jueves, 29 de enero de 2015

#hemeroteca #derechos | De Charlie Hebdó a la ley contra la LGTBfobia: discursos de odio y censura estatal

Imagen: Pikara
De Charlie Hebdó a la ley contra la LGTBfobia: discursos de odio y censura estatal
Reforzar el poder del Estado para limitar por vía penal o administrativa la circulación de cualesquiera discursos, incluidos los que promueven la islamofobia o la homolesbotransfobia, es un arma de doble filo
Pablo Pérez Navarro | Pikara Magazine, 2015-01-29
http://www.pikaramagazine.com/2015/01/de-charlie-hebdo-a-la-ley-contra-la-lgtbfobia-discursos-de-odio-y-censura-estatal/

“Sí, pero”. El valor de la políticas adversativas

Mucho se ha escrito desde el atentado al semanario. Y mucho se ha criticado a quienes han aprovechado la ocasión para pensar en el papel de la política exterior de las democracias occidentales en la radicalización del terrorismo fundamentalista o en los escurridizos límites entre el uso legítimo de la libertad de expresión y la reproducción de los discursos de odio, islamofóbicos o de cualquier otra índole. Se les critica en ocasiones, a quienes plantean estas cuestiones, por utilizar la reprobable fórmula del “condeno el atentado, pero…”. Como si cualquier cosa que sucediera al este “pero” viniese a justificar, de una u otra manera, lo injustificable: el atentado en sí. Sin embargo, pero, no obstante, incluso una tragedia de esta índole debe convertirse, aunque sólo fuera por el enorme impacto social y mediático que la ha sucedido, en una ocasión para el ejercicio urgente del pensamiento crítico. No deja de tener gracia que quienes critican la fórmula del “sí, pero” pretendan limitar el espacio de lo pensable en esta ocasión a la defensa de la libertad de expresión en general y a la del Charlie Hebdó en particular. Aunque sólo fuera porque el humor satírico del Charlie Hebdó es un gran exponente de la fórmula del “sí, pero…”, incluso en su respuesta a atentados terroristas aún más sangrientos que el del propio Charlie Hebdó.

Sin ir más lejos, una de las portadas más difundidas en estos días es la que representa, tras la matanza de cien militantes de los Hermanos Musulmanes en Egipto, la caricatura de una cualquiera de sus víctimas tratando de protegerse de los disparos con un ejemplar del Corán bajo la leyenda “este Corán es una mierda, no para las balas”. De hecho, esta portada ni se molestaba en incluir la parte del “sí, condeno el atentado” –aunque la demos por supuesto, pues lo contrario sería moralmente abominable- para lanzarse directamente a señalar ese “pero” que ridiculizaba el componente religioso de la política de los Hermanos Musulmanes. Al margen de la opinión que nos merezca esta portada, es crucial que nos demos cuenta de que, en la política de los “peros”, no importa tanto la fórmula en sí como lo que la sigue. Para muestra, ese chiste en el que una apacible abuela le comenta a otra “yo no soy racista, pero quienes más me han oprimido son los hombres blancos, heterosexuales y de clase media”, o algo por el estilo. Y es que sin peros, incluyendo los más incómodos, nos quedaríamos de un plumazo sin pensamiento crítico y, por supuesto, sin sátira política. Sin peros, en definitiva, sólo podríamos pensar en blanco y negro, al estilo del peor de los fundamentalismos.

La construcción de la mirada islamofóbica

Uno de esos peros incómodos, y que más atención ha acaparado, es la cuestión de si Charlie Hebdó es o no, y de qué manera, una revista islamofóbica de izquierdas. No creo que lo sea, al menos, por el motivo aparentemente más obvio: por ser una revista blasfema. No por enseñar la cara –y hasta el culo- de Mahoma. A la vista está que tampoco han escatimado golpes contra otras confesiones. Y, sin embargo, al poner en una balanza las blasfemias cristianas y las islámicas, bien pudiera ser, así a bote pronto, que el lado contra el fundamentalismo islámico pese mucho más que el del resto de religiones. Sería incluso sorprendente si estuvieran, en realidad, todas a la par, dado que la revista se publica en un país donde la población islámica, y no digamos ya el fundamentalismo islámico, es obviamente muy minoritario. Hablamos de una minoría, además, que tampoco ocupa cotas de poder que expliquen la fijación temática con la figura de Mahoma o con la cultura religiosa musulmana en general. Ni siquiera si pensamos en una hipotética influencia retrógrada en la cultura nacional: no fue precisamente el fundamentalismo islámico quien llenó las calles en las protestas masivas contra el matrimonio gay y lesbiano hace apenas un año, ni quien pretendía expulsar a los gitanos del territorio francés.

