Ilustración de Eva Vázquez |
La lengua es compañera de lo que se produce en el tiempo. Ese cambio señalado está aquí. Supone la ciudadanía plena de las mujeres en paridad con los varones, con sus gajes y sus costos. La lengua habla, por tanto, muta.
Amelia Valcárcel | El País, 2018-08-01
https://elpais.com/elpais/2018/07/31/opinion/1533052838_433227.html
La letra “a” parece estar dotada para ofuscar talentos. La primera vez que me topé con el sulfure por la “a” fue hace años. Acabábamos en nuestra facultad de elegir decana. Y en calidad de tal, ella se dirigió al catedrático vetusto de turno. Le envió lo que se llama un oficio. Un escrito que ella firmaba con su cargo. Resultado, se desató una tremenda erupción de un volcán de espumarajos. Lamentándolo mucho... otro nombre no tiene. El visitado por el oficio entró en exaltación (si bien hay que confesar que tampoco le costaba mucho) y replicó con un breve en el que más o menos decía que... “habiendo recibido pliego enviado por ‘la decana’ y no sabiendo quién sea tal autoridad...” informaba de que pensaba pasárselo, perdón, enviarlo al archivo ese que solemos tener a la derecha y debajo de la mesa. O sea, la entrañable papelera. Decía esto y dos o tres lindezas más que la membrecía decanal atribuimos en aquel entonces al deje viejuno.
De otra amiga, que alcaldesa fue y digna de su ciudad, traigo diferente historia. Casada ya y con hijos estudió su carrera de Derecho. La acabó bien, en su tiempo que ello lleva, y se colegió. Mientras esperaba clientes se hizo papel y tarjetas: “Fulanita, abogada”. Un amigo de la familia, persona benévola y de orden, se lo reprochó con todo cariño. Bien estaba estudiar; bien tener una carrera aunque se fuera mujer casada; bien incluso ejercerla... pero “abogada...”, eso no era necesario y ensuciaba el resto del buen hacer. Aquella “a” lo estropeaba todo. No se debía entrar en el mundo pisando ni mandando. Quien ejerce en el foro es “abogado”. Nada de estridencias que son el camino a malgastar lo bien hecho.
Mi amiga, que siempre como Ulises fue “diestra en recursos”, y como él poco dada a dejarse amilanar, le miró con igual cariño, le dio las gracias por el consejo y le recordó que era, el digno señor, un buen católico. El aludido no acababa de ver la relación. “Pues claro que lo soy”, repuso, “y con orgullo”. Así que mi amiga, con un punto de luz en sus ojillos le pidió que rezaran, ambos y juntos, la salve. Petición extraña, pero, tras titubeo inicial, admitida. “Dios te salve reina y madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... A ti clamamos los desterrados hijos de Eva...”, y al poco... “Ea pues, señora, abogada nuestra...”. El caballero dio un respingo. Pero, como lo era, abrazó a mi amiga y exclamó: “Tienes toda la razón y yo ninguna”. No hubo más contienda. Nuestra señora llevaba siendo abogada varios siglos, pero las mujeres no tenían tanto recorrido.
Y es que, como escribía Santos Juliá hace un tiempo —refiriéndose a la presencia paritaria de las mujeres en el ámbito público—, “es imposible que la estructura de una sociedad experimente un cambio tan radical sin que la lengua sufra trastornos que no podemos ni imaginar”. Hablaba él de cuando Dolores Ibárruri era, sin lugar a duda alguna, “secretario general” del Partido Comunista. La lengua es compañera de lo que se produce en el tiempo. Ese cambio señalado está aquí. Supone la ciudadanía plena de las mujeres en paridad con los varones, con sus gajes y sus costos. La lengua habla, por tanto muta. Refiere y nombra. Ahorra y despilfarra. Todo lo hace al compás propio de la vida.
En los usos referenciales, la lengua señala. Dice y apunta qué es quién. A trancas y barrancas, con súbitos acelerones, a las mujeres las va nombrando como lo que son, ministras, médicas, ingenieras, abogadas, guardias civiles, directoras... asistentas y dependientas, que de todo hay. Tras alguna puerta esperan “pilota”, “genia”, “capitana”, “generala” y otras. De parecido modo, cuando el contexto o la cortesía lo exigen, las palabras se duplican. “Señoras y señores” a nadie extraña y tampoco cuesta de proferir. Nadie se ha puesto malo por decirlo. Pero a frases como “la perra es la mejor amiga de la mujer” todavía no hemos llegado.
