jueves, 24 de agosto de 2023

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40 años de la gran riada: el recuerdo de las horas más oscuras
Eran fiestas, como hoy, cuando llegó el diluvio que ahogó 34 vidas y arrasó el Casco Viejo bilbaíno y las riberas de otros municipios. Han pasado 40 años, pero las marcas del agua están ahí
Pablo Martínez Zarracina | El Correo, 2023-08-24
https://www.elcorreo.com/bizkaia/inundaciones-bilbao-1983-40-anos-gran-riada-recuerdo-horas-oscuras-20230825122657-nt.html

El periódico del 26 de agosto de 1983 llegó a los quioscos con noticias sobre un atentado en Berlín Oeste, el funeral de Benigno Aquino en Filipinas y la boda tumultuaria de Lolita en Marbella. De aquel diario impresiona sin embargo algo distinto y secundario: el optimismo del pronóstico meteorológico («Todavía algo inestable en la mitad norte») y la insistencia con la que la lluvia se inmiscuye en las noticias locales, especialmente en todas las referentes a las fiestas de Bilbao, que celebraban aquel viernes su día grande.

«Fiestas pasadas por agua», se lee en la portada de El Correo bajo una foto triunfal de Espartaco en Vista Alegre. Incluso en blanco y negro, se advierte que el ruedo es un barrizal. «Ni los más viejos del lugar recuerdan una Semana Grande tan pasada por agua», dice el pie de foto. En el interior, la crónica taurina incurre también en la meteorología: «Durante la feria no nos ha salido un día radiante y, lo que es peor, sin lluvia. Ha llovido todos los días, mucho o poco. De este mes de agosto, estoy seguro, nos acordaremos durante mucho tiempo». La crónica termina con una invocación optimista: «¿No tendremos el sábado, corrida de máxima expectación, una tarde soleada?»

El cronista acertó en algo: cuarenta años después, recordamos aquel aciago agosto. Pero no por motivos anecdóticos sino por la razón superior de la tragedia. El sábado no hubo una tarde de toros soleada. Ni siquiera hubo toros. Ni fiestas. Ni periódico. Lo que hubo fue treinta y cuatro muertos, cinco desaparecidos, 200.000 millones de pesetas en pérdidas materiales, un paisaje en ruinas bajo el barro y miles de personas que vieron cómo se quedaban en unas horas sin casa o sin trabajo o puede que sin ambas cosas a la vez.

El viernes 26 de agosto de 1983 las inundaciones más dramáticas de los últimos quinientos años golpearon el Bilbao metropolitano y municipios cercanos como Durango, Llodio o Bermeo. Fueron horas de lluvia ininterrumpida, un episodio de gota fría que llegó desde el oeste y se desató en tres grandes trombas de agua. El pluviómetro de la compañía Iberduero instalado en el barrio de Larraskitu registró un dato disparatado: 500 litros por metro cuadrado. El diluvio cayó sobre unos suelos saturados por las lluvias inagotables de los últimos cuatro días que ya no chupaban más. Las grandes descargas, de efectos trágicos luego, coincidieron además con las mareas altas, favoreciendo así el desbordamiento de la ría en ambas márgenes.

Los primeros momentos
Fue a primera hora de la tarde del viernes cuando el chaparrón comenzó a transformarse en algo peor. Hay quien recuerda que en su casa se fue la luz mientras veían la película de 'Sesión de tarde': 'Zampo y yo'. Hay quien recuerda que después de comer cogió un paraguas y se fue a jugar la partida, pero dio la vuelta al notar algo extraordinario y amenazador, no tanto en la lluvia como en su sonido percutor, sordo, constante. En Bilbao a la comisión de fiestas le interrumpió la Policía Municipal la sobremesa en el Mandoya del Casco Viejo para advertirles de que había problemas: la ría podía desbordarse.

