Imagen: Deia / Josu Unanue |
La asociación T4 de Lucha Contra el Sida cumple 25 años mejorando la vida de las personas con VIH. Josu Unanue es fundador y expresidente de la entidad.
Ane Araluzea | Deia, 2017-09-17
http://www.deia.com/2017/09/17/bizkaia/tengo-diarios-de-companeros-que-fallecieron-de-sida-me-gustaria-poder-darselos-a-sus-hijos
El mismo año en el que el estadio de Wembley acogió el concierto homenaje a Freddie Mercury frente a 72.000 personas se fundó la asociación T4, en 1992. En aquel entonces el virus del VIH sesgaba cada año la vida de cientos de personas en Euskadi, pero la sociedad vasca aún no estaba preparada para asimilar las consecuencias de esta lacra y el miedo era generalizado. En ese contexto, Josu Unanue se erigió como una de las caras visibles de la enfermedad, llevando la militancia -de esa que ya no existe, a su juicio- a un terreno muy personal. “He tenido compañeros que he acogido y han fallecido en mi casa”, afirma el bermeotarra, juntero de EH Bildu en la actualidad. Desde entonces, la evolución de la sociedad ha permitido que haya recursos ante posibles discriminaciones, porque el sida aún no se ha erradicado sino que, en el mejor de los casos, se ha cronificado. ¿Pero por qué ya no se escucha hablar de este virus? Porque la enfermedad se sigue llevando en silencio, y ahora ni siquiera hay referentes abanderados.
Cuando se fundó la asociación T4 hace 25 años, ¿qué es lo que se sabía acerca del sida?
-Pese a lo que digan había muy poca información, más bien había miedo y muchos prejuicios. El 92 era el año en el que peleábamos con todo, con sectores de la iglesia que hablaban de que era un castigo divino, con parte de la sociedad que decía que teníamos que ir a vivir a guetos... Había mucha discriminación, tener VIH bastaba para que no te dieran un trabajo.
¿Estaban preparados los centros sanitarios vizcainos para atender a los enfermos de sida?
-Había plantas específicas en los hospitales, la séptima en Galdakao, la duodécima en Gurutzeta y el pabellón Gandarias en Basurto. Teníamos muy buenos médicos, muy valientes, que muchas veces ponían más de lo que realmente les correspondía porque muy poca gente quería trabajar con nosotros. Esa era la realidad, era muy difícil. La esperanza de vida con sida se calculaba en una media de dos años desde que te diagnosticaban.
¿Cómo afectó el discurso moral que solo atribuía la infección a las personas promiscuas, a los homosexuales o a los consumidores de droga?
-Ese discurso nos hizo mucho daño, se perdió un tiempo maravilloso. Las medidas de prevención ya se conocían, si se hubieran puesto en marcha seguramente no estaríamos en la situación en la que estamos. Hay países en vías de desarrollo en los que el VIH sigue siendo la lacra que supuso aquí hace 30 años.
El problema de los discursos morales es que se traducen en consignas como no utilizar preservativos.
-Eso es, lo teníamos a mano. ¿Por qué no se utilizaba? Porque la moral se impuso a lo que realmente tenía que ser la lógica. ¿Por qué las farmacias no quisieron vender condones o jeringuillas? La gente valoraba más que la persona que necesitaba una jeringuilla fuera consumidor de droga que la verdadera necesidad de no transmitir el virus. El desconocimiento y la intolerancia van en un pack.
¿Le da rabia pensar en ello?
-Nunca he vivido con rencor, pero creo que algunas voces que se oían tendrían que reflexionar sobre lo que ha pasado. Esto no ha sido nuevo, pasó con la lepra, la tuberculosis... El miedo lleva a la discriminación, es la defensa que automáticamente tiene la sociedad. Se pensaba que en el siglo XX no se reproducirían estas actitudes porque éramos más cultos, pero se repitieron. Creo, y eso me produce miedo, que ante cualquier otro tipo de brote la sociedad volvería a actuar igual. Es cíclico. Mucha gente no ha muerto de VIH, ha muerto de miedo, sin ilusión por vivir, con depresión.
Y en una exclusión absoluta.
-Recuerdo, siempre con horror, cómo en los años 87-88 morían muchísimos jóvenes y lo habitual era decir que fallecían por cáncer. Incluso los familiares se avergonzaban de ir al entierro. Ahora la gente ha vuelto a un segundo plano porque cree que la sociedad no ha evolucionado tanto como pensamos.
Pero sí ha habido caras visibles entre las personas con VIH. Usted, sin ir más lejos.
-Hasta el año 90 no se conocía ninguna imagen de una persona viviendo con el VIH, eso nos hizo mucho daño. Cuando una serie de personas decidimos que íbamos a dar la cara se produjo un cambio. Al final fuimos unos pocos: Jon Salaberri, gran amigo que ya falleció, Manolo Trillo, yo y poco más. Ese fue el gran cambio, cuando se vio que podíamos ser profesores, amigos de una cuadrilla... Hasta entonces la gente pensaba que todos éramos drogadictos y viciosos.