De momento no parece la misma cosa esperar ser nombradas que pulir un lenguaje más inclusivo. Van de la mano sin ser lo mismo. Sin embargo, todo se vuelve un bloque de berridos cuando el asunto sale a la palestra. Porque lo sorprendente es el encono con que estas polémicas se visten. A gritos andan las palabras por peñas y baretos. Todo el mundo sabe, todo el mundo opina y todo el mundo se sacude a tocho limpio. Y es que el saber de la lengua es de los primeros y elementales, hasta el punto de que para alguna gente es el saber principal, del mismo modo que el diccionario es su primer libro. La lengua es más cuerpo que casi cualquier actividad humana. ‘Merópon anthropon’ ya se usaba en Homero para referirse a nuestra gran diferencia con el resto de los animales, esto es, que teníamos voz articulada. La lengua nos preexiste y nos ha de sobrevivir. Está tan cerca que no la vemos. Nos habla tanto o más que la hablamos. Llevamos a ella y con ella al par damos forma a todo el aparato cognitivo y emocional.
Dado que el referencial no es ni con mucho el principal de los “juegos de lenguaje” (feliz concepto de Wittgenstein que se pasó la vida en ello), la mayor parte de lo que se nos escapa del cerco de los dientes no son asuntos que se atengan al criterio de verificación. Son, en cambio, multitud de enunciados fáticos, emotivos, desiderativos, ejecutivos y otra enorme diversidad de usos. La propia erótica del lenguaje los multiplica, desdobla y desparrama. Y si el habla es un torrente, la escritura puede ser una fiesta cuando la anima el ingenio. Don Mendo duda de si matar a su Magdalena por puñal o “matalla de un soneto”. Porque la lengua hace mundo: asesina y resucita. Y ese es el ‘quid’. Que embridar la lengua es imposible, aunque la pretensión de llevarla por un camino acorde con los propios prejuicios existe. La lengua es compañera del imperio... incluso del imperio viril. En consecuencia, no es bueno que se convierta en refugio de jactancia.
De seguro que no es la lengua la principal enemiga de la libertad de las mujeres, porque se las ofende o castiga en muchos idiomas que no se parecen entre sí. Pero querer hacer de ella una barbacana frente a la igualdad, que ha llegado para quedarse, no es la mejor idea. Porque la gramática no es la vida. Se abre un rifirrafe del que la mesura ya se ausenta y a la prudencia no se la espera. Y en el ínterin, aunque se tarde en nombrar el cambio, él seguirá existiendo, solo que en estado de enfado vigilante. Aprendiendo a despreciar puesto que no se lo aprecia. Echando bilis. Inventando con gracia y sin ninguna. Porque la vida se expresa y la lengua ya lo avanza: que ‘Ello’ lo dirá.
De otra amiga, que alcaldesa fue y digna de su ciudad, traigo diferente historia. Casada ya y con hijos estudió su carrera de Derecho. La acabó bien, en su tiempo que ello lleva, y se colegió. Mientras esperaba clientes se hizo papel y tarjetas: “Fulanita, abogada”. Un amigo de la familia, persona benévola y de orden, se lo reprochó con todo cariño. Bien estaba estudiar; bien tener una carrera aunque se fuera mujer casada; bien incluso ejercerla... pero “abogada...”, eso no era necesario y ensuciaba el resto del buen hacer. Aquella “a” lo estropeaba todo. No se debía entrar en el mundo pisando ni mandando. Quien ejerce en el foro es “abogado”. Nada de estridencias que son el camino a malgastar lo bien hecho.
Mi amiga, que siempre como Ulises fue “diestra en recursos”, y como él poco dada a dejarse amilanar, le miró con igual cariño, le dio las gracias por el consejo y le recordó que era, el digno señor, un buen católico. El aludido no acababa de ver la relación. “Pues claro que lo soy”, repuso, “y con orgullo”. Así que mi amiga, con un punto de luz en sus ojillos le pidió que rezaran, ambos y juntos, la salve. Petición extraña, pero, tras titubeo inicial, admitida. “Dios te salve reina y madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... A ti clamamos los desterrados hijos de Eva...”, y al poco... “Ea pues, señora, abogada nuestra...”. El caballero dio un respingo. Pero, como lo era, abrazó a mi amiga y exclamó: “Tienes toda la razón y yo ninguna”. No hubo más contienda. Nuestra señora llevaba siendo abogada varios siglos, pero las mujeres no tenían tanto recorrido.
