Imagen: Izquierda Diario / 'Colegas', de Eloy de la Iglesia |
Eloy de la Iglesia es el eslabón perdido del cine español de la transición. Vilipendiado en su momento pese al éxito de taquilla de sus filmes.
Eduardo Nabal | La Izquierda Diario, 2017-06-02
http://www.laizquierdadiario.es/Siete-vidas-tienen-un-gato-y-el-cine-de-Eloy-de-la-Iglesia?id_rubrique=2653
“Los problemas de las minorías marginales son los mismos que los de la sociedad en general, pero como una caricatura desgarrada de ellos. Desde este desgarro, las minorías marginadas viven los mismos problemas que el resto de la gente, pero que estos no se atreven a evidenciar". Eloy de la Iglesia
Eloy de la Iglesia es el eslabón perdido del cine español de la transición. Vilipendiado en su momento pese al éxito de taquilla de sus filmes, el director de “El diputado” (1979) y “La estanquera de Vallecas” (1986) ha sido reivindicado hoy por los historiadores del cine español como un “autor” con voz propia a pesar del descuido formal de algunos de sus trabajos y del carácter coyuntural de otros. Un discípulo aventajado de su cine como el joven director Antonio Hens (“En malas compañías”,” La partida”) se encuentra ahora mismo rodando un documental sobre la vida y la obra de su amigo y mentor. Hens ya rodó un viejo proyecto de Eloy de la Iglesia en “Clandestinos” sobre el amor imposible entre un guardia civil y un joven abertzale titulado “Galopa y corta el viento”. Aún hoy Eloy es un nombre clave y sonado (para bien y para mal) en la historia del cine español reivindicado recientemente por estudiosos e hispanistas como Paul Julian Smith (“Las leyes del deseo”) o Alberto Mira (“Miradas insumisas”)
Eloy de la Iglesia -como Pasolini- fue un poeta del extrarradio, también una figura marginal (incluso peor considerada por la crítica del momento, una mala fama que arrastra su cine hasta nuestros días) dentro de la cinematografía de su país. Donde en el director de “Accatone” y "Mama Roma" había inocencia truncada, en el director de "Navajeros" había insolencia contra una sociedad hipócrita donde el fin de una dictadura no era tal y las políticas sociales eran bastante superfluas cuando no descaradamente continuistas del antiguo régimen. Rompió esquemas en el cine del momento abordando temas entonces tabúes como la homosexualidad, la delincuencia juvenil, el paro, la prostitución, la drogadicción, el aborto y el independentismo vasco. Políticamente comprometido y en ocasiones panfletario, su cine fue descalificado entre nosotros bajo la etiqueta del sensacionalismo o a la aún más infamante de “la estética del calzoncillo”. Pero desde entonces para mal, y sobre todo para bien, ha llovido mucho y la crítica especializada lo ha recuperado en numerosos trabajos dedicados a la historia social del cine español en general y al cine gay patrio en particular. Algunas de sus primeras películas como la delirante y proto-queer "Gota de sangre para morir amando" (con una deliciosa, delirante y gran-guiñolesca Sue Lyon) son verdaderos hallazgos entre el pastiche, el horror y la sátira de costumbres y roles de género. Un filme entonces bautizado despectivamente como “La mandarina mecánica” por sus evidentes guiños al éxito de Kubrick en la década pero que hoy se abre como una rara avis dentro de una cinematografía por revisar a la luz de las nuevas teorías sobre el género y las sexualidades disidentes en contextos alienantes y/o represivos.
No voy a hablar aquí del “montaje de atracciones” de “El diputado”, protagonizada por un excelente José Sacristán, ni de la valentía de “Los placeres ocultos”, filmado en plena vigencia de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social (y con problemas de censura), sino que me voy a centrar en uno de sus filmes más infravalorados y en el que, no obstante, mejor muestra las virtudes y limitaciones de su cine: “Colegas”, protagonizada por Antonio y Rosario Flores y sus habituales José Luis Manzano (novio del realizador) y Quique San Francisco. El director vuelve a interesarse por las familias sin recursos de la España de principios de los ochenta, por la vida de los jóvenes errabundos que pueblan las barriadas más desfavorecidas; por aquellos que pasan de la precariedad laboral a la delincuencia ante la mirada atónita de unas familias modestas que viven ancladas en valores tradicionales y no descifran una situación sociopolítica que los reduce a meros eslabones de una cadena de producción, aislamiento, hastío y destrucción. Se puede acusar al cine de Eloy de cierta “plumofobia” dentro de las coordenadas en las que se movió, pero hay en su obra demasiados personajes complejos y ambivalentes como para sostenerlo con rotundidad.
