Imagen: El Salto / Ilustración de Arte El Salto |
¿Por qué, incluso en el discurso quien más nos odia, intentamos buscar algún mensaje que nos pueda favorecer? Ahora que la extrema derecha echa raíces y podemos sorprendernos cada día encontrando ese ideario carpetovetónico en la persona menos esperada, es el momento de hacerle frente.
Ramón Martínez | El Salto, 3030-04-16
https://www.elsaltodiario.com/mirada-rosa/oponernos-extrema-derecha-lgtb
Como otras muchas personas también yo he dedicado algunas horas de estos sagrados días de confinamiento a ordenar la casa. Y sucede que, en mi caso, como en otros muchos, el principal motivo para la entropía del hogar son los libros. Moviendo volúmenes de un lado a otro he descubierto, además del obligado dolor de espalda, cinco títulos curiosos entre los diferentes ensayos sobre la cuestión LGTB que conservo. Todos ellos comparten un mismo objetivo, tan propio de esta época del año: tratar de desmentir la condena cristiana hacia las libertades sexuales y, al mismo tiempo, de recuperar el mensaje positivo que puede encontrarse en las doctrinas de esa misma religión.
Casualmente —o no tanto— estos días vengo dedicando algunos ratos a la lectura de un texto que hace tiempo me recomendó Jordi Petit, el gran activista gay. Se trata de ‘La edad de la penumbra’, de Catherine Nixey, donde la autora, de forma tan meticulosa como entretenida, hace honor a la promesa del subtítulo: ‘Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico’. Esta coincidencia de andar leyendo un libro y darme de bruces con otros que de algún modo parecen argumentar en contra me ha llevado a plantearme dos preguntas a las que llevo ya algún tiempo tratando de dar respuesta: ¿Por qué, incluso en el discurso quien más nos odia, intentamos buscar algún mensaje que nos pueda favorecer? Y, además, ¿por qué nos empeñamos en hacerlo?
En los días previos al confinamiento, ya tan lejanos, en los escasos círculos activistas que siguen debatiendo, era habitual la discusión sobre cómo han de afrontarse las propuestas de una extrema derecha que, aunque nueva en su representación institucional, lleva ya mucho tiempo depositando sus mensajes encima de nuestras mesas. Los hemos ignorado durante muchos años, creyendo que desaparecerían por sí solos con una confianza quizá demasiado infantil en que el paso del tiempo siempre se acompaña del progreso de las creencias y actitudes comunes. Pero, ahora que echan raíces, que podemos sorprendernos cada día encontrando ese ideario carpetovetónico en la persona menos esperada, en la propuesta que más sonriente parecía, es el momento de hacerle frente. Hay quienes han defendido seguir mirando hacia otro lado, continuar confiando en el tiempo, tal vez ignorando lo que la Historia nos enseña. Hay quienes han preferido el enfrentamiento abierto, por fin, y la refutación concienzuda de cada una de sus cláusulas. Pero hay también quienes han preferido jugar a las terceras vías, como aquellos libros sobre cristianismo y homosexualidad, creyéndose caperucitas en disposición de negociar con el lobo.
Tiene cada cual, por supuesto, sus propios intereses en ese conflicto. Desde mantener el tono conciliador que, se supone, nos ha caracterizado siempre como movimiento social hasta salvaguardar aquella subvención en manos de un gobierno conservador con la cual es posible mantener un proyecto abierto, aunque parte de su mensaje fundamental pueda perderse cuando, por ejemplo, se le ríen las gracias —o se le da la razón, incluso—, al lobo vestido de cordero que quiere acompañarte en tu manifestación más importante para empezar de pronto a repartir dentelladas y acusarte de violento, intransigente u odioso delincuente de odio.
Cada forma de afrontar la amenaza será respondida, ahora sí, con el tiempo. Pero no dejo de preguntarme los motivos que se esconden en ese extraño pactismo de tercera vía que, de un modo u otro, acaba blanqueando el mensaje de quien desafía nuestras ideas más básicas, salvaguardando alguna de las opuestas porque cree que no serán tan perjudiciales o que el tiempo, de nuevo, corregirá el error en que se encuentra quien las defiende.
Hablábamos mucho, antes de recluirnos, de la paradoja de Popper, de que de ningún modo se puede ser tolerante con el intolerante. Lo que quizá no hemos sabido es cómo implementar esa idea en nuestro discurso. Del mismo modo que los mal llamados paganos incorporaron entre sus muchos dioses uno solo que acabaría prohibiendo el culto al resto, hay quienes hoy, en un contexto que se enorgullece de sus valores democráticos, consideran válida la expresión e incluso gobernanza de las ideas que más nos amenazan. ¿Qué extraños motivos habrá tras esa incapacidad para poder condenar por completo, no solo en sus partes más evidentes, los discursos que suponen una amenaza para nuestras vidas? ¿Por qué no decir, como entonces Celso y más recientemente Russell, que todo el cristianismo es un sistema de pensamiento tan incongruente como intolerante? ¿Por qué no decir, abiertamente y ahora mismo, que toda una ideología es, de forma global, intolerable en una sociedad comprometida con los derechos humanos?
Más allá del interés en preservar unos fondos, que ahí estará siempre, me temo que puede tratarse de algo tan simple como la falta de imaginación. Aquella gente racional del siglo IV no supo imaginar en qué se acabaría transformando el culto a ese nuevo dios que incorporaban; y estas personas de hoy mismo, cuya racionalidad se presupone —tal vez arriesgando mucho—, tal vez no sean capaces de imaginar formas de pensar más allá de los postulados de quienes hoy nos amenazan, en los cuales, de un modo u otro, se nos ha educado tradicionalmente.
