Imagen: Diario Córdoba / Ptotesta feminista contra la senetencia a la Manada, Córdoba, 2018-04-26 |
Juan Carlos Monedero | Comiendo Tierra, Público, 2018-08-03
https://blogs.publico.es/juan-carlos-monedero/2018/08/03/la-trampa-de-la-trampa-de-la-diversidad/
Este es un libro con algo de rencor de clase. ¿Y qué? ¿O es que no tienen rencor de clase -de clase dirigente- Pablo Casado o Albert Rivera y por eso quieren gobernar España? ¿No le vendría bien un poco de rencor de clase obrera a Pedro Sánchez cuando le dice al Ibex 35 ¡tranquilos que vais a seguir como siempre!? La hegemonía neoliberal no consiente que saques pecho con una mirada alternativa. Son los mismos que te gritan '¡Paracuellos!' cuando dices que qué hace un genocida con un mausoleo y también cuando hay una huelga de taxis. O que dicen que tienen derecho a comprarse un vientre. Será porque les funciona.
No es verdad que éste sea un libro contra la diversidad, sino contra la diversidad como trampa. Esto es, “cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo.”. Es decir, cómo cosas que a priori son positivas, como el esfuerzo o la excelencia son usadas por los pijos y los fachas para encubrir la explotación y la desigualdad de oportunidades. Cómo hemos regalado a la derecha la posibilidad de blanquear el egoísmo o la competitividad o cómo los derechos humanos pueden haberse convertido en la excusa para pisotear en muchos lugares del mundo los derechos humanos. Y también cómo la diversidad puede convertirse en una serie de televisión con cientos de temporadas donde estás enganchado al tiempo que te desconectas del mundo real. Porque eres tú quien le ha dicho a Netflix cómo te gustan las series y por eso las hace especial para ti.
El libro tiene la virtud de abrir un debate, lo que siempre es bueno, aunque también tiene el riesgo de que alimenta el más rancio comunismo de partido, ese que quiere vivir en la utopía inexistente del pasado, cuando había, supuestamente, “buenos obreros”. Es normal que la lectura que va a hacer mucha gente de este libro es que hay que regresar al pasado, ese en donde existía una clase obrera que iba al paraíso. Esa nostalgia la tiene también el autor y aunque dice que no es posible ni deseable, las conclusiones están servidas y son contradictorias: seamos cuidadosos con la fragmentación que hace la defensa de la diversidad, o exploremos alguna suerte de regreso al pasado. Ahí ha saltado el Coordinador General de Izquierda Unida, señalando que las hipótesis de este libro podrían llevar a “posiciones políticas inadecuadas”.
El libro tiene cuatro errores grandes y un descuido:
(1) el error del economicismo (hasta el surgimiento de Lutero explica Bernabé por el desarrollo del capitalismo), cuando el determinismo económico no lo defendía ni Marx. “Destrozaron nuestra identidad obrera y la rellenaron con una variedad diversa y fragmentada de identidades”. Y hay que preguntar ¿quién hizo eso? ¿No le estaremos concediendo demasiado poder a no se sabe muy bien qué tipo de Fu-man-chú que anda conspirando detrás de las puertas? ¿No será la cosa un poco más compleja? Claro que los capitalistas obran según el metabolismo del capitalismo. Pero aún no somos robots programados.
(2) el de no explicar las razones complejas de la crisis de la izquierda desde los 70 y basarlo todo en una conspiración del capital contra los logros de la clase obrera. Bernabé usa la palabra conspiración y eso le resta swing intelectual a sus argumentos. El ecologismo, el feminismo, el cristianismo de base, la crítica a cualquier poder, el pacifismo, la defensa de la libertad sexual, el decolonialismo son todas demandas a las que la izquierda tenía profundas dificultades para responder y se refugiaron en los movimientos sociales y cambiaron a los partidos.
