Imagen: El País / Arnold Schwarzenegger se prepara para un concurso culturista, Pretoria, 1975 |
La fotógrafa desempolva sus primeras imágenes, más de 2.000 instantáneas disparadas durante sus años como reportera para la revista ‘Rolling Stone’, en una exposición inédita en Arlés.
Álex Vicente | El País, 2017-08-04
https://elpais.com/cultura/2017/08/03/actualidad/1501782266_626658.html
Antes de convertirse en la más cotizada retratista de las estrellas, Annie Leibovitz fue otro tipo de fotógrafa. No iluminaba a sus personajes con focos dignos de una superproducción de Hollywood, sino con un pequeño ‘flash’ portátil, cuando no con luz natural. Sus imágenes no eran estudiadas puestas en escena aprobadas por un escuadrón de publicistas, sino pequeños formatos de aire improvisado que disparaba en la trastienda de conciertos de rock y mítines electorales. Ni rastro de ese color fastuoso y reluciente sobre el papel cuché que ha convertido en marca de fábrica. Por aquel entonces, prefería un blanco y negro rugoso, pero elegante.
Esa etapa arrancó en 1970 con el principio de su colaboración con la revista ‘Rolling Stone’, biblia de la contracultura fundada pocos años atrás en San Francisco. Leibovitz era una posadolescente de ojos caídos que estudiaba pintura en la ciudad californiana mientras tomaba clases nocturnas de fotografía, tras haber regresado de un viaje iniciático a Israel para trabajar en un kibutz. Terminó en 1983 con su fichaje por parte de ‘Vanity Fair’, donde desarrollaría una fotografía más conceptual, exuberante y aburguesada, poniendo fin a la década larga que pasó indagando en los márgenes. “Vivía encadenando un encargo con el siguiente, con la nevera vacía, llena de energía y de obsesión. Me pareció que no podría vivir así durante mucho más tiempo”, se justifica Leibovitz, una atalaya de 67 años que arrastra sus botas de cuero por su nueva exposición en la Fundación Luma de la localidad francesa de Arlés, titulada ‘Annie Leibovitz, los primeros años: 1970-1983’.
De las paredes de la muestra cuelgan más de 2.000 imágenes de minúsculo formato, de esas que obligan a acercar la retina, como en una hoja de contactos de tamaño gigante. Muchas de ellas son inéditas. “La exposición es una lección dirigida a un joven fotógrafo. Da cuenta del tipo de energía y de trabajo que se requiere para llegar a algún sitio”, explica Leibovitz en el principio del recorrido. La muestra narra, de forma cronológica, lo que sucedió después de que esta fotógrafa precoz se presentara ante Robert Kingsburg, director artístico de ‘Rolling Stone’, para ofrecerle sus servicios con cierto descaro. No tenía ninguna experiencia, pero vio algo especial en ella. Pocas semanas después, firmaba su primera foto en la revista: un retrato del poeta Allen Ginsberg fumando marihuana con un joven ataviado con un turbante. Le siguió un seguimiento de las campañas presidenciales de McGovern (perdió) y Carter (ganó), además de retratos de Andy Warhol, Jack Nicholson, Jane Fonda, Patti Smith, Roman Polanski, Muhammad Ali o Dalí, entre otros popes de la cultura de la época.
Leibovitz también acompañó en sus reportajes a algunas de las grandes firmas de ‘Rolling Stone’, como Hunter S. Thompson o Tom Wolfe. “El primero preparaba sus artículos bebiendo en los bares. La gente creía que era solo un tipo simpático, pero en realidad estaba trabajando”, recuerda la fotógrafa. Sobre Wolfe, dice que “siempre iba de traje, pero nunca sudaba”. Los métodos e intenciones del nuevo periodismo parecen encontrar un reflejo gráfico en las imágenes de Leibovitz. “En las campañas electorales, fotografié lo que rodeaba al candidato, como la prensa que lo seguía”, explica. Es decir, el otro lado del decorado. “Ahora lo vemos todo el tiempo. Un reportero siempre quiere saber más que lo que le sirven en bandeja”. La muestra recoge también su brillante serie sobre la dimisión de Nixon. Leibovitz, que no tenía acceso al presidente, prefirió capturar detalles más significativos y alegóricos, como un grupo de soldados que recogen la alfombra después de que Nixon abandone la Casa Blanca en helicóptero.
