Violeta la Burra, vista por Humberto Rivas |
Fernando Morales | Valencia Plaza, 2020-02-06
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Hace unos días fallecía la transformista más famosa de Barcelona desde la etapa predemocrática. Violeta, cuyos retratos firmados por el fotógrafo argentino forman parte de los fondos del IVAM, alegró a los viandantes con sus castañuelas, rosas y CDs de grandes éxitos.
Se creen que es fácil. Pero vivir desnudo, exhibiendo sin pudor la persona con la que te identificas, a veces se convierte en un infierno; un infierno frívolo, ostentoso y fotografiado. La semana pasada murió Pedro Moreno, una persona inusual, valiente, que pasó la vida a la sombra de la mujer en la que se transformaba cuando salía a la calle: Violeta La Burra, o simplemente Violeta. Su historia fue heroica por muchos motivos, pero no habría sido tan conocida de no haberla retratado Humberto Rivas desde el año 1976, en una serie de fotografías que, en parte, podemos disfrutar en la colección del IVAM, y permanecen expuestas estos días en la muestra ‘Tiempos Convulsos’.
Precisamente hace unos meses, La Nau también celebraba una antológica de Rivas, que incluía otra serie de retratos de Violeta, en los albores de su inquietud transformista, cuando posaba ante la Polaroid con los primeros toques de maquillaje, sin ocultar sus rasgos de masculinidad. Esa brecha, entre hombre un mujer, se resistió a desaparecer de los retratos casi obsesivos con los que Humberto Rivas nos regalaba la presencia de Violeta y de Pedro, un transformista homosexual que se popularizó en la época franquista y venció a la represión de la época. Desde su pueblo natal, Herrera (Sevilla) hasta llegar a Barcelona; España tuvo la oportunidad de acercarse a una pionera de las ‘drag’ de la noche.
La conocieron también en París, donde vivió varias temporadas. Allí y aquí se rodeaba de la gente de la calle, de los mendigos, de los que deambulaban y sufrían los efectos de noche, de los narcotraficantes y los bares clandestinos. Pero también fue admirada por el mundo de la cultura. Francisco Umbral la mentaba a menudo: “Va de melenita negra, barba con granos, blusa de flores y sandalias ambiguas, en la mañana laboral y contractual”. Era un icono de la calle, de la noche. Siempre defendía a capa y espada una personalidad llevada al terreno de la estética, irrenunciable, y eso propulsó a Pedro para ser pionero de los movimientos LGTBI en defensa de la diversidad, de la identidad libre.
Convertido en Violeta, con maquillaje y vestimentas muy sencillas, a veces femeninas, pero siempre mostrando su lado su masculinidad, su incipiente barba, su pecho peludo, se daba a conocer cantando copla y flamenco por las calles. Pronto llegó a las salas y los teatros. En el año 1977 editó su primer ‘cassette’, con una carátula en la que aparecía como hombre semidesnudo, maquillándose; haciendo explícita esa transformación diaria a la que se sometía, y que quería visibilizar tanto como su arte vocal. Así, burló la ley de peligrosidad y rehabilitación social, que acababa metiendo en centros psiquiátricos a homosexuales y a quienes se travestían.
El primer corte del álbum con el que se dio a conocer se titulaba ‘Violeta’, autodefiniéndose. Y muchos la recuerdan cantando su versión de ‘La violetera’ por las calles, a viva voz, sin instrumentos. En el mercado barcelonés de La Boquería, “se presentaba y pedía a los tenderos algunas zanahorias o nabos, que daban mucho juego, y cantaba hasta que en el puente de la canción le gritaban ‘¡Violeta Burra!’ y ella se tiraba al suelo”, relata Bibiana Fernández. Sus hitos escénicos los alcanzó formando parte del cuerpo de baile de Lola Flores. Y ya en la cumbre de su carrera, se convirtió en artista residente de la sala parisina Paradis Latin, durante dos años.
Fue una de las pocas supervivientes de una época muy difícil. Ahora cualquier persona puede ponerse falda, peluca y maquillaje y pasar inadvertida. Pero Violeta era una excepción, una estrella con luz propia de barrios oscuros, donde recuerdan haberle visto hace poco tiempo, ambientando las veladas con su personalidad arrolladora, que atravesaba barreras de idioma y de clase social. Igual desayunaba tirada por el suelo, que se tomaba unas copas con Salvador Dalí, con el que mantuvo una buena relación de amistad durante una larga etapa de su vida.