(3) el error de no mencionar la creciente complejidad social, muy vinculada al desarrollo tecnológico y a los procesos de individuación y secularización. Las mujeres ya no llevan luto, los niños tienen derechos, ya no hay viudas alegres, no hay que llegar virgen al matrimonio, se intenta que el trabajo sea algo más que recibir un salario, somos más cosmopolitas, etcétera. La complejidad social es la que hace a los Estados nacionales muy grandes para gestionar algunas cosas y muy pequeños para gestionar otras. La globalización no puede despacharse como un truco del capital. Vamos, que estamos en el siglo XXI y la URSS se disolvió en 1991.
(4) por último, y quizá el error más injusto del autor, no entender que una parte importante del mundo que tenemos se ha logrado gracias a las luchas obreras, a los triunfos, a las victorias populares. Porque la correlación de fuerzas nunca está totalmente al lado del capital. Es decir, el mundo que tenemos tiene el rostro también de nuestras victorias, no solamente de nuestros fracasos. Es el error repetido del estructuralismo, que fía todo a estructuras rígidas y omnipotentes y renuncia a los actores sociales.
Y queda el descuido, que es despreciar todas las reflexiones que desde hace algunas décadas están buscando la síntesis superadora entre el reconocimiento y la redistribución, por ejemplo, los trabajos de Boaventura de Sousa Santos (cita Bernabé a Nancy Fraser, pero se le resiste citar a alguien que bordee el canon marxista). O toda la discusión acerca de los derechos de ciudadanía, civiles, políticos, sociales e identitarios, y cómo, frente a las ideas iniciales de autores como Marshall, estos derechos vienen juntos, no son jerarquizables y se pueden perder.
No son pocas las ocasiones en que en el libro se tira de brochazo y cae en el mecanicismo (como cuando dice que no puedes hacer de la opción sexual una identidad militante anticapitalista completa. ¡Claro que hay gente que puede ser homosexual 24 horas al día y mucho más en el caso del feminismo!). Esta parte del libro creo que es una manera de hacer un discurso más claro, no porque el autor beba de las fuentes estancadas del marxismo-leninismo soviético. Porque el autor sabe que él estaría en la cárcel de vivir en el Moscú de Stalin y tonto no es. Pero es que Bernabé está cabreado con la pérdida de una conciencia que metió tras la Segunda Guerra Mundial el miedo a los burgueses y con eso trajo lo más decente de las sociedades occidentales. Cabreado con que le hayamos regalado cuando se hundió la Unión Soviética de nuevo todo lo logrado a nuestros verdugos y tiramos al niño con el agua sucia. Llevamos un cuarto de siglo pidiendo perdón y Aznar, Blair o Bush, responsables de poner en marcha la guerra de Irak, donde se ha asesinado a un millón de personas viven gloriosamente, ensalzados y millonarios. Ensalzados hace nada por Pablo Casado, que se la pasa insultando a la izquierda y sus aledaños.
El problema de todo, dice Bernabé paradójicamente, es la conciencia (como venimos planteando desde hace algún tiempo, especialmente en nuestras sociedades saturadas audiovisualmente), en su caso, la conciencia perdida. El fin de la clase obrera vino de la mano del auge de las clases medias, que en realidad no lo eran del todo pero lo eran aspiracionalmente a través de modelos de consumo que eran los que marcaban el lugar deseado en el mundo. Es el auge del youtuber descerebrado frente al combativo joven recién llegado al mundo laboral. La competencia (cuando las clases medias son un producto de la cooperación obrera a través de los sindicatos y los partidos de izquierda), la productividad personal, el mundo como una lucha, el individualismo, valores funcionales al capitalismo financiero, se convierten en valores para los sectores populares. Que hacen running hasta morir (te haces fotos corriendo hasta cuando eres Presidente del Gobierno), pueblan los gimnasios, se endeudan, consumen cocaína, se creen mejores que sus colegas de trabajo y sus vecinos, votan a Ciudadanos o al PP o, añadiría yo, se creen los más rojos de todo el pueblo aunque sean vagos redomados y le echen la culpa de todo a que son unos incomprendidos porque se empeñan en defender la pureza de la radicalidad incontaminada.
