Imagen: Públco / Fragmento de 'Júpiter y los demás dioses urgen a Apolo...', de Van Haarlem |
De las "amistades inmortales" grecorramanas al maricón de Goya. La gran pinacoteca propone, en el marco de la World Pride 2017, un itinerario de obras y autores que pone el foco en la diversidad y la ambigüedad sentimental.
Juan Losa | Público, 2017-06-15
http://www.publico.es/culturas/orgullo-gay-cruising-prado.html
Una mirada al acecho de lo desapercibido. Sensible, por ejemplo, al tratamiento abiertamente erótico del cuerpo masculino en esa reunión improvisada de ‘machirulos’ excelsamente mazados en torno a un Apolo afligido. Capaz de advertir tremendo falo en la aljaba que guarda las flechas de un Ganímedes desesperado ante las lujuriosas garras de Zeus. O de imaginar una cabezadita postcoital entre dos hombres –Erómenos y Erastés– en ‘La Siesta’ de Alma-Tadema. Un modo de ver, a fin de cuentas, presto a esas otras capas de lenguaje a menudo descuidadas por la historiografía oficial del arte.
Esa podría ser la mirada que busca y propone el Museo del Prado en ‘La mirada del otro. Escenarios para la diferencia’. Un itinerario expositivo por la colección permanente de la pinacoteca que pone el foco en algunas obras de “identidades sentimentales no normativas” –reza el libreto–, lo que dicho menos finamente sería la de “aquellos que no aman como Dios y la Virgen mandan”. Un puñado de vidas y apariencias consideradas ambiguas pero con las que convivieron los artistas y sus clientes durante siglos. Iconografías de un amor diverso a través de una selección de 30 evocadoras obras que nos interpelan desde la Antigüedad y cuyas insinuaciones el observador gestiona como buenamente quiere o puede.
Amistades inmortales. Así, bajo ese pomposo epígrafe, bautizó la Ilustración lo que a buen seguro practicaban los héroes homéricos Aquiles y Patroclo, o los filósofos Damón y Fintias, o el emperador Adriano y el apolíneo Antínoo, que no es otra cosa que una homosexualidad clásica, obviamente no certificada pero sí evocada en los textos de Homero, Aristófanes o Platón. Eso que luego trascendió como “el vicio de los griegos” y que en la gymkana gay que propone el Prado queda representada a la perfección en ‘Orestes y Pílades’, conjunto escultórico en mármol de Carrara en el que un Orestes cabizbajo pasa su brazo por el hombro de un Pílades ligeramente contorsionado.
Amigos con derecho a roce –obligatoriamente intergeneracionales en el caso de los griegos– que entre sesiones de gimnasio, carreras, simposios y banquetes también tenían tiempo para compartirse sin rubor ni estrecheces. Es el caso, por ejemplo, de 'La siesta', obra pictórica a cargo del neoclasicista holandés Lawrence Alma-Tadema, en cuya composición dos hombres de diferentes edades reposan junto a una estatuilla de la diosa Afrodita que da la espalda al observador, alusión que, según los expertos, se podría interpretar como una suerte de calma chicha tras el desfogue carnal entre ambos.
Y luego están las "engañosas apariencias". La desobediencia a lo normativo del cuerpo se manifiesta en representaciones históricas, con ejemplos clave en la colección, como el ‘Hermafrodito’ o las mujeres barbudas de Sánchez Cotán y Ribera. Inquietante, cuando menos, la imagen de Maddalena Ventura, barbuda y calva sosteniendo un bebé al que da de mamar. Su marido asoma en un segundo plano oscurecido ante el potencial indeterminado de la doncella que le acompaña. Un juego de roles e identidades que en su día era contemplado como una forma de entretenimiento para el poder. Personajes insólitos cuya representación servía para sublimar una diferencia y diversidad que era reprobada en el plano sexual.