Actuaba para todos desde el escenario de Los Claveles, en la calle Escudellers, junto a Rosarito y Marilí, dos de sus pocas compañeras de trayectoria. Cuando actuaba en otros locales de la Rambla barcelonesa, igual compartía cartel con Estrellita Castro, que con Antonio Machín; una anomalía en la época. El gran público no veía con buenos ojos la mezcla de transformistas y grandes artistas de la canción. Pero Violeta era las dos cosas.
En la última etapa, ya como octogenaria, Pedro salía a las calles con su peluca, casi remarcando la silueta habitual de las señoras del barrio, un poco disfrazada de Marujita Díaz, a la que admiraba. Vendía sus discos compactos en un bazar travesti ambulante; cargado de rosas que mantenía hidratadas desde una botella de plástico reciclada. Hacía chistes verdes, ironizaba con sus espectadores habituales y, a veces, recitaba poesía.
Violeta nunca hacía referencia a su persona como mujer, se definía como maricón, palabra que repetía sin ton ni son, referida a todo el mundo; no había barreras para coartar su homosexualidad, ni para violentar a los conservadores. Su discurso popular le convertía en un personaje muy querido. En Valencia, salvando las distancias, su nivel de popularidad habría tenido reflejo en el personaje de Blanquita, del barrio del Carmen. En Barcelona, hoy queda su memoria impregnada en la corona de Mónica, la reina del Raval.
Umbral, en otro de sus textos, la define con un epitafio perfecto: “Andalucía, trocada y trucada en Violeta la Burra para no ser hombre ni mujer, perder su identidad entre dos párrafos constitucionales que no entiende, como la ha perdido Violeta, que antes era la Dulce y ahora es la Burra y se come las flores”.
Toda esa potencia rebelde que Violeta ilustró durante su vida quedará para siempre en el legado colectivo a través de las fotografías de Humberto Rivas. Un artista del retrato que no solo pretendía documentar momentos, sino darle importancia al protagonista, a la estrella invitada ante el objetivo, crear imágenes artísticas partiendo del costumbrismo. Escenas diseñadas, pensadas y cuidadas como el retrato que el argentino hizo de Pedro en ‘Violeta La Burra y su madre’; una foto encajada entre un taburete, un cristo y una silla de playa. Así, podremos seguir viendo en las salas del IVAM algunas de las tomas más incisivas, más ingenuas y descriptivas de una persona que marcó un antes y un después en las salas de fiestas españolas.
Se creen que es fácil. Pero vivir desnudo, exhibiendo sin pudor la persona con la que te identificas, a veces se convierte en un infierno; un infierno frívolo, ostentoso y fotografiado. La semana pasada murió Pedro Moreno, una persona inusual, valiente, que pasó la vida a la sombra de la mujer en la que se transformaba cuando salía a la calle: Violeta La Burra, o simplemente Violeta. Su historia fue heroica por muchos motivos, pero no habría sido tan conocida de no haberla retratado Humberto Rivas desde el año 1976, en una serie de fotografías que, en parte, podemos disfrutar en la colección del IVAM, y permanecen expuestas estos días en la muestra ‘Tiempos Convulsos’.
Precisamente hace unos meses, La Nau también celebraba una antológica de Rivas, que incluía otra serie de retratos de Violeta, en los albores de su inquietud transformista, cuando posaba ante la Polaroid con los primeros toques de maquillaje, sin ocultar sus rasgos de masculinidad. Esa brecha, entre hombre un mujer, se resistió a desaparecer de los retratos casi obsesivos con los que Humberto Rivas nos regalaba la presencia de Violeta y de Pedro, un transformista homosexual que se popularizó en la época franquista y venció a la represión de la época. Desde su pueblo natal, Herrera (Sevilla) hasta llegar a Barcelona; España tuvo la oportunidad de acercarse a una pionera de las ‘drag’ de la noche.
La conocieron también en París, donde vivió varias temporadas. Allí y aquí se rodeaba de la gente de la calle, de los mendigos, de los que deambulaban y sufrían los efectos de noche, de los narcotraficantes y los bares clandestinos. Pero también fue admirada por el mundo de la cultura. Francisco Umbral la mentaba a menudo: “Va de melenita negra, barba con granos, blusa de flores y sandalias ambiguas, en la mañana laboral y contractual”. Era un icono de la calle, de la noche. Siempre defendía a capa y espada una personalidad llevada al terreno de la estética, irrenunciable, y eso propulsó a Pedro para ser pionero de los movimientos LGTBI en defensa de la diversidad, de la identidad libre.