La gente que critica Bernabé es esa para la que hicieron ese anuncio que rezaba: “La privación de sueño es la droga que has elegido. Tú debes de ser un emprendedor”. Como dice Bernabé: “No pasa nada por trabajar 12 horas al día, no dormir, no comer, porque tú no eres un vulgar trabajador, sino un emprendedor que compite con otros para alcanzar el éxito”. Como para no estar cabreado.
Llevamos algunos tiempo preocupados intelectualmente por dos cosas. Una, la confusión en un mundo donde han desaparecido los marcadores de certeza (es lo que conté en El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión). Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas y en esa incertidumbre surgen los gramscianos monstruos. O dicho de otra manera, cómo el neoliberalismo no es un modo de producción sino un sentido común. Y por eso es tan complicado luchar contra él. La otra, la falta de mirada global de los problemas, la ausencia de ideologías integradoras, la supervivencia intelectual concentrada en el árbol cuando ni se ve ni se entiende el bosque. Lo que nos obliga a los politólogos a dibujar las constelaciones, el dibujo que une a las estrellas y propone un sentido, aunque sea en forma de archipiélago que une las islas dispersadas.
Esa fragmentación actual es la diversidad exacerbada que critica Bernabé. La pretensión, tan frívola, de concentrar todos los esfuerzos en una parcela de la vida dando por seguros que las demás parcelas van a seguir independientemente de nuestras acciones. Creer que nuestras identidades, tan relevantes para la emancipación, estás separadas de las demás identidades, entre ellas la de clase que condiciona (no determina: condiciona) todas las demás. Llevo tiempo intentando entender la parte de verdad que tienen todos los que protestan (porque protestan con un instinto que nace de la experiencia, de la praxis, aunque la teoría quiera decirles que están equivocados) e intentando ver cómo esas demandas no satisfechas pueden construir un cuerpo social transformador. Laclau propuso unir las demandas insatisfechas vaciándose y ligándose a un significante igualmente vacío. Boaventura de Sousa Santos, invitando a todas las demandas a traducirse entre ellas para encontrar el hilo que las una (que no puede ser otro que la idea de emancipación). Bernabé no es muy amable con todas esas peleas y les recuerda todos y cada uno de sus errores. Que es donde se pasa de frenada. No termina de ver que poner nombres a las cosas es mandar. Y que las luchas por reconceptualizar el mundo quitándoles el diccionario a los poderosos son un gran avance. Peca aquí de ese mal endémico de la izquierda que cree parecer más profunda cuanto más malhumorada está y pinta todo con contornos más oscuros. Paralizar al personal con discursos apocalípticos suele ser una conducta egoísta que, otra vez paradójicamente, es contrarrevolucionaria.
Es normal que este libro se haya ido en su interpretacion a los extremos (incluidos los necios que hablan sin habérselo leído). Pero las quejas ante las críticas tienen algo de exageradas (en la academía son cotidianas). Los ataques no son una rareza que se ha ganado este trabajo de Bernabé. Los periodistas creen que las cosas existen solo cuando les pasa a ellos. Por ejemplo, cuando les acosan desde los medios. Quizá por eso Bernabé no ha entrado, al analizar la diversidad, ni en el fútbol ni en el nacionalismo. Muy prudente.
