Imagen: El Periódico / Fotograma de 'La importancia de llamarse Oscar Wilde' |
El actor y director británico recrea los últimos años de Oscar Wilde en una película que quiere ilustrar la lucha de quienes siguen siendo perseguidos por su orientación sexual.
Nando Salvà | El Periódico, 2019-04-20
https://www.elperiodico.com/es/mas-periodico/20190420/rupert-everett-dirige-pelicula-oscar-wilde-contra-homofobia-7411521
Mientras yacía moribundo en el Hôtel d’Alsace de París, escribió: «El empapelado de estas paredes y yo mantenemos un combate a muerte. Uno de los dos se va a tener que ir». El 30 de noviembre de 1900 el empapelado ganó el duelo cuando Oscar Wilde murió, a los 46 años, a causa de una meningitis cerebral provocada por complicaciones en una otitis arrastrada durante mucho tiempo –los más morbosos sostienen que el verdadero motivo fue la sífilis–. Dejó dos meses de alquiler sin pagar: «Me estoy muriendo por encima de sus posibilidades», le había confesado al encargado de la casa.
Para el escritor, la capital francesa fueron dos ciudades muy distintas. Entre 1883 y 1894, había pasado periodos prolongados de tiempo en París, disfrutando del éxito literario y gozando de la compañía de colegas como André Gide, Stéphane Mallarmé y Paul Verlaine. A partir de 1898, en cambio, experimentó allí el rechazo general y vivió mendigando unas monedas para emborracharse de coñac y de autocompasión. De esta última época habla 'La importancia de llamarse Oscar Wilde', 'biopic' escrito, dirigido y protagonizado por Rupert Everett. En él, se nos muestra al autor avanzando patéticamente entre humillación y humillación, recibiendo palizas de adolescentes y la indiferencia de antiguos admiradores.
Podría decirse que era casi inevitable que Everett acabara haciendo esta película: a lo largo de su carrera, después de todo, ha interpretado numerosos textos del irlandés –entre ellos, dos adaptaciones cinematográficas, 'Un marido ideal' y 'La importancia de llamarse Ernesto'–, y pasó buena parte del 2012 dándole vida al frente del montaje teatral 'El beso de Judas'. Él, en cualquier caso, ha explicado que el impulso de hacerla no provino de su propio currículo sino, en buena medida, de la voluntad de ilustrar las luchas de tantos seres humanos que hoy siguen siendo perseguidos por su sexualidad en países como Rusia, Uganda e India.
El crimen de ser gay
«El placer es lo único por lo que uno debería vivir», escribió Wilde en 1894, y ese fue un principio fundamental de su filosofía estética pese a que por entonces la homosexualidad era un delito en Gran Bretaña –no se despenalizó hasta 1967–. Durante años él había vivido en secreto su orientación sexual y su amor por Lord Alfred Douglas; y cuando el padre de este, el marqués de Queensberry –un homófobo recalcitrante–, declaró públicamente su condena al comportamiento del escritor, este se sintió obligado a demandarlo por difamación. No solo no ganó el caso, sino que acabó cumpliendo dos años en la cárcel de Reading por los cargos de sodomía e indecencia. Su caída fue instantánea.
Tras su salida de prisión en 1897 se dirigió primero a Dieppe, al norte del país, donde escribió su célebre poema 'La balada de la cárcel de Reading' –«cada hombre mata lo que ama», dice uno de sus versos–; y en 1898 llegó a París, enfermo y arruinado. «Esta pobreza me rompe el corazón: es tan sucia, tan totalmente deprimente, tan desesperada. Reza por mí cuanto puedas», escribió a su editor. Para afrontar su nueva vida, Wilde se rebautizó como Sebastian Melmoth.
Coñac, tabaco y amantes
En esos últimos dos años, su vida fue bastante simple. A las 11 de la mañana desayunaba pan con mantequilla y café, y a las 2 de la tarde se comía una chuleta y dos huevos duros, regado todo con coñac; y lo que le quedaba de cada día y parte de la noche lo pasaba fumando y bebiendo en sus garitos predilectos, y transitando entre amantes. Le mantenían, decimos, aquellos de sus amigos –pocos– que no le habían dado la espalda. Pese a todo, en París fue feliz, porque pudo vivir libremente su sexualidad.