Tomar el relevo
Su gran cometido en los setenta fue su seguimiento de las giras de The Rolling Stones. Leibovitz tomó el relevo de uno de sus ídolos, el gran fotógrafo Robert Frank, que rodó un documental sobre la banda que nunca se haría público. Supuestamente, por el profuso consumo de sustancias ilegales del que hicieron gala todos los implicados. Leibovitz admite haber terminado en rehabilitación. “Me costó ocho años abandonar esa gira. Casi me mata, pero sobreviví”, confiesa. Al observar las imágenes, no cuesta entender que a Leibovitz siempre le interesó más el magnetismo sobrecargado de sensualidad de Mick Jagger que el desapego ‘cool’ de Keith Richards, que en sus imágenes cobra un papel bastante secundario.
Esa época empezó a cerrarse en 1977, cuando el mítico editor de ‘Rolling Stone’, Jann Wener, consideró que San Francisco se había convertido en “un remanso cultural” y trasladó su cuartel general a Nueva York. “Una transición difícil para todos”, reconoce Leibovitz a media exposición. En las noches de insomnio que precedieron a esa traumática mudanza, la fotógrafa solía subirse a su coche para respirar el asfalto californiano por última vez. Tomaba el puente de la bahía de San Francisco en dirección al este, o bien la autopista 580 hacia el norte, y consumía su depósito hasta las últimas gotas.
Muchos de sus personajes también conducen. Por ejemplo, Bruce Springsteen aparece dentro de un coche. También Tina Turner, Peter Falk, Brian Wilson o Norman Mailer. El actor Tommy Lee Jones agarra el volante con sombrero de ‘cowboy’ en la cabeza. El propio Jagger lo hace, como buen súbdito de la reina Isabel, desde el carril opuesto de la autopista. El conjunto desprende una irrefrenable nostalgia por un tiempo que no volverá. Leibovitz admite que, en la madrugada previa a la inauguración, mientras daba los retoques finales a la muestra, le cayó alguna lágrima al colgar las últimas imágenes. “Sigo soñando con California”, revela en el catálogo, añadiendo que la escritora Joan Didion, a la que retrata en una imagen que captura su distinguida esencia, pudo haber escrito sobre su desarraigo.
Casi al final del recorrido aparece John Lennon. Está totalmente desnudo, en algo parecido a la posición fetal, abrazado a Yoko Ono sobre la moqueta de su apartamento en el edificio Dakota. Puede que esta sea su fotografía más conocida. “Quería que los dos se desnudaran, pero Yoko se negó. Cuando tomamos la foto, John me dijo: ‘Esto resume mi relación’. Horas más tarde, lo asesinaron”, relata Leibovitz. Era diciembre de 1980. Después de su muerte, la imagen se convirtió en un icono. “Es fascinante cómo una fotografía cambia en función de los acontecimientos”, observa su autora. Nunca tendrá la inelegancia de escogerla como su retrato favorito, pero salta a la vista que es una imagen especial para ella. “Una buena fotografía es aquella que, cuando cualquier persona la observa, logra volcar en ella sus propias experiencias y sentimientos”, resume.