Hay una lectura que es la que ha provocado la airada respuesta de Alberto Garzón a este libro, porque ha vuelto a dar aire a los que quieren vivir en el gueto de los que siempre tienen razón en el pasado. Esa provocación de meter el dedo en el ojo a las emancipaciones que no priman las cuestiones de clase está en el libro. Faltaría, sin embargo, ahondar un poco más en qué significan las clases sociales hoy (lo ha hecho Erik Olin Wright en 'Comprender las clases sociales') o dar alguna explicación de por qué se equivocan los jóvenes que no quieren tener el trabajo de sus padres. Porque seguramente hacen bien. De la misma manera que no explica las dificultades de militar y las ventajas de delegar. La militancia reclama misioneros patológicos, que decía Lorca, y es más sencillo que compartas más cuanto menos sean los objetos de la militancia. Es prácticamente imposible que un partido convenza hoy al 100% ni a sus votantes ni a sus militantes. Y pertenecer a una organización que no te convence completamente es un problema que no se resuelve a los que no abrazan esa nostalgía militante que expresa Bernabé (y que seguramente ni él cumple).
Bernabé dice que los pobres se han hecho clase media aspiracional. Es un problema si eso te aliena, pero no lo es si eso te hace avanzar. Si él ha podido estudiar -como yo- seguramente es porque nuestros padres tenían esa aspiración de que sus hijos prosperaran más que ellos. Por ejemplo, yendo a la universidad. De lo contrario, estaríamos repitiendo la tontería de que los padres quieren que sus hijos vivan con sus mismas penurias en pisos de 40 metros cuadrados. Y si hay cerca un vertedero o una fábrica contaminante mejor. Más allá de la ironía, eso no se sostiene, y menos en un contexto, además, donde ya no existe una alternativa simbólica al sistema capitalista como cuando existía la URSS. ¿No obliga eso a ser, de alguna manera, reformistas? ¿No debiéramos preguntarnos cuánto reformismo puede lograr cambios revolucionarios?
Bienvenido este libro. Porque nos regaña por discutir mucho de la cabalgata de Reyes y menos de la deuda externa, por convertir la política en un producto que quiere agradar, en una marca que tiene que gustar aunque sea impostando la voz y acariciando a todo el mundo. Bienvenido porque deja claro el intento de blanquear ideas como “competitividad” o “egoísmo” escondidas en la defensa de las opciones sexuales, de los animales o de la igualdad de las mujeres. Seamos al tiempo cuidadosos porque su enunciación de los riesgos de la diversidad obligarían a llamar otra vez a Paco Frutos a que viniera a liderar la izquierda. En cualquier caso, de su discusión, sin duda, vamos a salir todos más listos. “Si quieres llevar a un tonto a la ruina -dice Nassim Taleb- dale información”. Con tanta información debemos ser muy cuidadosos.
No es verdad que éste sea un libro contra la diversidad, sino contra la diversidad como trampa. Esto es, “cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo.”. Es decir, cómo cosas que a priori son positivas, como el esfuerzo o la excelencia son usadas por los pijos y los fachas para encubrir la explotación y la desigualdad de oportunidades. Cómo hemos regalado a la derecha la posibilidad de blanquear el egoísmo o la competitividad o cómo los derechos humanos pueden haberse convertido en la excusa para pisotear en muchos lugares del mundo los derechos humanos. Y también cómo la diversidad puede convertirse en una serie de televisión con cientos de temporadas donde estás enganchado al tiempo que te desconectas del mundo real. Porque eres tú quien le ha dicho a Netflix cómo te gustan las series y por eso las hace especial para ti.
El libro tiene la virtud de abrir un debate, lo que siempre es bueno, aunque también tiene el riesgo de que alimenta el más rancio comunismo de partido, ese que quiere vivir en la utopía inexistente del pasado, cuando había, supuestamente, “buenos obreros”. Es normal que la lectura que va a hacer mucha gente de este libro es que hay que regresar al pasado, ese en donde existía una clase obrera que iba al paraíso. Esa nostalgia la tiene también el autor y aunque dice que no es posible ni deseable, las conclusiones están servidas y son contradictorias: seamos cuidadosos con la fragmentación que hace la defensa de la diversidad, o exploremos alguna suerte de regreso al pasado. Ahí ha saltado el Coordinador General de Izquierda Unida, señalando que las hipótesis de este libro podrían llevar a “posiciones políticas inadecuadas”.