Y es que, como escribía Santos Juliá hace un tiempo —refiriéndose a la presencia paritaria de las mujeres en el ámbito público—, “es imposible que la estructura de una sociedad experimente un cambio tan radical sin que la lengua sufra trastornos que no podemos ni imaginar”. Hablaba él de cuando Dolores Ibárruri era, sin lugar a duda alguna, “secretario general” del Partido Comunista. La lengua es compañera de lo que se produce en el tiempo. Ese cambio señalado está aquí. Supone la ciudadanía plena de las mujeres en paridad con los varones, con sus gajes y sus costos. La lengua habla, por tanto muta. Refiere y nombra. Ahorra y despilfarra. Todo lo hace al compás propio de la vida.
En los usos referenciales, la lengua señala. Dice y apunta qué es quién. A trancas y barrancas, con súbitos acelerones, a las mujeres las va nombrando como lo que son, ministras, médicas, ingenieras, abogadas, guardias civiles, directoras... asistentas y dependientas, que de todo hay. Tras alguna puerta esperan “pilota”, “genia”, “capitana”, “generala” y otras. De parecido modo, cuando el contexto o la cortesía lo exigen, las palabras se duplican. “Señoras y señores” a nadie extraña y tampoco cuesta de proferir. Nadie se ha puesto malo por decirlo. Pero a frases como “la perra es la mejor amiga de la mujer” todavía no hemos llegado.
De momento no parece la misma cosa esperar ser nombradas que pulir un lenguaje más inclusivo. Van de la mano sin ser lo mismo. Sin embargo, todo se vuelve un bloque de berridos cuando el asunto sale a la palestra. Porque lo sorprendente es el encono con que estas polémicas se visten. A gritos andan las palabras por peñas y baretos. Todo el mundo sabe, todo el mundo opina y todo el mundo se sacude a tocho limpio. Y es que el saber de la lengua es de los primeros y elementales, hasta el punto de que para alguna gente es el saber principal, del mismo modo que el diccionario es su primer libro. La lengua es más cuerpo que casi cualquier actividad humana. ‘Merópon anthropon’ ya se usaba en Homero para referirse a nuestra gran diferencia con el resto de los animales, esto es, que teníamos voz articulada. La lengua nos preexiste y nos ha de sobrevivir. Está tan cerca que no la vemos. Nos habla tanto o más que la hablamos. Llevamos a ella y con ella al par damos forma a todo el aparato cognitivo y emocional.
Dado que el referencial no es ni con mucho el principal de los “juegos de lenguaje” (feliz concepto de Wittgenstein que se pasó la vida en ello), la mayor parte de lo que se nos escapa del cerco de los dientes no son asuntos que se atengan al criterio de verificación. Son, en cambio, multitud de enunciados fáticos, emotivos, desiderativos, ejecutivos y otra enorme diversidad de usos. La propia erótica del lenguaje los multiplica, desdobla y desparrama. Y si el habla es un torrente, la escritura puede ser una fiesta cuando la anima el ingenio. Don Mendo duda de si matar a su Magdalena por puñal o “matalla de un soneto”. Porque la lengua hace mundo: asesina y resucita. Y ese es el ‘quid’. Que embridar la lengua es imposible, aunque la pretensión de llevarla por un camino acorde con los propios prejuicios existe. La lengua es compañera del imperio... incluso del imperio viril. En consecuencia, no es bueno que se convierta en refugio de jactancia.
De seguro que no es la lengua la principal enemiga de la libertad de las mujeres, porque se las ofende o castiga en muchos idiomas que no se parecen entre sí. Pero querer hacer de ella una barbacana frente a la igualdad, que ha llegado para quedarse, no es la mejor idea. Porque la gramática no es la vida. Se abre un rifirrafe del que la mesura ya se ausenta y a la prudencia no se la espera. Y en el ínterin, aunque se tarde en nombrar el cambio, él seguirá existiendo, solo que en estado de enfado vigilante. Aprendiendo a despreciar puesto que no se lo aprecia. Echando bilis. Inventando con gracia y sin ninguna. Porque la vida se expresa y la lengua ya lo avanza: que ‘Ello’ lo dirá.
Amelia Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED.
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