viernes, 25 de noviembre de 2016

#hemeroteca #mujeres #testimonios | Mujer e indígena: segregación segura

Imagen: El País / Mariela Mujún Sac
Mujer e indígena: segregación segura.
Son un cuarto de la población de Guatemala y víctimas de la discriminación por su género, etnia o estatus. Mariela, Nicolasa, Vicenta, María y Elvira lo confirman.
Juan Haro | El País, 2016-11-25
http://elpais.com/elpais/2016/11/24/planeta_futuro/1479982631_515774.html

Guatemala es país de climas fríos en las montañas y cálidos en el sur. El corredor seco en el oriente y sus frondosos bosques en el altiplano. La riqueza en ciertas zonas de la capital y la pobreza extrema en la gran mayoría de zonas rurales. El estatus de superioridad del ladino y las enormes dificultades que afronta el pueblo maya. La condición de supremacía del hombre y la cláusula de inferioridad de la mujer indígena.

Segundo país del mundo con mayor porcentaje de población indígena, sólo por detrás de Bolivia. Así, ladinos e indígenas están llamados a convivir en un país cuya población apenas supera los 16 millones de personas, de las cuales más del 41% son de alguna etnia. Y casi más de un cuarto de la población son mujeres indígenas.

Cuatro pueblos con identidad y cultura propia conforman el país centroamericano: mayas, garífunas, xincas y ladinos. Aunque el país todavía no ha sabido canalizar este patrimonio. El resultado es la desigualdad y la pobreza, en particular de ellas, la mujer indígena.

Entre las faldas del volcán de Atitlán y el volcán San Pedro, se encuentra la aldea de Chukmuk, un pequeño municipio construido para dotar de refugio a las víctimas de la tormenta tropical Stan en el año 2005. Las lluvias torrenciales sepultaron por completo la aldea conocida como Panabaj dejando más de 200 muertos y casi un millar de familias afectadas. Es el caso de Mariela Mujún Sac, quién hace ocho años se trasladó al municipio para empezar una vida desde cero tras la pérdida de catorce miembros de su familia. Mariela cuenta con el apoyo de la Fundación Familia Maya para hacer frente a la pobreza.

Fue a raíz de la tormenta que esta ONG abrió su sede en Panajachel y comenzó a donar ayuda a las personas afectadas por las inundaciones y deslaves de tierra. Desde hace más de diez años apoya a familias y mujeres indígenas a través de programas de desarrollo y ayuda humanitaria.

Con 40 años, Mariela vive en una humilde casa al final del pueblo, tiene cinco hijos, sólo trabaja dos o tres días a la semana en los que hace unos cien quetzales semanales (13 dólares americanos). Es analfabeta, no sabe español y sufre problemas de salud que remedia con el uso de plantas medicinales de tradición maya. Lleva más de 20 años casada y cuenta como ha sido víctima de violencia de género y continuas agresiones por parte de su marido.

"Durante años me pegaba si participaba en reuniones con otras mujeres para discutir sobre nuestros derechos". Con tono entrecortado, relata: "En una ocasión, estaba discutiendo con mi marido cuando de repente me arrojó una taza de café ardiendo. No me permitía salir a trabajar y me pegaba a menudo, tampoco quería que nuestras hijas estudiaran. No podía más y decidí poner una denuncia ante una organización de derechos humanos. Después las cosas cambiaron a mejor en la casa y aún seguimos casados".

La mentalidad del marido de Mariela, es la de muchos hombres dentro de la comunidad indígena en Guatemala. En las áreas rurales, la tendencia es que las mujeres no deben ir a la escuela o a trabajar de manera independiente, su deber reside en el cuidado del hogar y de los hijos. Mariela no pudo divorciarse de su esposo por la falta de sustento económico y por miedo a las críticas por parte de otras mujeres de su comunidad que le recriminarían "no haber sido suficiente mujer para cuidar de su marido y de su familia", dice.

En Guatemala, el 79% de los indígenas y el 76% de la población rural son pobres según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida. Las mujeres indígenas, son las más afectadas por el rechazo, las diferencias económicas y salariales y la discriminación racial. No sólo se ven afectadas por los índices más bajos de bienestar económico y social, sino que además no tienen otra alternativa que lidiar con una sociedad machista dominada ampliamente por el patriarcado.

Nicolasa Julajuj Xep, tiene 34 años y es indígena, perteneciente a la etnia kaqchikel, la segunda más extendida en el país. Vive en Peñablanca, en las montañas altas del Departamento de Sololá, una de las comunidades con mayor índice de pobreza y malnutrición del país. Nicolasa, es madre de cuatro hijos y está embarazada del quinto. Trabaja como tejedora en una comunidad con recursos muy limitados, donde la agricultura y la costura son las únicas vías de relativo escape de la pobreza. Nicolasa nunca pasó de tercero de primaria, quiso seguir estudiando, pero su padre y su madre, no lo consideraron oportuno por su condición y por sus responsabilidades como mujer.