El libro tiene cuatro errores grandes y un descuido:
(1) el error del economicismo (hasta el surgimiento de Lutero explica Bernabé por el desarrollo del capitalismo), cuando el determinismo económico no lo defendía ni Marx. “Destrozaron nuestra identidad obrera y la rellenaron con una variedad diversa y fragmentada de identidades”. Y hay que preguntar ¿quién hizo eso? ¿No le estaremos concediendo demasiado poder a no se sabe muy bien qué tipo de Fu-man-chú que anda conspirando detrás de las puertas? ¿No será la cosa un poco más compleja? Claro que los capitalistas obran según el metabolismo del capitalismo. Pero aún no somos robots programados.
(2) el de no explicar las razones complejas de la crisis de la izquierda desde los 70 y basarlo todo en una conspiración del capital contra los logros de la clase obrera. Bernabé usa la palabra conspiración y eso le resta swing intelectual a sus argumentos. El ecologismo, el feminismo, el cristianismo de base, la crítica a cualquier poder, el pacifismo, la defensa de la libertad sexual, el decolonialismo son todas demandas a las que la izquierda tenía profundas dificultades para responder y se refugiaron en los movimientos sociales y cambiaron a los partidos.
(3) el error de no mencionar la creciente complejidad social, muy vinculada al desarrollo tecnológico y a los procesos de individuación y secularización. Las mujeres ya no llevan luto, los niños tienen derechos, ya no hay viudas alegres, no hay que llegar virgen al matrimonio, se intenta que el trabajo sea algo más que recibir un salario, somos más cosmopolitas, etcétera. La complejidad social es la que hace a los Estados nacionales muy grandes para gestionar algunas cosas y muy pequeños para gestionar otras. La globalización no puede despacharse como un truco del capital. Vamos, que estamos en el siglo XXI y la URSS se disolvió en 1991.
(4) por último, y quizá el error más injusto del autor, no entender que una parte importante del mundo que tenemos se ha logrado gracias a las luchas obreras, a los triunfos, a las victorias populares. Porque la correlación de fuerzas nunca está totalmente al lado del capital. Es decir, el mundo que tenemos tiene el rostro también de nuestras victorias, no solamente de nuestros fracasos. Es el error repetido del estructuralismo, que fía todo a estructuras rígidas y omnipotentes y renuncia a los actores sociales.
Y queda el descuido, que es despreciar todas las reflexiones que desde hace algunas décadas están buscando la síntesis superadora entre el reconocimiento y la redistribución, por ejemplo, los trabajos de Boaventura de Sousa Santos (cita Bernabé a Nancy Fraser, pero se le resiste citar a alguien que bordee el canon marxista). O toda la discusión acerca de los derechos de ciudadanía, civiles, políticos, sociales e identitarios, y cómo, frente a las ideas iniciales de autores como Marshall, estos derechos vienen juntos, no son jerarquizables y se pueden perder.
No son pocas las ocasiones en que en el libro se tira de brochazo y cae en el mecanicismo (como cuando dice que no puedes hacer de la opción sexual una identidad militante anticapitalista completa. ¡Claro que hay gente que puede ser homosexual 24 horas al día y mucho más en el caso del feminismo!). Esta parte del libro creo que es una manera de hacer un discurso más claro, no porque el autor beba de las fuentes estancadas del marxismo-leninismo soviético. Porque el autor sabe que él estaría en la cárcel de vivir en el Moscú de Stalin y tonto no es. Pero es que Bernabé está cabreado con la pérdida de una conciencia que metió tras la Segunda Guerra Mundial el miedo a los burgueses y con eso trajo lo más decente de las sociedades occidentales. Cabreado con que le hayamos regalado cuando se hundió la Unión Soviética de nuevo todo lo logrado a nuestros verdugos y tiramos al niño con el agua sucia. Llevamos un cuarto de siglo pidiendo perdón y Aznar, Blair o Bush, responsables de poner en marcha la guerra de Irak, donde se ha asesinado a un millón de personas viven gloriosamente, ensalzados y millonarios. Ensalzados hace nada por Pablo Casado, que se la pasa insultando a la izquierda y sus aledaños.