En cualquier caso, más allá de la quizá reveladora cuestión de las proporciones, y diga lo que diga el papa y nuestra ley española en defensa de las sensibilidades religiosas, una cosa resulta clara: la libertad de expresión resultaría un derecho bastante escuálido si no incluyese el derecho a la blasfemia.

Por lo que a la islamofobia se refiere, más preocupante parece el tratamiento de las víctimas de diferentes formas de terrorismo, en portadas como la ya citada sobre el atentado a los Hermanos Musulmanes, o esa otra, también muy discutida estos días, sobre las niñas nigerianas, negras y musulmanas, víctimas de abusos sexuales caricaturizadas en aquella otra portada en la que gritaban “no toquen nuestras ayudas sociales”. Hay que dejar claro, eso sí, que pese al aire quasi fascista que emanaría de una lectura precipitada de esta última, el efecto buscado sería justamente el contrario, esto es, el de ridiculizar ese discurso arquetípico de la derecha para el cual muy diversas minorías precarizadas y discriminadas no tendrían mayor aspiración que la de convertirse en parásitos del Estado por la vía de las ayudas sociales. En este caso, llevando al absurdo del razonamiento, el semanario hacía escarnio del muy conocido discurso xenófobo para el que hasta la situación más invivible no sería más que un medio para obtener la ayuda de los servicios sociales.

Pero, no obstante, sin embargo, más allá de los objetivos políticos rastreables en portadas como esta, no es baladí la cuestión de la representación paródica de según qué víctimas. No tanto porque las víctimas del terrorismo, ya que no la blasfemia, deban ser, en cuanto tema, un límite natural de la libertad de expresión. Lo preocupante del caso es, más bien, con la sensibilidad de qué víctimas, y de qué audiencias, se permite entrar en conflicto directo, y con cuáles no. De hecho, no parece tan fácil encontrar las viñetas del Charlie Hebdó que hagan sátira política, por ejemplo, a costa de las cuarenta víctimas del terrorista fundamentalista cristiano de Oslo. O de las víctimas de ETA. O de las del atentado del 11S. La portada tras la caída de las torres gemelas, por ejemplo, no recurría a la caricatura de sus víctimas, sino a la de Bin Laden. Nada que ver, por ejemplo, con aquel videoclip electropop de Alma-X, que se burló del poder simbólico, fálico y económico de las torres con un diálogo en el que una le pedía sexo anal a la otra en los momentos que precedían al atentado, y que yuxtaponía las imágenes de los saltos al vacío desde las torres con la “reflexión” de que miles de puestos de trabajo se habían venido abajo. Ni con aquellas drag queens cuyo nombre no recuerdo pero que, en el epicentro del clímax patriótico, bélico y de recorte de derechos civiles tras el atentado, hicieron el tan manido play back de “It´s raining men” mientras proyectaban las imágenes reales de los mortales saltos desde las torres en llamas. La caricatura de Bin Laden pertenecía, sin duda, a un terreno mucho más seguro en lo que al uso de la libertad de expresión se refiere, a una distancia inconmensurable de la portada dedicada a las víctimas del atentado en Egipto.

Charlie Hebdó no llega tan fácilmente a según qué extremos cuando las víctimas en cuestión no son las de “los otros”. Probablemente porque, para empezar, el contexto ideológico más inmediato se lo impide. Pensemos, si no, en un ejercicio de imaginación, en el revuelo diplomático, o hasta jurídico, que se podría haber producido ante una portada que caricaturizase con cualquier fin a las víctimas del atentado del 11M en Madrid. O en el humorista Dieudonné –ideológicamente alineado con la extrema derecha antisemita- que acaba de ser imputado por un tuit en el que decía “Je suis Charlie Coulibaly”; es decir, en el que reclamaba para sí el nombre del terrorista que había acabado con la vida de varios judíos en un mercado Kosher.

Mi posición no es, desde luego, la de que cualquiera de estos ejemplos, empezando por Charlie Hebdó, debiera ser imputable, por indefendibles que puedan resultar. Al contrario, ese camino parece un billete en primera clase hacia el totalitarismo ideológico. Pero sí creo que deben servirnos para reflexionar hasta qué punto al participar, sin cuestionarla, de esa construcción de la mirada en la que las víctimas de ciertos terrorismos son intocables, mientras que otras no lo son en absoluto, no sólo no desafiamos el régimen de representación eurocéntrico, islamofóbico y racista en el que unas víctimas cuentan más que otras sino que lo estaríamos, además, alimentando, justificando y, en definitiva, consolidando.

