El País / Manuel Piña // |
25 años sin Manuel Piña, el Almodóvar del diseño español.
Fue un soñador empeñado en que industria y creación se entendieran en España. En el aniversario de su muerte, revisamos la carrera del manchego, de la euforia al hastío.
Rafa Rodríguez | SModa, El País, 2019-04-05
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«Algún día seré Cervantes». Cuidado con el creador de moda que quiere pasar por escritor, porque por las costuras que deja sin rematar se le escapa el drama. Manuel Piña, el anhelo literario recogido de su puño y letra en el típico cuestionario de Proust de una publicación de la época, escribió casi tanto como diseñó (ese es su verbo): poemas a su madre, Sebastiana; elegías a su padre, Joaquín; cartas a cierto tipo de mujer española que él ayudó a moldear. Y, en un cuaderno de espiral, hasta su vida. ‘Y si no hay viento, habrá que remar’, la tituló. Canto/cuento de pirata empeñado en buscar «otros mares más duros y desconocidos», nunca ha visto la luz más allá de algunos párrafos. «Siempre quise ser solo diseñador de emociones fuertes. Hacía mucho tiempo que no soñaba ni con fábricas ni con dinero. Recordé la promesa hecha a mí mismo tres años atrás en mi tierra. Y supe que la nube negra que cubriría la luna se aproximaba. Sentí que el final como diseñador para la industria había llegado».
Veinticinco años después de su muerte (y 75 de su nacimiento), a Piña hay que leerlo como una novela que narra un momento social, político, económico y cultural de España. Un país que había despertado ansioso, moderno, aunque aún no tenía claro si traicionar a la ancestral folclórica que siempre ha llevado dentro o ponerle un altar pop de plexiglás. «Esa España sufrida y sufriente que tanto le tiraba y a partir de la cual dio carácter a su marca», recalca Juan Gutiérrez, director de colecciones contemporáneas del Museo del Traje de Madrid y comisario de la única retrospectiva institucional dedicada al manchego, en 2013. «Es casi un paradigma de aquella ‘Moda de España’ que se pretendió construir, que él sabía que era imposible porque ya se llegaba tarde, y el éxito no pasaba tanto por la pasión y la creatividad como por los apoyos comerciales, el oportunismo…».
«Estoy lleno de ganas y fuerza», escribió Piña con 26 años. Hacía un tiempo que se había plantado en Madrid, escapando de la dureza de Manzanares (Ciudad Real). «Tenía visión y sensibilidad. Primero vendió telas; luego, muestrarios. Después copió tendencias y se enriqueció. Y, al final, se empeñó, y lo logró, en crear una mujer definida por los rasgos duros de la meseta», glosa Gutiérrez. «España era un país serio y profundo. Preocupado por su transición. No estaba para veleidades y la moda era un tema banal», rememoraba el diseñador en su ‘Carta a la nueva mujer española’, en 1990. Fue el descubrimiento de lo que él llamaba ‘diseño’ (la moda era otra cosa), una epifanía, lo que alumbró su misión, «una cosa de locos aventureros como yo».
«Me hice cómplice de la mujer y jugué a su ritmo y a su pausa, la desnudé y la hice fuerte, soberbia y superior», refería en aquella misiva a su prototipo femenino, en realidad, un ajuste de cuentas a modo de despedida, cuando el desastre económico y personal se le echaron encima. Hasta entonces, su biografía traza una línea ascendente, de representante textil a creador total en los ochenta. Se va a Milán a ver desfiles, pero no consigue entrar en ninguno. Se frustra. Se va a París, y tampoco. En un segundo intento, se encuentra con Miyake en plena calle y lo aborda: «Mi cara se tuvo que iluminar porque al explicarle que era un diseñador español que empezaba y quería ver su colección, aquel hombre con cara de sabio y bueno me miró, sonrió y metiendo la mano en su cartera me alargó una cartulina blanca impresa en negro». Le impresionarán la geometría, la austeridad y las formas imposibles del japonés: «Vi su fondo». Es entonces cuando decide crear ropa con alma. «La moda se lleva y el diseño se siente», acuñó.
«Era de la tierra, directo, como su moda, de líneas ágiles, pero estructurada, como aprendió de Miyake y Mugler. Se decía también balenciaguista, y creo que lo era por intuición», explica el comisario. Autodidacta, Piña puso en marcha primero un taller de punto. Se forra. En 1979, desfila junto a Paco Casado en Barcelona. Antonio Alvarado estaba allí: «Verlo fue gloria bendita. [La modelo] Lola Sordo, vestida de novia, una guardia civil de blanco, y aquella paloma que soltó y que, al posarse en su hombro, se le cagó encima».