El problema de todo, dice Bernabé paradójicamente, es la conciencia (como venimos planteando desde hace algún tiempo, especialmente en nuestras sociedades saturadas audiovisualmente), en su caso, la conciencia perdida. El fin de la clase obrera vino de la mano del auge de las clases medias, que en realidad no lo eran del todo pero lo eran aspiracionalmente a través de modelos de consumo que eran los que marcaban el lugar deseado en el mundo. Es el auge del youtuber descerebrado frente al combativo joven recién llegado al mundo laboral. La competencia (cuando las clases medias son un producto de la cooperación obrera a través de los sindicatos y los partidos de izquierda), la productividad personal, el mundo como una lucha, el individualismo, valores funcionales al capitalismo financiero, se convierten en valores para los sectores populares. Que hacen running hasta morir (te haces fotos corriendo hasta cuando eres Presidente del Gobierno), pueblan los gimnasios, se endeudan, consumen cocaína, se creen mejores que sus colegas de trabajo y sus vecinos, votan a Ciudadanos o al PP o, añadiría yo, se creen los más rojos de todo el pueblo aunque sean vagos redomados y le echen la culpa de todo a que son unos incomprendidos porque se empeñan en defender la pureza de la radicalidad incontaminada.
La gente que critica Bernabé es esa para la que hicieron ese anuncio que rezaba: “La privación de sueño es la droga que has elegido. Tú debes de ser un emprendedor”. Como dice Bernabé: “No pasa nada por trabajar 12 horas al día, no dormir, no comer, porque tú no eres un vulgar trabajador, sino un emprendedor que compite con otros para alcanzar el éxito”. Como para no estar cabreado.
Llevamos algunos tiempo preocupados intelectualmente por dos cosas. Una, la confusión en un mundo donde han desaparecido los marcadores de certeza (es lo que conté en El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión). Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas y en esa incertidumbre surgen los gramscianos monstruos. O dicho de otra manera, cómo el neoliberalismo no es un modo de producción sino un sentido común. Y por eso es tan complicado luchar contra él. La otra, la falta de mirada global de los problemas, la ausencia de ideologías integradoras, la supervivencia intelectual concentrada en el árbol cuando ni se ve ni se entiende el bosque. Lo que nos obliga a los politólogos a dibujar las constelaciones, el dibujo que une a las estrellas y propone un sentido, aunque sea en forma de archipiélago que une las islas dispersadas.
Esa fragmentación actual es la diversidad exacerbada que critica Bernabé. La pretensión, tan frívola, de concentrar todos los esfuerzos en una parcela de la vida dando por seguros que las demás parcelas van a seguir independientemente de nuestras acciones. Creer que nuestras identidades, tan relevantes para la emancipación, estás separadas de las demás identidades, entre ellas la de clase que condiciona (no determina: condiciona) todas las demás. Llevo tiempo intentando entender la parte de verdad que tienen todos los que protestan (porque protestan con un instinto que nace de la experiencia, de la praxis, aunque la teoría quiera decirles que están equivocados) e intentando ver cómo esas demandas no satisfechas pueden construir un cuerpo social transformador. Laclau propuso unir las demandas insatisfechas vaciándose y ligándose a un significante igualmente vacío. Boaventura de Sousa Santos, invitando a todas las demandas a traducirse entre ellas para encontrar el hilo que las una (que no puede ser otro que la idea de emancipación). Bernabé no es muy amable con todas esas peleas y les recuerda todos y cada uno de sus errores. Que es donde se pasa de frenada. No termina de ver que poner nombres a las cosas es mandar. Y que las luchas por reconceptualizar el mundo quitándoles el diccionario a los poderosos son un gran avance. Peca aquí de ese mal endémico de la izquierda que cree parecer más profunda cuanto más malhumorada está y pinta todo con contornos más oscuros. Paralizar al personal con discursos apocalípticos suele ser una conducta egoísta que, otra vez paradójicamente, es contrarrevolucionaria.