La realidad originó entonces en El Arenal una de esas escenas con la que sueñan los guionistas. En las txosnas, bajo la lluvia, se celebraba un vermú interminable y el chaparrón era recibido por la gente -aquel viernes era además «viernes de disfraces»- con jolgorio desafiante. Pero en un momento, sobre las seis de la tarde, saltó un resorte que en las siguientes horas saltaría miles de veces más. Alertaba de que el riesgo era real e inminente. La ría iba a desbordarse. Y lo primero que iba a ofrecerle resistencia en El Arenal eran las txosnas: unas precarias y gigantes construcciones de mecanotubo.

El segundo resorte que también se repetiría muchas veces transformó a los inconscientes juerguistas en voluntarios que alertaban del peligro e instaban al desalojo. A las siete de la tarde la ría inundaba ya las Siete Calles, donde el agua llegaría a superar los tres metros de altura, y no dejaba de llover. A la mañana siguiente, tras la noche más dramática conocida por el Bilbao de nuestros días, El Arenal festivo sería un escenario de guerra: un caos de barro, hierros y ruina en el que solo permanecía en su sitio el característico muñeco de Txomin Barullo. El Groucho de aquel año tenía las piernas en alto y terminó no se sabe cómo saltando por encima de la riada.

Las siguientes horas fueron en Bizkaia muy oscuras y se dio en ellas una mezcla de destrucción épica y terror íntimo. De lo primero dan cuenta las imágenes imponentes de la cantera del Peñascal liberando toneladas de piedra sobre el barrio, los trenes hundiéndose en el muelle de Ibeni, los bidones inquietantes de Sefanitro flotando a la altura de un mercado de La Ribera completamente arrasado o el temor de que el buque 'Consulado', liberado de sus amarras por la fuerza de la ría, terminase chocando contra el puente de Deusto.

Del terror íntimo da cuenta toda esa gente que aún hoy necesita respirar hondo al recordar dónde estaba y cómo lo pasó. En sus relatos hay elementos comunes. Por ejemplo, la inocencia inicial de pensar que, ya que la lluvia no les dejaba salir de sus casas o sus negocios, sería mejor poner en alto todo lo que pudiese estropearse. Que poco después fuesen ellos mismos quienes para evitar morir ahogados tuviesen que subir lo más alto posible, a buhardillas y tejados, a escaleras en las que llegaron a tener el agua al cuello, señala otra de las características de aquellas horas: todo sucedió de improviso. Los servicios meteorológicos no fueron capaces de detectar la amenaza y ni la población ni las autoridades recibieron la menor alerta. Bajo la luz precaria de las velas y sin más noticias que las que provenían de algunos transistores, nadie supo en realidad hasta dónde podía llegar aquel drama.

Cinco horas en un árbol
Que el miedo fuese tan extenso explica tal vez parte del empuje posterior. Porque aquella noche -y quizá sea esto lo más difícil de recuperar cuarenta años después- la muerte se paseó a sus anchas por las márgenes del Nervión. «¡Pero tanto tiempo hay que esperar para ahogarse!», se dijo una mujer de Galdakao que se vio arrastrada por las aguas y consiguió sobrevivir agarrándose a un árbol durante cinco horas. Su vecina no tuvo la misma suerte y la foto de su cadáver como un maniquí hundido en el barro aparece en el periódico especial del lunes 29, el primero que pudo publicarse tras el desastre.

La identidad de las víctimas de las inundaciones fue señalada por un azar indiferente y funesto. En Bilbao, la riada acabó en un portal del Casco Viejo con el 'Madriles', un vagabundo popular entre los txikiteros por sus proclamas revolucionarias del que se decía era sobrino de Pablo Iglesias. En Galdakao, el agua se llevó consigo a una pareja marroquí y a su hijo de doce años que habían bajado de su coche para tratar de refugiarse en lo alto de un camión. En Llodio murieron cuatro guardias civiles y la joven a la que acababan de rescatar cuando el Land Rover en el que viajaban desapareció entre la corriente de agua y barro. En Etxebarri, una madre que estaba en casa con sus seis hijos vio cómo todo el edificio se venía abajo y ella misma era arrastrada por la riada. Cuentan las crónicas que, cuando horas después fue rescatada y supo que el cadáver de una de sus hijas -una niña de catorce años- había sido encontrado a dos kilómetros de distancia, la mujer intentó suicidarse cortándose las venas.