Alvarado advierte: con Piña hay que distinguir persona, personaje y marca. Tras otro desfile (en la Joy, multitudinario, con Sara Montiel y Olga Guillot), Piña aparece con Pedro del Hierro: quieren que se una a la plataforma que han empezado a pergeñar junto a Epifanio Mayo (primer director de aquella Pasarela Cibeles, que echó a desfilar en 1985). Del manchego se ha dicho que su objetivo era reconducir el diálogo de besugos al que industria y creación han estado abocados por estos pagos. «Se mostraba ilusionado ante los desafíos, para él, para su taller, para su ego. Creaba envidia y vendía lo más grande», apunta Alvarado.
Juan Gutiérrez coincide: «Fue un gran vendedor, sobre todo de sí mismo. Carismático, magnético, y también obstinado y de carácter difícil; víctima de sus errores y de las deficiencias de una estructura, la de la moda española, que no siempre ha sabido proteger a sus figuras. Él lo fue, genio y figura, creador de una firma que tenía los ingredientes para haberse posicionado en el mercado internacional y continuar más allá de él. El exceso de personalismo fue uno de sus errores». El propio Piña da cuenta del fracaso, con aquella cacareada tienda en Nueva York: «Mi aventura americana duró dos o tres temporadas y no porque mi colección no vendiera, sino porque nunca me mandaban dinero».
«Lo mejor de Manuel era el punto», señala Alvarado. «Sabía tratarlo y controlaba todo el proceso porque se confeccionaba en su taller. En un momento dado, el cuerpo le pidió pasarse a la tela y tuvo que externalizar la producción. Ahí, todo se vino abajo». En 1988, tras abrir tienda en Madrid y desfilar en París, aparece en su vida Juan José Ceppi, gerente de una empresa dedicada a comercializar las colecciones de firmas nacionales y foráneas en España. «Me habló de aventuras soñadas y deseadas conmigo. Pretendía el 50% de Manuel Piña», relata el creador. «Era el compañero ideal para mí. El gran fabricante para producir un contrato con Japón». Firman por tres años. Al segundo, se entera de que Ceppi y su negocio están arruinados. El contrato se anuló, pero no hubo indemnización. El acuerdo con Japón, valorado en 1.500 millones de pesetas (poco más de 9 millones de euros, hoy), se fue al garete y con él, Piña.
«Nunca dije que mi marcha del mundo del diseño (…) hubiese sucedido solo por la mala faena de este legionario sin escrúpulos. El solo puso una gota tan negra en mi copa que rebosó. Esta copa estaba llena de cansancio y desesperación». Cuando escribe esta confesión, Piña tiene 46 años y está solo, hastiado, tocado por el VIH. Le quedan fuerzas para una línea de zapatos y gafas y un desfile tributo a Camarón de la Isla. Correos lo elige para diseñar el nuevo uniforme: «Cincuenta mil hombres y mujeres se encargarán de llevar la etiqueta de Manuel Piña sobre sus almas. Ellos podrán hablar del último trabajo de un hombre castellano que debía haber sido campesino, pero que cambió la tierra y labró las pieles de sus mujeres morenas y firmes. Que, como buen campesino en esencia, trabajó, cosecha tras cosecha, una tierra dura y difícil. Que conoció triunfos y fracasos y que vivió intensamente su tiempo».
«Desencantado con la moda, quiso hacer un diseño útil, que cumpliera una función social. A él se debe la incorporación del carrito en sustitución de la cartera, un cambio que suscitó quejas porque restaba masculinidad a los carteros», expone Gutiérrez. «Piña rompió un prejuicio. Un legado invisible, modesto, del que fuera gran estrella de las pasarelas españolas de los ochenta». La cuestión es poner en valor la herencia del creador manchego. Lo del ‘diseñador de la movida’ no le hace justicia. «En términos de moda de autor en este país, supuso una proeza. Pero Manuel siempre fue más un sentimiento que una silueta», concluye Alvarado. «Todo estaba en él, en su verbo, en su manera de filosofar, intenso. Basta observar las campañas que le fotografiaba Alberto García-Alix. En el museo que lleva su nombre en Manzanares se conservan algo más de 150 piezas para entender su obra. Suerte que Manuel Piña escribió casi tanto como diseñó.
* Los extractos de ‘Y si no hay viento, habrá que remar’ aparecen en el número 192 de la publicación ‘Siembra’, de noviembre de 1994.
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