Las relaciones sentimentales más diversas disfrutaron de un espacio de privilegio destinado a la contemplación de las élites cultas, cuyo poder quedaba fuera de las persecuciones civiles y eclesiásticas. La literatura y mitología sirvieron para dignificar historias de amor que, en la misa Corte donde se contemplaban, podían suponer la caída en desgracia política de un personaje o incluso su desaparición. Un ejemplo particularmente interesante de esa situación paradójica fue la Torre de la Parada, en cuya decoración se incluyeron numerosos amores de los dioses que contaban historias que hubieran sido perseguidas por el rey de haberlas protagonizado alguno de sus súbditos, pero, en general, el arte cortesano aceptó esta iconografía como una manifestación ideal e inocente de una clase de amor que no tenía cabida en la sociedad real.
Esa podría ser la mirada que busca y propone el Museo del Prado en ‘La mirada del otro. Escenarios para la diferencia’. Un itinerario expositivo por la colección permanente de la pinacoteca que pone el foco en algunas obras de “identidades sentimentales no normativas” –reza el libreto–, lo que dicho menos finamente sería la de “aquellos que no aman como Dios y la Virgen mandan”. Un puñado de vidas y apariencias consideradas ambiguas pero con las que convivieron los artistas y sus clientes durante siglos. Iconografías de un amor diverso a través de una selección de 30 evocadoras obras que nos interpelan desde la Antigüedad y cuyas insinuaciones el observador gestiona como buenamente quiere o puede.
Amistades inmortales. Así, bajo ese pomposo epígrafe, bautizó la Ilustración lo que a buen seguro practicaban los héroes homéricos Aquiles y Patroclo, o los filósofos Damón y Fintias, o el emperador Adriano y el apolíneo Antínoo, que no es otra cosa que una homosexualidad clásica, obviamente no certificada pero sí evocada en los textos de Homero, Aristófanes o Platón. Eso que luego trascendió como “el vicio de los griegos” y que en la gymkana gay que propone el Prado queda representada a la perfección en ‘Orestes y Pílades’, conjunto escultórico en mármol de Carrara en el que un Orestes cabizbajo pasa su brazo por el hombro de un Pílades ligeramente contorsionado.
Amigos con derecho a roce –obligatoriamente intergeneracionales en el caso de los griegos– que entre sesiones de gimnasio, carreras, simposios y banquetes también tenían tiempo para compartirse sin rubor ni estrecheces. Es el caso, por ejemplo, de 'La siesta', obra pictórica a cargo del neoclasicista holandés Lawrence Alma-Tadema, en cuya composición dos hombres de diferentes edades reposan junto a una estatuilla de la diosa Afrodita que da la espalda al observador, alusión que, según los expertos, se podría interpretar como una suerte de calma chicha tras el desfogue carnal entre ambos.
Y luego están las "engañosas apariencias". La desobediencia a lo normativo del cuerpo se manifiesta en representaciones históricas, con ejemplos clave en la colección, como el ‘Hermafrodito’ o las mujeres barbudas de Sánchez Cotán y Ribera. Inquietante, cuando menos, la imagen de Maddalena Ventura, barbuda y calva sosteniendo un bebé al que da de mamar. Su marido asoma en un segundo plano oscurecido ante el potencial indeterminado de la doncella que le acompaña. Un juego de roles e identidades que en su día era contemplado como una forma de entretenimiento para el poder. Personajes insólitos cuya representación servía para sublimar una diferencia y diversidad que era reprobada en el plano sexual.
Las relaciones sentimentales más diversas disfrutaron de un espacio de privilegio destinado a la contemplación de las élites cultas, cuyo poder quedaba fuera de las persecuciones civiles y eclesiásticas. La literatura y mitología sirvieron para dignificar historias de amor que, en la misa Corte donde se contemplaban, podían suponer la caída en desgracia política de un personaje o incluso su desaparición. Un ejemplo particularmente interesante de esa situación paradójica fue la Torre de la Parada, en cuya decoración se incluyeron numerosos amores de los dioses que contaban historias que hubieran sido perseguidas por el rey de haberlas protagonizado alguno de sus súbditos, pero, en general, el arte cortesano aceptó esta iconografía como una manifestación ideal e inocente de una clase de amor que no tenía cabida en la sociedad real.
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