Sin agua y a oscuras
Lo que vino después de tanto miedo y oscuridad fue una mañana soleada y el descubrimiento de un paisaje inenarrable de casas derruidas, coches apilados, montañas de escombros y calles levantadas con las tuberías rotas y los semáforos caídos... Mientras se buscaban más cadáveres entre el lodo, preocupaba el abastecimiento de agua y la estabilidad de los edificios, los brotes epidémicos y el orden público, especialmente en lo referente al pillaje.

Sin embargo, lo que sucedió fue una exhibición de solidaridad. La gente se echó a la calle para ayudar. En Bilbao las comparsas pusieron su organización y todos sus brazos al servicio del alcalde Robles, que resaltó desde el primer momento el «civismo encomiable» de la población, la entrega de los voluntarios y las fuerzas del orden, la solidaridad de otras comunidades autónomas y la ayuda «con letras mayúsculas» del Ejército, que desplazó a miles de efectivos. Aquella mañana, la primera sin lluvia tantos días después, la realidad organizó otra escena para envidia de guionistas: la 'troupe' del Circo Price uniéndose con sus furgonetas a los voluntarios y el payaso Tonetti sacando barro de Barrencalle con un capazo, mientras gritaba que aquello no era el fin del mundo y garantizaba que Bilbao resurgiría por la razón incontestable de que sus habitantes eran todos de Bilbao.

«Cuando nos dieron el primer aviso estábamos comiendo en el antiguo Mandoya, en la calle del Perro», recuerda Marino Montero, que formaba parte de la comparsa Pinpilinpauxa y de la Comisión de Fiestas. «Pensamos que el agua iba a subir, pero creímos que alcanzaría el muelle, como mucho».

Pronto se vio que la cosa era mucho peor. «Empezamos a avisar a la gente que tenía que retirarse. Y nos costó un huevo convencer a algunos, como a los que estaban en la cafetería que tenía la antigua galería». Montero recuerda que «ese día iba a actuar Mocedades. Subimos su equipo y a la Marijaia al kiosco del Arenal pensando que el agua no llegaría allí». Llegó. «Entre unos cuantos nos llevamos el Gargantúa hasta la plaza Circular. Pudimos cruzar el puente hacia arriba, pero cuando volvimos, el agua lo rebasaba».

«Al principio no éramos conscientes del calibre de lo que estábamos viviendo», añade. Pero «ya por la noche, sobre todo entre los que vivíamos en el Casco, nos dimos cuenta cuando vimos pasar cisternas y coches» arrastrados por el agua.

Una cosa llamativa es que la riada remitió con rapidez. «Lo alucinante es que fue descomunal, pero dejó de llover y el nivel bajó enseguida. ¡Y no volvió a llover en meses!». Montero apunta que «suena un poco mal decirlo, pero al final fue una suerte que esto ocurriese en Aste Nagusia. Porque eso llega a pasar días antes, cuando está todo el mundo fuera, y hubiera sido peor. Pero al estar las comparsas en activo había un entramado asociativo en marcha que reaccionó muy rápidamente».

La gente se organizó «de boca en boca. En menos de 24 horas, el sábado se quedó en Uribarri para organizarse». En este punto, Montero reivindica la actuación del alcalde, José Luis Robles. «Uno de los grandes olvidados. Era un tío de palabra y con coraje, había sido capitán de la marina mercante y se notaba. Era un tío que cuando te daba la mano sabías que iba a cumplir. Reaccionó rapidísimamente, organizó una especie de comisión de crisis en la que yo estuve y contó con todas las entidades y movimientos asociativos que estaban en condiciones de colaborar».

Se repartieron tareas y se organizaron las brigadas de trabajo. «A las nueve de la mañana y a las tres de la tarde se repartía a la gente que se presentaba a ayudar en las escaleras de Ayuntamiento. La ayuda de fuera llegó enseguida, equipos y material. Me acuerdo de los bomberos de Fuenlabrada. Todo esto creó una especie de hermandad del barro. Lo ves en las fotos, la gente no está abatida, es increíble, pero se la ve animadísima después de las horas de angustia vividas».

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