Convertido en Violeta, con maquillaje y vestimentas muy sencillas, a veces femeninas, pero siempre mostrando su lado su masculinidad, su incipiente barba, su pecho peludo, se daba a conocer cantando copla y flamenco por las calles. Pronto llegó a las salas y los teatros. En el año 1977 editó su primer ‘cassette’, con una carátula en la que aparecía como hombre semidesnudo, maquillándose; haciendo explícita esa transformación diaria a la que se sometía, y que quería visibilizar tanto como su arte vocal. Así, burló la ley de peligrosidad y rehabilitación social, que acababa metiendo en centros psiquiátricos a homosexuales y a quienes se travestían.
El primer corte del álbum con el que se dio a conocer se titulaba ‘Violeta’, autodefiniéndose. Y muchos la recuerdan cantando su versión de ‘La violetera’ por las calles, a viva voz, sin instrumentos. En el mercado barcelonés de La Boquería, “se presentaba y pedía a los tenderos algunas zanahorias o nabos, que daban mucho juego, y cantaba hasta que en el puente de la canción le gritaban ‘¡Violeta Burra!’ y ella se tiraba al suelo”, relata Bibiana Fernández. Sus hitos escénicos los alcanzó formando parte del cuerpo de baile de Lola Flores. Y ya en la cumbre de su carrera, se convirtió en artista residente de la sala parisina Paradis Latin, durante dos años.
Fue una de las pocas supervivientes de una época muy difícil. Ahora cualquier persona puede ponerse falda, peluca y maquillaje y pasar inadvertida. Pero Violeta era una excepción, una estrella con luz propia de barrios oscuros, donde recuerdan haberle visto hace poco tiempo, ambientando las veladas con su personalidad arrolladora, que atravesaba barreras de idioma y de clase social. Igual desayunaba tirada por el suelo, que se tomaba unas copas con Salvador Dalí, con el que mantuvo una buena relación de amistad durante una larga etapa de su vida.
Actuaba para todos desde el escenario de Los Claveles, en la calle Escudellers, junto a Rosarito y Marilí, dos de sus pocas compañeras de trayectoria. Cuando actuaba en otros locales de la Rambla barcelonesa, igual compartía cartel con Estrellita Castro, que con Antonio Machín; una anomalía en la época. El gran público no veía con buenos ojos la mezcla de transformistas y grandes artistas de la canción. Pero Violeta era las dos cosas.
En la última etapa, ya como octogenaria, Pedro salía a las calles con su peluca, casi remarcando la silueta habitual de las señoras del barrio, un poco disfrazada de Marujita Díaz, a la que admiraba. Vendía sus discos compactos en un bazar travesti ambulante; cargado de rosas que mantenía hidratadas desde una botella de plástico reciclada. Hacía chistes verdes, ironizaba con sus espectadores habituales y, a veces, recitaba poesía.
Violeta nunca hacía referencia a su persona como mujer, se definía como maricón, palabra que repetía sin ton ni son, referida a todo el mundo; no había barreras para coartar su homosexualidad, ni para violentar a los conservadores. Su discurso popular le convertía en un personaje muy querido. En Valencia, salvando las distancias, su nivel de popularidad habría tenido reflejo en el personaje de Blanquita, del barrio del Carmen. En Barcelona, hoy queda su memoria impregnada en la corona de Mónica, la reina del Raval.
Umbral, en otro de sus textos, la define con un epitafio perfecto: “Andalucía, trocada y trucada en Violeta la Burra para no ser hombre ni mujer, perder su identidad entre dos párrafos constitucionales que no entiende, como la ha perdido Violeta, que antes era la Dulce y ahora es la Burra y se come las flores”.
Toda esa potencia rebelde que Violeta ilustró durante su vida quedará para siempre en el legado colectivo a través de las fotografías de Humberto Rivas. Un artista del retrato que no solo pretendía documentar momentos, sino darle importancia al protagonista, a la estrella invitada ante el objetivo, crear imágenes artísticas partiendo del costumbrismo. Escenas diseñadas, pensadas y cuidadas como el retrato que el argentino hizo de Pedro en ‘Violeta La Burra y su madre’; una foto encajada entre un taburete, un cristo y una silla de playa. Así, podremos seguir viendo en las salas del IVAM algunas de las tomas más incisivas, más ingenuas y descriptivas de una persona que marcó un antes y un después en las salas de fiestas españolas.
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