Para Leibovitz, como para el resto de la humanidad, el asesinato de Lennon será un punto de inflexión. Los setenta terminarán de golpe. Su valeroso optimismo dejará lugar al cinismo de los ochenta, mientras Reagan llega al poder e impone su doctrina neoliberal. La fotógrafa empezará a experimentar con otro tipo de imágenes, preámbulo de sus espectaculares retratos para las ediciones estadounidenses de ‘Vanity Fair’ y ‘Vogue’. La semilla de este nuevo periodo se encuentra en la exposición: una serie de retratos de poetas, como Tess Gallagher y Robert Pen Warren, que aspiran a traducir en imágenes sus turbulentos mundos interiores. Leibovitz se encierra en el estudio y se pone a experimentar, aunque el resultado no siempre haya envejecido bien. “Durante cuatro o cinco años, hice un trabajo espantoso. Todavía hoy me cuesta observarlo”, admite la interesada. “En realidad, creo que soy mejor sobre el terreno. No soy una gran fotógrafa de estudio. No soy como Irving Penn o Richard Avedon, que fueron maestros en ese campo. Yo me considero, más bien, una observadora”. Sus pasos más tempranos en el ámbito fotográfico parecen darle la razón.
Luma Arles, un nuevo triunfo del mecenazgo privado
La exposición dedicada a Annie Leibovitz tiene lugar en Luma Arles, la nueva fundación privada para el arte, la imagen y la danza erigida por la mecenas suiza Maya Hoffmann en los antiguos talleres del ferrocarril de la capital de la Camarga. Este enclave posindustrial, ocupado durante los meses de verano por el reputado festival fotográfico que tiene lugar en Arlés, estará presidido por una monumental torre, todavía en construcción, proyectada por Frank Gehry, que debería ser inaugurada a finales de 2018. Sus primeros pasos apuntan maneras (y medios cuantiosos). Entre los primeros invitados de su programación, al margen de la fotógrafa, figuran el coreógrafo Benjamin Millepied, en su primera reaparición tras su sonada despedida del Ballet de la Ópera de París, y el dúo de artistas suizos Peter Fischli y David Weiss, en cuyas obras reina el absurdo y el humor.
Si Leibovitz expone en un lugar tan alejado de las capitales del arte es porque Hoffmann acaba de comprar su archivo fotográfico, dentro de un novedoso programa que pretende reexaminar y reinterpretar el legado de los grandes fotógrafos de nuestro tiempo a través de distintas exposiciones. Leibovitz es la encargada de abrir el baile con esta muestra, que permanecerá expuesta hasta el 24 de septiembre en la ciudad donde Van Gogh se cortó una oreja. “Es un honor”, asegura. También una operación lucrativa, de la que no ha trascendido el importe, pero que podría haber saneado las cuentas de Leibovitz, que rozó la ruina en 2010 al ser incapaz de hacer frente a una deuda millonaria.
Esa etapa arrancó en 1970 con el principio de su colaboración con la revista ‘Rolling Stone’, biblia de la contracultura fundada pocos años atrás en San Francisco. Leibovitz era una posadolescente de ojos caídos que estudiaba pintura en la ciudad californiana mientras tomaba clases nocturnas de fotografía, tras haber regresado de un viaje iniciático a Israel para trabajar en un kibutz. Terminó en 1983 con su fichaje por parte de ‘Vanity Fair’, donde desarrollaría una fotografía más conceptual, exuberante y aburguesada, poniendo fin a la década larga que pasó indagando en los márgenes. “Vivía encadenando un encargo con el siguiente, con la nevera vacía, llena de energía y de obsesión. Me pareció que no podría vivir así durante mucho más tiempo”, se justifica Leibovitz, una atalaya de 67 años que arrastra sus botas de cuero por su nueva exposición en la Fundación Luma de la localidad francesa de Arlés, titulada ‘Annie Leibovitz, los primeros años: 1970-1983’.
