”. Por ejemplo, “honestidad en los vestidos, sin exagerar escotes, faldas y mangas” o “suprimir el fumar entre las mujeres” porque “es costumbre poco femenina”.
Traidoras de género
Esta opresión se unió a una específica, ejercida sobre todo en las zonas rurales, que consistía en raparles el pelo y obligarlas a ingerir aceite de ricino que les provocaba diarreas constantes al tiempo que eran paseadas por las principales calles de las ciudades “liberadas” por el bando nacional. “Una forma de avergonzar a la población femenina que no se había sumado al golpe militar”, explica Mirta Núñez, profesora y directora de la Cátedra de Memoria Histórica de la Universidad Complutense de Madrid.
El objetivo era vejar a la mujer que había transgredido los límites de la feminidad tradicional durante la República y oponerse a su libertad y autonomía. De algún modo, esta humillación quería provocar que la vergüenza a la que habían sido sometidas delante de sus vecinos les forzara a regresar al hogar y al ámbito familiar, de donde nunca deberían haber salido.
Igualmente, las presas políticas, que habían hecho de enlaces en los partidos o habían combatido como milicianas en el bando republicano, fueron severamente castigadas por “adhesión a la rebelión militar”. Pero además, sobre ellas recaía la losa de ser consideradas traidoras de su género. Toda una visión sostenida en las “investigaciones científicas” del psiquiatra y militar Antonio Vallejo-Nájera, que dirigió los Servicios Psiquiátricos del bando nacional y que ha pasado a la historia por sus ‘estudios’ misóginos sobre la mujer republicana.
“Como el psiquismo femenino tiene muchos puntos con el infantil y el animal […] entonces despierta en el sexo femenino el instinto de crueldad […] por faltarles las inhibiciones inteligentes y lógicas”, afirmaba. Fue uno de los impulsores de la segregación entre hijos y madres “rojas”, con el objetivo de evitar que los pequeños “se contagiaran” de su ideología. “De ahí procede todo el problema de los niños robados”, confirma Rodríguez.
Un almacén de reclusas
Muchos menores fueron separados de sus madres en las cárceles, donde las presas politizadas, “con antecedentes izquierdistas”, compartían prisión con aquellas que habían trabajado en la Administración republicana durante la guerra, con presas comunes, entre ellas prostitutas “para las que después se crearon cárceles específicas de 'mujeres caídas'”, explica Nuñez, y con esposas, madres o hermanas de hombres antifranquistas.
Prisiones en las que las órdenes religiosas entraron desde el principio de la dictadura para encargarse de la administración y vigilancia de las reclusas. Las monjas “coaccionaban a las presas para que volvieran al seno de la Iglesia, bautizaran a sus hijos y cumplieran con los ritos propios”, cuenta la investigadora. En 1940, 22 congregaciones se repartían la gestión de las prisiones en España, entre ellas las Hijas de la Caridad, que lo hicieron en Les Corts de Barcelona.
Ésta y la de Ventas de Madrid, en la que estuvieron presas las conocidas como Trece Rosas, se erigen como ejemplos de lo que significó la experiencia penitenciaria para las mujeres, que abarrotaron las cárceles, sobre todo en los primeros años de posguerra. La madrileña, que había sido creada por Victoria Kent, primera directora general de Prisiones de la Historia de España, con el objetivo de modernizar y dignificar la condición de la reclusa, se vio desbordada con unas 3.500 presas al mismo tiempo, a pesar de que estaba concebida para un máximo de 500.
El hacinamiento condujo a varias de las mujeres que pasaron por allí a calificarla como “almacén de reclusas”, tal y como recoge Holgado en sus investigaciones. Algunas recuerdan haber dormido junto a otras seis mujeres en celdas acondicionadas para dos personas. La falta de higiene, las malas condiciones sanitarias, el hambre y la expansión de enfermedades se aliaban allí con la angustia de escuchar cada noche los disparos que en el cercano Cementerio del Este acababan con la vida de hombres y mujeres a los que Franco consideraba “enemigos de la patria y la civilización cristiana”.
Fuera de las cárceles ellas siguieron trabajando para sobrevivir y ejerciendo labores políticas. Dentro, las más politizadas siguieron militando y formando redes y estructuras de apoyo mutuo. Grupos de afinidad que ellas llamaban 'familias', en las que ponían en común los paquetes de comida que recibían del exterior o editaban materiales de los partidos de forma clandestina. Una realidad que Fernández Holgado ha calificado como “la prisión militante”. Porque, a pesar de la opresión, la dictadura nunca consiguió del todo doblegar a la mujer.
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