La sonada presencia de los “hermanos Flores” en el filme es coyuntural y hace que, de nuevo, la película sea valorada más por razones extra-cinematográficas que por su enorme potencia visual y la destreza narrativa que hay en sus imágenes, en las que se retrata, de nuevo, con desarmante humanidad y descarnado realismo a la juventud del momento y a lo que ésta se enfrenta para integrarse en un mundo violento, patriarcal, mercantilizado y alienante. Un mundo donde la humanidad de algunos personajes contrasta con el trazo grueso con el que quedan definidos otros, pero que logra conmover, aún hoy, al espectador/a, además de suponer un vigoroso ejercicio de memoria histórica y cinéfila.
El cine de Eloy de la Iglesia abordó mejor que ninguno la otra cara del “milagro económico” español y las contradicciones de la “llegada de la democracia” a nuestro país poniendo en primer término cuestiones consideradas muy espinosas y desenmascarando el estrepitoso fracaso de las políticas sociales del momento. También como las fuerzas del orden seguían al servicio de los mismos, el fraude relativo de la transición a una democracia de miserias y oropeles y su falso aperturismo, incluyendo puyazos a la publicidad y a la nueva política. Esto -unido al carácter accesible y en ocasiones populista de su obra- sirvió de reclamo para el gran público, pero fue también motivo del rechazo visceral que suscitaron y suscitan filmes que, como éste, son en su conjunto más que estimables. Otros se quedan a medias en sus propósitos como sucede con sus aproximaciones al cine fantástico y de terror en películas como “Otra vuelta de tuerca” donde convierte a la afamada institutriz del original de James en un cura vasco o las discutidas “La semana del asesino” o la delirante y kitsch "Gota de sangre para morir amando”, donde se mezcla el travestismo, el gore, el humor negro y algunos rasgos de autoría. La aparición, algo posterior, de las películas de Pedro Almodóvar no solo supone un reflejo (parcial) de la llamada “movida madrileña” sino sobre todo la ocupación de un espacio obviado y censurado en el cine español de la transición (salvo excepciones muy particulares como "Mi querida señorita"): el espacio de lo trans, lo urbano, lo gamberro, lo punk, lo gay-lesbiano y la feminidad como mascarada (como la sorprendente Sue Lyon de "Gota de sangre...). Frente al transformismo, el camp y el travestismo temático y visual del primer Almodóvar, las películas de Eloy ponen en cuestión, también de manera subversiva, la heterosexualidad de las masculinidades hegemónicas, si bien a causa de su apresuramiento y su tendencia al collage o el panfleto sociopolítico, han resistido peor el paso del tiempo. Formas, pues, distintas aunque interconectadas de concebir y redefinir “lo marginal” y lo “excluido” en la llamada “España democrática”.
“Colegas” se abre con la imagen de una máquina “tragaperras”, un juego de “comecocos” en el que se entretiene uno de los jóvenes protagonistas de este drama coral mientras se suceden los títulos de crédito. A este plano le sigue una panorámica amplia de los extrarradios de la gran urbe, el mismo escenario donde se desarrolló la más apresurada y tremendista “Navajeros” (1980) que también tiene como protagonista a José Luis Manzano, -en quien se combinan el rostro angelical con los ademanes de un “buscavidas”- no del todo cómodo en su papel y que parece siempre abocado al fracaso. Todo el filme está plagado de simbolismo sobre las relaciones de dominación y explotación, con estampas tan poderosas como las de una banda de chicos que acaba de asaltar una iglesia y se prueba las ropas de los sacerdotes en una guarida o la de los dos muchachos protagonistas –José y Antonio- introduciéndose por el ano las bolas de “marihuana” ante la mirada divertida de un anciano traficante marroquí. Aquella ocasión en que Rosario renuncia a abortar mientras los dos chicos, hermano y novio, esperan impacientes que ella lo haga para poder salir de apuros. O donde se muestra la incapacidad de José y Antonio por sumarse con paciencia a la cola del paro, cada vez más larga, llena de jóvenes que buscan una salida para resolver su futuro.