El último destino de Oscar Wilde en la ciudad del Sena fue el cementerio de Père-Lachaise. Su tumba es la más visitada en el cementerio, más incluso que las de Maria Callas y Jim Morrison. Durante los años 90, los visitantes cogieron la costumbre de besar la piedra dejando marca de lápiz de labios, y con el paso del tiempo llegó a estar tan dañada que en el 2011 el gobierno irlandés pagó una limpieza de la tumba y la instalación de una barrera de vidrio a prueba de besos a su alrededor. Actualmente, el cristal se llena de pintalabios a diario.
Para el escritor, la capital francesa fueron dos ciudades muy distintas. Entre 1883 y 1894, había pasado periodos prolongados de tiempo en París, disfrutando del éxito literario y gozando de la compañía de colegas como André Gide, Stéphane Mallarmé y Paul Verlaine. A partir de 1898, en cambio, experimentó allí el rechazo general y vivió mendigando unas monedas para emborracharse de coñac y de autocompasión. De esta última época habla 'La importancia de llamarse Oscar Wilde', 'biopic' escrito, dirigido y protagonizado por Rupert Everett. En él, se nos muestra al autor avanzando patéticamente entre humillación y humillación, recibiendo palizas de adolescentes y la indiferencia de antiguos admiradores.
Podría decirse que era casi inevitable que Everett acabara haciendo esta película: a lo largo de su carrera, después de todo, ha interpretado numerosos textos del irlandés –entre ellos, dos adaptaciones cinematográficas, 'Un marido ideal' y 'La importancia de llamarse Ernesto'–, y pasó buena parte del 2012 dándole vida al frente del montaje teatral 'El beso de Judas'. Él, en cualquier caso, ha explicado que el impulso de hacerla no provino de su propio currículo sino, en buena medida, de la voluntad de ilustrar las luchas de tantos seres humanos que hoy siguen siendo perseguidos por su sexualidad en países como Rusia, Uganda e India.
El crimen de ser gay
«El placer es lo único por lo que uno debería vivir», escribió Wilde en 1894, y ese fue un principio fundamental de su filosofía estética pese a que por entonces la homosexualidad era un delito en Gran Bretaña –no se despenalizó hasta 1967–. Durante años él había vivido en secreto su orientación sexual y su amor por Lord Alfred Douglas; y cuando el padre de este, el marqués de Queensberry –un homófobo recalcitrante–, declaró públicamente su condena al comportamiento del escritor, este se sintió obligado a demandarlo por difamación. No solo no ganó el caso, sino que acabó cumpliendo dos años en la cárcel de Reading por los cargos de sodomía e indecencia. Su caída fue instantánea.
Tras su salida de prisión en 1897 se dirigió primero a Dieppe, al norte del país, donde escribió su célebre poema 'La balada de la cárcel de Reading' –«cada hombre mata lo que ama», dice uno de sus versos–; y en 1898 llegó a París, enfermo y arruinado. «Esta pobreza me rompe el corazón: es tan sucia, tan totalmente deprimente, tan desesperada. Reza por mí cuanto puedas», escribió a su editor. Para afrontar su nueva vida, Wilde se rebautizó como Sebastian Melmoth.
Coñac, tabaco y amantes
En esos últimos dos años, su vida fue bastante simple. A las 11 de la mañana desayunaba pan con mantequilla y café, y a las 2 de la tarde se comía una chuleta y dos huevos duros, regado todo con coñac; y lo que le quedaba de cada día y parte de la noche lo pasaba fumando y bebiendo en sus garitos predilectos, y transitando entre amantes. Le mantenían, decimos, aquellos de sus amigos –pocos– que no le habían dado la espalda. Pese a todo, en París fue feliz, porque pudo vivir libremente su sexualidad.
El último destino de Oscar Wilde en la ciudad del Sena fue el cementerio de Père-Lachaise. Su tumba es la más visitada en el cementerio, más incluso que las de Maria Callas y Jim Morrison. Durante los años 90, los visitantes cogieron la costumbre de besar la piedra dejando marca de lápiz de labios, y con el paso del tiempo llegó a estar tan dañada que en el 2011 el gobierno irlandés pagó una limpieza de la tumba y la instalación de una barrera de vidrio a prueba de besos a su alrededor. Actualmente, el cristal se llena de pintalabios a diario.
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