Libertad de expresión, homofobia y censura estatal

Al fin y al cabo, es muy cómodo defender la libertad de expresión cuando no es nuestra sensibilidad la que se ve directamente atacada por su ejercicio. Y nada significa esa “libertad” cuando se administra a voluntad en función de los intereses políticos concretos de quienes la enarbolan como bandera. Si bien esto resulta evidente en el caso del cinismo de la derecha europea e internacional que se manifestó la semana pasada por las calles de París, la ocasión resulta más que propicia para arriesgarnos a pensar más allá, en relación con las llamadas a limitar la libertad de expresión que se hacen desde escenarios más próximos a la militancia de izquierdas.

Preocupante resulta, en este sentido, el amplio consenso que goza, entre los colectivos LGTB, la recientemente aprobada ley contra la lgtbfobia en Cataluña. Muy en especial respecto al valor de su parte punitiva –el resto, es decir, las medidas para fomentar el trato igualitario de la diversidad sexual en ámbitos diversos como el educativo, el del deporte, la salud o los medios de comunicación, podrían ser una gran herramienta en la lucha contra la lgtbfobia-, que tipifica como faltas administrativas, castigables con multas e inhabilitaciones para cargos públicos, el uso de expresiones vejatorias homofóbicas, bifóbicas y transfóbicas, además de cualquier acción que conduzca a la discriminación o menosprecio de las personas LGTB. Acciones que incluirían la propia difusión de los discursos homofóbicos, y hasta la distribución de ciertos libros, como pone de manifiesto la denuncia –eso sí, aún por resolver-, a El Corte Inglés por vender el libro ‘Curar la homosexualidad’. Denuncia que gozará de las simpatías, muy probablemente, de muchas de las que ahora defienden sin paliativos el “valor occidental” de la libertad de expresión, empezando por la que concierne a las publicaciones más claramente islamofóbicas del Charlie Hebdó.

Por mi parte, y no sólo por las razones con las que argumentaba Judith Butler en ‘Lenguaje, poder e identidad’ que “la censura estatal [del discurso del odio] produce discurso del odio”, y que siempre merece la pena revisitar, creo que la homofobia, la bifobia, la transfobia y, ahora más que nunca, la islamofobia, exigen a la vez mucho más y mucho menos de nosotras. Mucho más, porque ciertos discursos deben salir mucho más caros que la recepción de una simple multa, y no precisamente en términos penales o económicos. Debemos seguir siendo –o, mejor, serlo siempre más que nunca- capaces de organizar respuestas colectivas que, como la que está a punto de conseguir que la homofóbica y casposa letra que la murga Ni Fu Ni Fa preparaba para los carnavales de Tenerife sea retirada, no sólo desautoricen a quien nos pretende agredir con sus palabras, sino que tomen cada discurso de odio como punto de apoyo para señalar y combatir las mil y una formas de discriminación que conforman eso que llamamos “espacio público”.

Pero también exigen mucho menos, ya que reforzar el poder del Estado para limitar la circulación de cualesquiera discursos, para decidir cuáles merecen, y cuáles no, la intervención de la censura en cualquiera de sus formas es siempre un arma de doble, triple o cuádruple filo. Una cultura de lo “políticamente correcto”, que no tolerase, por la vía penal o administrativa, ni Charlies Hebdós, ni obispos de Alcalá, ni Ni Fu Ni Fas, antes o después se volvería contra nosotras, en nombre de la defensa de las sensibilidades religiosas, de la paz social o de la seguridad ciudadana: contra las que se besan al paso del papa, contra las que se manifiestan en capillas como la de Somosaguas, contra las que hacen parodias del PP con capuchas etarras, contra las que cocinan cristos, contra las que se manifiestan frente al congreso, contra las que cuelgan pancartas en la fachada de cualquier edificio; y un largo etcétera que conocemos ya, por desgracia, demasiado bien.

Visto el consenso, la distopía en la que solicitaremos en respetuoso silencio multas administrativas mientras se nos prohíbe manifestarnos ante la sede de quienes publiquen sus revistas satíricas a nuestra costa o nos insulten desde sus púlpitos podría estar preocupantemente cerca. Mucho más urgente sería, en la Europa que conocemos y en la que tan orquestadamente nos preparan, recorrer justamente el camino contrario. El de limitar el papel del Estado a la hora de censurar el flujo de discursos –y de cuerpos- en el espacio público. Incluyendo los que nos ponen como objetivo a diversas minorías, ya sea que procedan de semanarios de izquierda o de derechas, de las murgas carnavaleras o de las jerarquías eclesiáticas. Entre otras cosas para no tener que hacer recuento de leyes mordaza cada vez que salgamos a las calles para hacerles frente. Las políticas combativas y contestatarias pueden exigir más energía, pero tienen la ventaja de que su potencial transformador es de mucho mayor alcance que el de las políticas de la censura. Y quien crea que son compatibles, mal que nos pese a veces, se engaña.

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