En sus inicios la persona infectada podía ser la única que sabía sobre su enfermedad.
-Todavía hay muchos casos de esos. Una de las cosas que más me llama la atención es que a veces me encuentro con que me contactan y buscan el mayor de los anonimatos. Que nadie les identifique, que no les vean conmigo... Me parece razonable y justo, aunque no se dan cuenta del daño que me hacen. Las personas que decidimos ser la cara pública dimos un paso y no nos sentimos parte de los miedos que tienen ellos.
¿El enfermo se sigue sometiendo a un aislamiento implícito?
-Cuando es deseado es justo, pero muchas veces no es la voluntad propia, sino es producto del miedo. La gente se tiene que dar un tiempo y pensar que si no están dispuestos a evolucionar no tienen que pedir ayuda. Si pides ayuda a ti también te van a exigir que hagas la cadena, que seas el siguiente eslabón. Eso no ha ocurrido en nuestro colectivo.
¿A qué se debe?
-El grado de compromiso y militancia que tuvo una gente determinada, entre los que la mayoría han fallecido, ya no la veo. Nosotros trabajábamos pero dedicábamos un tiempo de nuestra vida para cuidar a la gente. He tenido compañeros que he acogido y han fallecido en mi casa, ese tipo de activismo actualmente no existe. Vivimos muy cómodos y pensamos que es arriesgar mucho. Si no das una parte de tu tiempo a otros, exigir que otra gente te lo dé es injusto, hay que ser más solidario.
¿Faltan militantes abanderados?
-Y referentes. Gente que tenga la cabeza bien amueblada y que hable por sí misma, teniendo conciencia de colectividad. Y sin valorar, en T4 es lo que decíamos, que no podíamos valorar a nadie.
El lazo rojo contra el sida ha dejado paso a otros símbolos como el lazo rosa contra el cáncer de mama.
-Me suelo rebotar con eso. El lazo rojo comienza en Estados Unidos, donde unen la lucha con el color rojo de la sangre. El primer lazo me lo trajo Manolo Trillo. “¡Qué cosa más fea!”, pensé. La forma que tiene costó mucho, el símbolo no es una moda. No quito el valor a otro tipo de luchas, pero la falta de creatividad que ha habido nos ha perjudicado. En un momento dado nuestro símbolo fue prostituido, utilizado para un montón de cosas. Si tuviéramos normalizada nuestra lucha... El 1 de diciembre del 92 Bermeo era de ver, todo estaba lleno de sábanas con lazos rojos. ¿Por qué ahora no se ponen?
¿Quizás porque se ha debilitado la percepción del peligro que supone el sida?
-Se habla mucho de cronificar, pero el que sea crónico no significa que se cura, sino que vives con ello. Mucha gente fallece de enfermedades relacionadas con el VIH, que lo que hace es quitarte las defensas ante cualquier enfermedad oportunista, como una gripe o una neumonía. Se ha interpretado que ya hay tratamientos para todos, es mentira. El mensaje que la gente ha entendido es que esto está solucionado. La Arcadia Feliz cree que si tienes sida puedes tener las mismas oportunidades laborales que otra persona. No es verdad.
¿Tienen conocimiento los adolescentes de lo que es el sida?
-Nada. Hay un dato que me llama la atención: Alrededor mío ha habido una serie de personas que han fallecido de VIH y sus propios hijos no saben nada. Es algo que me duele mucho. Tendrán fotos en casa, en las cuales verán un deterioro físico como aquel que han identificado en su momento con Rod Hudson o Freddie Mercury. La amnesia voluntaria puede ser individual, pero la colectiva me llama mucho la atención. Tiene que ser difícil vivir con esa especie de vergüenza de no poder hablar de tu aita o ama. Tengo diarios en casa de compañeros que han fallecido. Me gustaría poder dárselos a sus hijos, para que supieran lo que pensaban. Yo no los he leído. Eso queda ahí conmigo.
En los últimos años las campañas contra el sida se dirigen al colectivo LGTB. ¿Es un error focalizar el problema?
-Creo que sí. El colectivo es el humano. Está bien que algunas medidas de prevención se relacionen con ciertos colectivos: si no eres consumidor de droga no tiene sentido que te hablen del intercambio de jeringuillas. Pero en África, por ejemplo, difícilmente se puede hablar de colectivos.
¿Qué tipo de discriminaciones puede sufrir una persona seropositiva a día de hoy?
-De lo que me cuentan, sé que en Euskal Herria hay menos casos que en otras parte, pero es cierto que suelo relativizar. La situación personal te lleva a ver fantasmas donde no hay. Pensar que la sociedad está pendiente de tu vida es una chorrada. Cada uno tiene bastante con el día a día suyo. Si hubiera una situación de discriminación las cosas han cambiado lo suficiente como para poder denunciar y abrir una vía para solucionarlo. No estamos en la época en la que no nos hacían trasplantes por el mero hecho de ser seropositivo.