De las paredes de la muestra cuelgan más de 2.000 imágenes de minúsculo formato, de esas que obligan a acercar la retina, como en una hoja de contactos de tamaño gigante. Muchas de ellas son inéditas. “La exposición es una lección dirigida a un joven fotógrafo. Da cuenta del tipo de energía y de trabajo que se requiere para llegar a algún sitio”, explica Leibovitz en el principio del recorrido. La muestra narra, de forma cronológica, lo que sucedió después de que esta fotógrafa precoz se presentara ante Robert Kingsburg, director artístico de ‘Rolling Stone’, para ofrecerle sus servicios con cierto descaro. No tenía ninguna experiencia, pero vio algo especial en ella. Pocas semanas después, firmaba su primera foto en la revista: un retrato del poeta Allen Ginsberg fumando marihuana con un joven ataviado con un turbante. Le siguió un seguimiento de las campañas presidenciales de McGovern (perdió) y Carter (ganó), además de retratos de Andy Warhol, Jack Nicholson, Jane Fonda, Patti Smith, Roman Polanski, Muhammad Ali o Dalí, entre otros popes de la cultura de la época.
Leibovitz también acompañó en sus reportajes a algunas de las grandes firmas de ‘Rolling Stone’, como Hunter S. Thompson o Tom Wolfe. “El primero preparaba sus artículos bebiendo en los bares. La gente creía que era solo un tipo simpático, pero en realidad estaba trabajando”, recuerda la fotógrafa. Sobre Wolfe, dice que “siempre iba de traje, pero nunca sudaba”. Los métodos e intenciones del nuevo periodismo parecen encontrar un reflejo gráfico en las imágenes de Leibovitz. “En las campañas electorales, fotografié lo que rodeaba al candidato, como la prensa que lo seguía”, explica. Es decir, el otro lado del decorado. “Ahora lo vemos todo el tiempo. Un reportero siempre quiere saber más que lo que le sirven en bandeja”. La muestra recoge también su brillante serie sobre la dimisión de Nixon. Leibovitz, que no tenía acceso al presidente, prefirió capturar detalles más significativos y alegóricos, como un grupo de soldados que recogen la alfombra después de que Nixon abandone la Casa Blanca en helicóptero.
Tomar el relevo
Su gran cometido en los setenta fue su seguimiento de las giras de The Rolling Stones. Leibovitz tomó el relevo de uno de sus ídolos, el gran fotógrafo Robert Frank, que rodó un documental sobre la banda que nunca se haría público. Supuestamente, por el profuso consumo de sustancias ilegales del que hicieron gala todos los implicados. Leibovitz admite haber terminado en rehabilitación. “Me costó ocho años abandonar esa gira. Casi me mata, pero sobreviví”, confiesa. Al observar las imágenes, no cuesta entender que a Leibovitz siempre le interesó más el magnetismo sobrecargado de sensualidad de Mick Jagger que el desapego ‘cool’ de Keith Richards, que en sus imágenes cobra un papel bastante secundario.
Esa época empezó a cerrarse en 1977, cuando el mítico editor de ‘Rolling Stone’, Jann Wener, consideró que San Francisco se había convertido en “un remanso cultural” y trasladó su cuartel general a Nueva York. “Una transición difícil para todos”, reconoce Leibovitz a media exposición. En las noches de insomnio que precedieron a esa traumática mudanza, la fotógrafa solía subirse a su coche para respirar el asfalto californiano por última vez. Tomaba el puente de la bahía de San Francisco en dirección al este, o bien la autopista 580 hacia el norte, y consumía su depósito hasta las últimas gotas.
Muchos de sus personajes también conducen. Por ejemplo, Bruce Springsteen aparece dentro de un coche. También Tina Turner, Peter Falk, Brian Wilson o Norman Mailer. El actor Tommy Lee Jones agarra el volante con sombrero de ‘cowboy’ en la cabeza. El propio Jagger lo hace, como buen súbdito de la reina Isabel, desde el carril opuesto de la autopista. El conjunto desprende una irrefrenable nostalgia por un tiempo que no volverá. Leibovitz admite que, en la madrugada previa a la inauguración, mientras daba los retoques finales a la muestra, le cayó alguna lágrima al colgar las últimas imágenes. “Sigo soñando con California”, revela en el catálogo, añadiendo que la escritora Joan Didion, a la que retrata en una imagen que captura su distinguida esencia, pudo haber escrito sobre su desarraigo.