Ejercitemos nuestra imaginación, y nuestro valor para llevar a cabo una oposición radical a quienes nos ponen en peligro, recurriendo durante estos días de cuarentena a los mejores instrumentos donde entrenar nuestras capacidades para mirar más allá de una realidad tan cruda como amenazante: busquemos de nuevo los libros para seguir aprendiendo a pensar libremente. Leamos e imaginemos rápido, antes de que vuelvan, unos u otros, a encender las hogueras donde arrojar nuestros libros. O a nosotros mismos.
Casualmente —o no tanto— estos días vengo dedicando algunos ratos a la lectura de un texto que hace tiempo me recomendó Jordi Petit, el gran activista gay. Se trata de ‘La edad de la penumbra’, de Catherine Nixey, donde la autora, de forma tan meticulosa como entretenida, hace honor a la promesa del subtítulo: ‘Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico’. Esta coincidencia de andar leyendo un libro y darme de bruces con otros que de algún modo parecen argumentar en contra me ha llevado a plantearme dos preguntas a las que llevo ya algún tiempo tratando de dar respuesta: ¿Por qué, incluso en el discurso quien más nos odia, intentamos buscar algún mensaje que nos pueda favorecer? Y, además, ¿por qué nos empeñamos en hacerlo?
En los días previos al confinamiento, ya tan lejanos, en los escasos círculos activistas que siguen debatiendo, era habitual la discusión sobre cómo han de afrontarse las propuestas de una extrema derecha que, aunque nueva en su representación institucional, lleva ya mucho tiempo depositando sus mensajes encima de nuestras mesas. Los hemos ignorado durante muchos años, creyendo que desaparecerían por sí solos con una confianza quizá demasiado infantil en que el paso del tiempo siempre se acompaña del progreso de las creencias y actitudes comunes. Pero, ahora que echan raíces, que podemos sorprendernos cada día encontrando ese ideario carpetovetónico en la persona menos esperada, en la propuesta que más sonriente parecía, es el momento de hacerle frente. Hay quienes han defendido seguir mirando hacia otro lado, continuar confiando en el tiempo, tal vez ignorando lo que la Historia nos enseña. Hay quienes han preferido el enfrentamiento abierto, por fin, y la refutación concienzuda de cada una de sus cláusulas. Pero hay también quienes han preferido jugar a las terceras vías, como aquellos libros sobre cristianismo y homosexualidad, creyéndose caperucitas en disposición de negociar con el lobo.
Tiene cada cual, por supuesto, sus propios intereses en ese conflicto. Desde mantener el tono conciliador que, se supone, nos ha caracterizado siempre como movimiento social hasta salvaguardar aquella subvención en manos de un gobierno conservador con la cual es posible mantener un proyecto abierto, aunque parte de su mensaje fundamental pueda perderse cuando, por ejemplo, se le ríen las gracias —o se le da la razón, incluso—, al lobo vestido de cordero que quiere acompañarte en tu manifestación más importante para empezar de pronto a repartir dentelladas y acusarte de violento, intransigente u odioso delincuente de odio.
Cada forma de afrontar la amenaza será respondida, ahora sí, con el tiempo. Pero no dejo de preguntarme los motivos que se esconden en ese extraño pactismo de tercera vía que, de un modo u otro, acaba blanqueando el mensaje de quien desafía nuestras ideas más básicas, salvaguardando alguna de las opuestas porque cree que no serán tan perjudiciales o que el tiempo, de nuevo, corregirá el error en que se encuentra quien las defiende.
Hablábamos mucho, antes de recluirnos, de la paradoja de Popper, de que de ningún modo se puede ser tolerante con el intolerante. Lo que quizá no hemos sabido es cómo implementar esa idea en nuestro discurso. Del mismo modo que los mal llamados paganos incorporaron entre sus muchos dioses uno solo que acabaría prohibiendo el culto al resto, hay quienes hoy, en un contexto que se enorgullece de sus valores democráticos, consideran válida la expresión e incluso gobernanza de las ideas que más nos amenazan. ¿Qué extraños motivos habrá tras esa incapacidad para poder condenar por completo, no solo en sus partes más evidentes, los discursos que suponen una amenaza para nuestras vidas? ¿Por qué no decir, como entonces Celso y más recientemente Russell, que todo el cristianismo es un sistema de pensamiento tan incongruente como intolerante? ¿Por qué no decir, abiertamente y ahora mismo, que toda una ideología es, de forma global, intolerable en una sociedad comprometida con los derechos humanos?
Más allá del interés en preservar unos fondos, que ahí estará siempre, me temo que puede tratarse de algo tan simple como la falta de imaginación. Aquella gente racional del siglo IV no supo imaginar en qué se acabaría transformando el culto a ese nuevo dios que incorporaban; y estas personas de hoy mismo, cuya racionalidad se presupone —tal vez arriesgando mucho—, tal vez no sean capaces de imaginar formas de pensar más allá de los postulados de quienes hoy nos amenazan, en los cuales, de un modo u otro, se nos ha educado tradicionalmente.
Ejercitemos nuestra imaginación, y nuestro valor para llevar a cabo una oposición radical a quienes nos ponen en peligro, recurriendo durante estos días de cuarentena a los mejores instrumentos donde entrenar nuestras capacidades para mirar más allá de una realidad tan cruda como amenazante: busquemos de nuevo los libros para seguir aprendiendo a pensar libremente. Leamos e imaginemos rápido, antes de que vuelvan, unos u otros, a encender las hogueras donde arrojar nuestros libros. O a nosotros mismos.
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