Una de sus hijas sufre un tipo disfunción al hablar y necesita asistencia médica. Hace un año, tuvo que viajar de urgencia a la Ciudad de Guatemala en busca de tratamiento para su hija. El médico la recibió en uno de los hospitales públicos y al constatar su procedencia indígena, su traje típico y su escaso español, la aisló y negó tratamiento y medicinas.

Vidas paralelas, historias que se cruzan
Las mujeres indígenas guatemaltecas tienen casi todas una historia en común. Muchas comenzaron a trabajar palmeando tortillas a los diez años y no fueron a la escuela por el estigma social o porque se quedaron embarazadas a edades muy tempranas. Muchas otras fueron rechazadas en entrevistas laborales por ser mujeres e indígenas. Otras fueron víctimas de maltrato o violencia machista.

Elvira Pérez sabe lo que es la lucha. Ella también es indígena, tiene 35 años y es activista de los derechos de la mujer indígena a consecuencia de la discriminación que vivió en el pasado. Vive en el pequeño pueblo de San Antonio Palopó, en la cuenca del Lago Atitlán. En esta comunidad, a las mujeres indígenas se las identifica por su traje típico de azules oscuros y sus rasgos aborígenes.

"Durante mi etapa en un colegio de Quetzaltenango, uno de mis compañeros ladino me insultó llamándome india. Me dijo que no tenía derecho a jugar y a bailar con el resto de la clase", relata.

Años más tarde, Elvira empezó a trabajar en un hotel cuyo dueño era un ladino conocido de San Antonio. "Cuando comenzaron los problemas en la administración del negocio, yo y otras compañeras indígenas fuimos acusadas de ser las culpables de la mala gestión del establecimiento. Todo aquello era porque éramos indígenas", asegura. Elvira se defendió, había recopilado durante seis años toda la documentación relativa a las finanzas y pudo probar su inocencia y la de sus compañeras acusadas. Más adelante, todas comenzaron a recibir amenazas de hombres del pueblo por ayudar a otras mujeres a denunciar casos de violencia o discriminación.

El traje típico, seña de identidad del pueblo maya, y el analfabetismo son los dos grandes factores que convierten a las mujeres indígenas en víctimas del racismo y marginación. La barrera del idioma y la falta de acceso a un sistema de justicia que las proteja las hacen vulnerables a la exclusión social. Todo ello se suma a que los índices de escolaridad son sumamente inferiores entre la población indígena guatemalteca- Y de nuevo las mujeres están a la cabeza.

Las heridas abiertas del genocidio guatemalteco
El genocidio contra las poblaciones mayas dejó una herida abierta aún por cicatrizar. El conflicto armado es aún historia viva entre los hombres y mujeres de Guatemala. A finales de 1996, el Gobierno de Guatemala y el grupo de partidos guerrilleros que conformaban la URNG (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca), firmaron los Acuerdos de Paz, poniendo fin a 36 años de conflicto. Un conflicto que dejó al menos 250.000 víctimas mortales, de las cuales el 93% fueron indígenas asesinados a manos del ejército según Naciones Unidas.

María Vicenta Xalcut Ramos, de 64 años, trabajaba desde los diez en las plantaciones de café cerca de las costas del océano Pacífico. Cuando empezó el conflicto se quedó viuda y dos de sus tíos fueron asesinados, acusados por sus vecinos de pertenecer a la guerrilla en su cantón. Ella y su familia se trasladaron a la Ciudad de Guatemala para huir de la limpieza étnica en las zonas rurales.

"A las seis de la tarde, nadie debía salir a la calle. El ejército buscaba a los guerrilleros por las casas para matarlos, lo mejor era esconderse. Por la mañana salíamos a trabajar y veíamos los cuerpos de los indígenas tirados en la calle". Tres años más tarde de mudarse a la capital, regresaron al campo en Sololá para trabajar en la agricultura y el cultivo de maíz aún con el conflicto armado activo. "Fue complicado, no podíamos salir a las fincas por miedo a los soldados. Durante días, mi familia y yo nos manteníamos en la casa y sobreviviríamos comiendo tortillas con sal, o a veces ni comíamos", cuenta Vicenta. Años más tarde, ella se quedó ciega y ahora depende de los cuidados de su hija para comer y vivir en su casa.

A tres cuadras de su casa en el pueblo de San Jorge de la Laguna, vive María Samines Saput. Tiene 74 años y también es víctima del conflicto. María sobrevivió a un asalto del ejército en su casa y perdió a su cuñado en uno de los registros nocturnos en el municipio de Chichicastenango, dejando a su hermana viuda. "Mi cuñado dormía en el monte junto a otros compañeros para evitar ser arrestado en las batidas del ejército, una noche, nunca volvió".

Mariela, Nicolasa, Vicenta, María y Elvira son la voz de las indígenas y guatemaltecas que anhelan justicia y un futuro mejor. La realidad presente es que han sido y son víctimas de algún tipo de discriminación o conocen a alguna amiga, familiar o vecina que lo ha sido.

Sus testimonios ponen de relieve las injusticias y abusos que miles de ellas afrontan para salir de la pobreza extrema y para ver sus derechos reconocidos y protegidos. Sin embargo, y a pesar de las dificultades por su condición, todas afirman sentirse orgullosas de ser lo que son: mujeres e indígenas.

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