Podemos ver en Eloy ecos del cine de Pasolini por su modo de retratar con una mezcla de poesía y fatalismo la vida en los extrarradios de la gran ciudad, pero su tono es más directo, carnal y menos literario. También presenta la misma fascinación por la corporalidad y la mezcla de inocencia, desamparo y crueldad de “los chicos de la vida” aunque en el cine de Eloy de la Iglesia no hay intención beatificadora, ecos literarios o resonancias mitológicas sino más bien todo lo contrario: rabia, insolencia y pasión. Denuncia de un modelo económico de explotados y explotadores, pequeños tramposos y grandes delincuentes, policías corruptos y familias modestas en permanentes apuros económicos.
“Colegas” está estructurada como una tragedia en toda regla en la que los tres protagonistas -José, Antonio y Rosario- van cerrándose las salidas existenciales a partir de pequeños errores o pasos en falso que suponen un paso adelante en su carrera hacia la marginalidad, el desamparo y la delincuencia. Un recurso clásico en el cine social y criminal pero utilizado en esta ocasión con notable inteligencia para perturbar al espectador mediante una irreverente mezcla de humor y tristeza, calidez y desgarro. Al contrario que la igualmente descarnada “Navajeros”, “Colegas” está rodada con más madurez y contención, y el paso de los jóvenes chicos con problemas a delincuentes en apuros es abordado con gran sutileza y diálogos inteligentes, acompañados por canciones del propio Flores. Una de las secuencias más famosas del filme -y de las más famosas del cine del controvertido realizador guipuzcoano- es la de los jóvenes hermanos de José apilados en esa pequeña habitación con literas masturbándose al unísono. La sensación que produce la escena, a pesar de su tono de comedia irreverente, es de una profunda tristeza ya que nos dice que estos chicos no tienen ni siquiera un lugar donde explorar sus fantasías sexuales y que las calles, con sus trampas y peligros, son su verdadero hogar.
Tras la muerte violenta de Antonio a manos de esos grandes delincuentes que habían prometido salvarlos, al final del filme Rosario y José salen apresuradamente de la Iglesia renunciando a formalizar su relación y dando la espalda a todas esas tradiciones, ignorancia y espejos falsos que han marcado para siempre sus vidas.
Eloy de la Iglesia es el eslabón perdido del cine español de la transición. Vilipendiado en su momento pese al éxito de taquilla de sus filmes, el director de “El diputado” (1979) y “La estanquera de Vallecas” (1986) ha sido reivindicado hoy por los historiadores del cine español como un “autor” con voz propia a pesar del descuido formal de algunos de sus trabajos y del carácter coyuntural de otros. Un discípulo aventajado de su cine como el joven director Antonio Hens (“En malas compañías”,” La partida”) se encuentra ahora mismo rodando un documental sobre la vida y la obra de su amigo y mentor. Hens ya rodó un viejo proyecto de Eloy de la Iglesia en “Clandestinos” sobre el amor imposible entre un guardia civil y un joven abertzale titulado “Galopa y corta el viento”. Aún hoy Eloy es un nombre clave y sonado (para bien y para mal) en la historia del cine español reivindicado recientemente por estudiosos e hispanistas como Paul Julian Smith (“Las leyes del deseo”) o Alberto Mira (“Miradas insumisas”)
Eloy de la Iglesia -como Pasolini- fue un poeta del extrarradio, también una figura marginal (incluso peor considerada por la crítica del momento, una mala fama que arrastra su cine hasta nuestros días) dentro de la cinematografía de su país. Donde en el director de “Accatone” y "Mama Roma" había inocencia truncada, en el director de "Navajeros" había insolencia contra una sociedad hipócrita donde el fin de una dictadura no era tal y las políticas sociales eran bastante superfluas cuando no descaradamente continuistas del antiguo régimen. Rompió esquemas en el cine del momento abordando temas entonces tabúes como la homosexualidad, la delincuencia juvenil, el paro, la prostitución, la drogadicción, el aborto y el independentismo vasco. Políticamente comprometido y en ocasiones panfletario, su cine fue descalificado entre nosotros bajo la etiqueta del sensacionalismo o a la aún más infamante de “la estética del calzoncillo”. Pero desde entonces para mal, y sobre todo para bien, ha llovido mucho y la crítica especializada lo ha recuperado en numerosos trabajos dedicados a la historia social del cine español en general y al cine gay patrio en particular. Algunas de sus primeras películas como la delirante y proto-queer "Gota de sangre para morir amando" (con una deliciosa, delirante y gran-guiñolesca Sue Lyon) son verdaderos hallazgos entre el pastiche, el horror y la sátira de costumbres y roles de género. Un filme entonces bautizado despectivamente como “La mandarina mecánica” por sus evidentes guiños al éxito de Kubrick en la década pero que hoy se abre como una rara avis dentro de una cinematografía por revisar a la luz de las nuevas teorías sobre el género y las sexualidades disidentes en contextos alienantes y/o represivos.