Casi al final del recorrido aparece John Lennon. Está totalmente desnudo, en algo parecido a la posición fetal, abrazado a Yoko Ono sobre la moqueta de su apartamento en el edificio Dakota. Puede que esta sea su fotografía más conocida. “Quería que los dos se desnudaran, pero Yoko se negó. Cuando tomamos la foto, John me dijo: ‘Esto resume mi relación’. Horas más tarde, lo asesinaron”, relata Leibovitz. Era diciembre de 1980. Después de su muerte, la imagen se convirtió en un icono. “Es fascinante cómo una fotografía cambia en función de los acontecimientos”, observa su autora. Nunca tendrá la inelegancia de escogerla como su retrato favorito, pero salta a la vista que es una imagen especial para ella. “Una buena fotografía es aquella que, cuando cualquier persona la observa, logra volcar en ella sus propias experiencias y sentimientos”, resume.
Para Leibovitz, como para el resto de la humanidad, el asesinato de Lennon será un punto de inflexión. Los setenta terminarán de golpe. Su valeroso optimismo dejará lugar al cinismo de los ochenta, mientras Reagan llega al poder e impone su doctrina neoliberal. La fotógrafa empezará a experimentar con otro tipo de imágenes, preámbulo de sus espectaculares retratos para las ediciones estadounidenses de ‘Vanity Fair’ y ‘Vogue’. La semilla de este nuevo periodo se encuentra en la exposición: una serie de retratos de poetas, como Tess Gallagher y Robert Pen Warren, que aspiran a traducir en imágenes sus turbulentos mundos interiores. Leibovitz se encierra en el estudio y se pone a experimentar, aunque el resultado no siempre haya envejecido bien. “Durante cuatro o cinco años, hice un trabajo espantoso. Todavía hoy me cuesta observarlo”, admite la interesada. “En realidad, creo que soy mejor sobre el terreno. No soy una gran fotógrafa de estudio. No soy como Irving Penn o Richard Avedon, que fueron maestros en ese campo. Yo me considero, más bien, una observadora”. Sus pasos más tempranos en el ámbito fotográfico parecen darle la razón.
Imagen: El País / Annie Leibovitz en la exposición de Arlés |
La exposición dedicada a Annie Leibovitz tiene lugar en Luma Arles, la nueva fundación privada para el arte, la imagen y la danza erigida por la mecenas suiza Maya Hoffmann en los antiguos talleres del ferrocarril de la capital de la Camarga. Este enclave posindustrial, ocupado durante los meses de verano por el reputado festival fotográfico que tiene lugar en Arlés, estará presidido por una monumental torre, todavía en construcción, proyectada por Frank Gehry, que debería ser inaugurada a finales de 2018. Sus primeros pasos apuntan maneras (y medios cuantiosos). Entre los primeros invitados de su programación, al margen de la fotógrafa, figuran el coreógrafo Benjamin Millepied, en su primera reaparición tras su sonada despedida del Ballet de la Ópera de París, y el dúo de artistas suizos Peter Fischli y David Weiss, en cuyas obras reina el absurdo y el humor.
Si Leibovitz expone en un lugar tan alejado de las capitales del arte es porque Hoffmann acaba de comprar su archivo fotográfico, dentro de un novedoso programa que pretende reexaminar y reinterpretar el legado de los grandes fotógrafos de nuestro tiempo a través de distintas exposiciones. Leibovitz es la encargada de abrir el baile con esta muestra, que permanecerá expuesta hasta el 24 de septiembre en la ciudad donde Van Gogh se cortó una oreja. “Es un honor”, asegura. También una operación lucrativa, de la que no ha trascendido el importe, pero que podría haber saneado las cuentas de Leibovitz, que rozó la ruina en 2010 al ser incapaz de hacer frente a una deuda millonaria.
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