Es normal que este libro se haya ido en su interpretacion a los extremos (incluidos los necios que hablan sin habérselo leído). Pero las quejas ante las críticas tienen algo de exageradas (en la academía son cotidianas). Los ataques no son una rareza que se ha ganado este trabajo de Bernabé. Los periodistas creen que las cosas existen solo cuando les pasa a ellos. Por ejemplo, cuando les acosan desde los medios. Quizá por eso Bernabé no ha entrado, al analizar la diversidad, ni en el fútbol ni en el nacionalismo. Muy prudente.
Hay una lectura que es la que ha provocado la airada respuesta de Alberto Garzón a este libro, porque ha vuelto a dar aire a los que quieren vivir en el gueto de los que siempre tienen razón en el pasado. Esa provocación de meter el dedo en el ojo a las emancipaciones que no priman las cuestiones de clase está en el libro. Faltaría, sin embargo, ahondar un poco más en qué significan las clases sociales hoy (lo ha hecho Erik Olin Wright en 'Comprender las clases sociales') o dar alguna explicación de por qué se equivocan los jóvenes que no quieren tener el trabajo de sus padres. Porque seguramente hacen bien. De la misma manera que no explica las dificultades de militar y las ventajas de delegar. La militancia reclama misioneros patológicos, que decía Lorca, y es más sencillo que compartas más cuanto menos sean los objetos de la militancia. Es prácticamente imposible que un partido convenza hoy al 100% ni a sus votantes ni a sus militantes. Y pertenecer a una organización que no te convence completamente es un problema que no se resuelve a los que no abrazan esa nostalgía militante que expresa Bernabé (y que seguramente ni él cumple).
Bernabé dice que los pobres se han hecho clase media aspiracional. Es un problema si eso te aliena, pero no lo es si eso te hace avanzar. Si él ha podido estudiar -como yo- seguramente es porque nuestros padres tenían esa aspiración de que sus hijos prosperaran más que ellos. Por ejemplo, yendo a la universidad. De lo contrario, estaríamos repitiendo la tontería de que los padres quieren que sus hijos vivan con sus mismas penurias en pisos de 40 metros cuadrados. Y si hay cerca un vertedero o una fábrica contaminante mejor. Más allá de la ironía, eso no se sostiene, y menos en un contexto, además, donde ya no existe una alternativa simbólica al sistema capitalista como cuando existía la URSS. ¿No obliga eso a ser, de alguna manera, reformistas? ¿No debiéramos preguntarnos cuánto reformismo puede lograr cambios revolucionarios?
Bienvenido este libro. Porque nos regaña por discutir mucho de la cabalgata de Reyes y menos de la deuda externa, por convertir la política en un producto que quiere agradar, en una marca que tiene que gustar aunque sea impostando la voz y acariciando a todo el mundo. Bienvenido porque deja claro el intento de blanquear ideas como “competitividad” o “egoísmo” escondidas en la defensa de las opciones sexuales, de los animales o de la igualdad de las mujeres. Seamos al tiempo cuidadosos porque su enunciación de los riesgos de la diversidad obligarían a llamar otra vez a Paco Frutos a que viniera a liderar la izquierda. En cualquier caso, de su discusión, sin duda, vamos a salir todos más listos. “Si quieres llevar a un tonto a la ruina -dice Nassim Taleb- dale información”. Con tanta información debemos ser muy cuidadosos.
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