No voy a hablar aquí del “montaje de atracciones” de “El diputado”, protagonizada por un excelente José Sacristán, ni de la valentía de “Los placeres ocultos”, filmado en plena vigencia de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social (y con problemas de censura), sino que me voy a centrar en uno de sus filmes más infravalorados y en el que, no obstante, mejor muestra las virtudes y limitaciones de su cine: “Colegas”, protagonizada por Antonio y Rosario Flores y sus habituales José Luis Manzano (novio del realizador) y Quique San Francisco. El director vuelve a interesarse por las familias sin recursos de la España de principios de los ochenta, por la vida de los jóvenes errabundos que pueblan las barriadas más desfavorecidas; por aquellos que pasan de la precariedad laboral a la delincuencia ante la mirada atónita de unas familias modestas que viven ancladas en valores tradicionales y no descifran una situación sociopolítica que los reduce a meros eslabones de una cadena de producción, aislamiento, hastío y destrucción. Se puede acusar al cine de Eloy de cierta “plumofobia” dentro de las coordenadas en las que se movió, pero hay en su obra demasiados personajes complejos y ambivalentes como para sostenerlo con rotundidad.
La sonada presencia de los “hermanos Flores” en el filme es coyuntural y hace que, de nuevo, la película sea valorada más por razones extra-cinematográficas que por su enorme potencia visual y la destreza narrativa que hay en sus imágenes, en las que se retrata, de nuevo, con desarmante humanidad y descarnado realismo a la juventud del momento y a lo que ésta se enfrenta para integrarse en un mundo violento, patriarcal, mercantilizado y alienante. Un mundo donde la humanidad de algunos personajes contrasta con el trazo grueso con el que quedan definidos otros, pero que logra conmover, aún hoy, al espectador/a, además de suponer un vigoroso ejercicio de memoria histórica y cinéfila.
El cine de Eloy de la Iglesia abordó mejor que ninguno la otra cara del “milagro económico” español y las contradicciones de la “llegada de la democracia” a nuestro país poniendo en primer término cuestiones consideradas muy espinosas y desenmascarando el estrepitoso fracaso de las políticas sociales del momento. También como las fuerzas del orden seguían al servicio de los mismos, el fraude relativo de la transición a una democracia de miserias y oropeles y su falso aperturismo, incluyendo puyazos a la publicidad y a la nueva política. Esto -unido al carácter accesible y en ocasiones populista de su obra- sirvió de reclamo para el gran público, pero fue también motivo del rechazo visceral que suscitaron y suscitan filmes que, como éste, son en su conjunto más que estimables. Otros se quedan a medias en sus propósitos como sucede con sus aproximaciones al cine fantástico y de terror en películas como “Otra vuelta de tuerca” donde convierte a la afamada institutriz del original de James en un cura vasco o las discutidas “La semana del asesino” o la delirante y kitsch "Gota de sangre para morir amando”, donde se mezcla el travestismo, el gore, el humor negro y algunos rasgos de autoría. La aparición, algo posterior, de las películas de Pedro Almodóvar no solo supone un reflejo (parcial) de la llamada “movida madrileña” sino sobre todo la ocupación de un espacio obviado y censurado en el cine español de la transición (salvo excepciones muy particulares como "Mi querida señorita"): el espacio de lo trans, lo urbano, lo gamberro, lo punk, lo gay-lesbiano y la feminidad como mascarada (como la sorprendente Sue Lyon de "Gota de sangre...). Frente al transformismo, el camp y el travestismo temático y visual del primer Almodóvar, las películas de Eloy ponen en cuestión, también de manera subversiva, la heterosexualidad de las masculinidades hegemónicas, si bien a causa de su apresuramiento y su tendencia al collage o el panfleto sociopolítico, han resistido peor el paso del tiempo. Formas, pues, distintas aunque interconectadas de concebir y redefinir “lo marginal” y lo “excluido” en la llamada “España democrática”.
“Colegas” se abre con la imagen de una máquina “tragaperras”, un juego de “comecocos” en el que se entretiene uno de los jóvenes protagonistas de este drama coral mientras se suceden los títulos de crédito. A este plano le sigue una panorámica amplia de los extrarradios de la gran urbe, el mismo escenario donde se desarrolló la más apresurada y tremendista “Navajeros” (1980) que también tiene como protagonista a José Luis Manzano, -en quien se combinan el rostro angelical con los ademanes de un “buscavidas”- no del todo cómodo en su papel y que parece siempre abocado al fracaso. Todo el filme está plagado de simbolismo sobre las relaciones de dominación y explotación, con estampas tan poderosas como las de una banda de chicos que acaba de asaltar una iglesia y se prueba las ropas de los sacerdotes en una guarida o la de los dos muchachos protagonistas –José y Antonio- introduciéndose por el ano las bolas de “marihuana” ante la mirada divertida de un anciano traficante marroquí. Aquella ocasión en que Rosario renuncia a abortar mientras los dos chicos, hermano y novio, esperan impacientes que ella lo haga para poder salir de apuros. O donde se muestra la incapacidad de José y Antonio por sumarse con paciencia a la cola del paro, cada vez más larga, llena de jóvenes que buscan una salida para resolver su futuro.
Podemos ver en Eloy ecos del cine de Pasolini por su modo de retratar con una mezcla de poesía y fatalismo la vida en los extrarradios de la gran ciudad, pero su tono es más directo, carnal y menos literario. También presenta la misma fascinación por la corporalidad y la mezcla de inocencia, desamparo y crueldad de “los chicos de la vida” aunque en el cine de Eloy de la Iglesia no hay intención beatificadora, ecos literarios o resonancias mitológicas sino más bien todo lo contrario: rabia, insolencia y pasión. Denuncia de un modelo económico de explotados y explotadores, pequeños tramposos y grandes delincuentes, policías corruptos y familias modestas en permanentes apuros económicos.
“Colegas” está estructurada como una tragedia en toda regla en la que los tres protagonistas -José, Antonio y Rosario- van cerrándose las salidas existenciales a partir de pequeños errores o pasos en falso que suponen un paso adelante en su carrera hacia la marginalidad, el desamparo y la delincuencia. Un recurso clásico en el cine social y criminal pero utilizado en esta ocasión con notable inteligencia para perturbar al espectador mediante una irreverente mezcla de humor y tristeza, calidez y desgarro. Al contrario que la igualmente descarnada “Navajeros”, “Colegas” está rodada con más madurez y contención, y el paso de los jóvenes chicos con problemas a delincuentes en apuros es abordado con gran sutileza y diálogos inteligentes, acompañados por canciones del propio Flores. Una de las secuencias más famosas del filme -y de las más famosas del cine del controvertido realizador guipuzcoano- es la de los jóvenes hermanos de José apilados en esa pequeña habitación con literas masturbándose al unísono. La sensación que produce la escena, a pesar de su tono de comedia irreverente, es de una profunda tristeza ya que nos dice que estos chicos no tienen ni siquiera un lugar donde explorar sus fantasías sexuales y que las calles, con sus trampas y peligros, son su verdadero hogar.
Tras la muerte violenta de Antonio a manos de esos grandes delincuentes que habían prometido salvarlos, al final del filme Rosario y José salen apresuradamente de la Iglesia renunciando a formalizar su relación y dando la espalda a todas esas tradiciones, ignorancia y espejos falsos que han marcado para siempre sus vidas.
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