¿Se sigue manteniendo alguna creencia errónea acerca de la forma de contagio, por ejemplo?
-Antes se hacía el típico chiste en el que se decía que si saltaba uno a la piscina contagiaba a todos; o que el chicle que recogía un crío en la calle podría haber sido arrojada por un seropositivo; o que un mosquito te podía picar después de haber picado a un enfermo... Me cuesta creer que la gente sea todavía tan ignorante. Aunque algunas personas siguen teniendo prejuicios a la hora de besar. A finales de los 80 hubo una campaña que decía ‘Besarse no mata, los prejuicios y la indiferencia sí’. Era en contra de la idea de que al besar transmitíamos el virus a través de la saliva.
¿Ha cambiado la tolerancia hacia esta enfermedad ahora que lo políticamente correcto es promulgar un discurso donde la diferencia está bien vista?
-No nos conocen, por lo tanto no nos pueden admitir. Es una hipocresía comedida: yo acepto todo mientras no esté cerca. Si fuera público se vería cuál es la reacción. La gente se casa de blanco y sana, pero cuando una persona enferma o tiene un accidente las relaciones cambian.
Cuando se fundó la asociación T4 hace 25 años, ¿qué es lo que se sabía acerca del sida?
-Pese a lo que digan había muy poca información, más bien había miedo y muchos prejuicios. El 92 era el año en el que peleábamos con todo, con sectores de la iglesia que hablaban de que era un castigo divino, con parte de la sociedad que decía que teníamos que ir a vivir a guetos... Había mucha discriminación, tener VIH bastaba para que no te dieran un trabajo.
¿Estaban preparados los centros sanitarios vizcainos para atender a los enfermos de sida?
-Había plantas específicas en los hospitales, la séptima en Galdakao, la duodécima en Gurutzeta y el pabellón Gandarias en Basurto. Teníamos muy buenos médicos, muy valientes, que muchas veces ponían más de lo que realmente les correspondía porque muy poca gente quería trabajar con nosotros. Esa era la realidad, era muy difícil. La esperanza de vida con sida se calculaba en una media de dos años desde que te diagnosticaban.
¿Cómo afectó el discurso moral que solo atribuía la infección a las personas promiscuas, a los homosexuales o a los consumidores de droga?
-Ese discurso nos hizo mucho daño, se perdió un tiempo maravilloso. Las medidas de prevención ya se conocían, si se hubieran puesto en marcha seguramente no estaríamos en la situación en la que estamos. Hay países en vías de desarrollo en los que el VIH sigue siendo la lacra que supuso aquí hace 30 años.
El problema de los discursos morales es que se traducen en consignas como no utilizar preservativos.
-Eso es, lo teníamos a mano. ¿Por qué no se utilizaba? Porque la moral se impuso a lo que realmente tenía que ser la lógica. ¿Por qué las farmacias no quisieron vender condones o jeringuillas? La gente valoraba más que la persona que necesitaba una jeringuilla fuera consumidor de droga que la verdadera necesidad de no transmitir el virus. El desconocimiento y la intolerancia van en un pack.
¿Le da rabia pensar en ello?
-Nunca he vivido con rencor, pero creo que algunas voces que se oían tendrían que reflexionar sobre lo que ha pasado. Esto no ha sido nuevo, pasó con la lepra, la tuberculosis... El miedo lleva a la discriminación, es la defensa que automáticamente tiene la sociedad. Se pensaba que en el siglo XX no se reproducirían estas actitudes porque éramos más cultos, pero se repitieron. Creo, y eso me produce miedo, que ante cualquier otro tipo de brote la sociedad volvería a actuar igual. Es cíclico. Mucha gente no ha muerto de VIH, ha muerto de miedo, sin ilusión por vivir, con depresión.
Y en una exclusión absoluta.
-Recuerdo, siempre con horror, cómo en los años 87-88 morían muchísimos jóvenes y lo habitual era decir que fallecían por cáncer. Incluso los familiares se avergonzaban de ir al entierro. Ahora la gente ha vuelto a un segundo plano porque cree que la sociedad no ha evolucionado tanto como pensamos.
Pero sí ha habido caras visibles entre las personas con VIH. Usted, sin ir más lejos.
-Hasta el año 90 no se conocía ninguna imagen de una persona viviendo con el VIH, eso nos hizo mucho daño. Cuando una serie de personas decidimos que íbamos a dar la cara se produjo un cambio. Al final fuimos unos pocos: Jon Salaberri, gran amigo que ya falleció, Manolo Trillo, yo y poco más. Ese fue el gran cambio, cuando se vio que podíamos ser profesores, amigos de una cuadrilla... Hasta entonces la gente pensaba que todos éramos drogadictos y viciosos.
En sus inicios la persona infectada podía ser la única que sabía sobre su enfermedad.
-Todavía hay muchos casos de esos. Una de las cosas que más me llama la atención es que a veces me encuentro con que me contactan y buscan el mayor de los anonimatos. Que nadie les identifique, que no les vean conmigo... Me parece razonable y justo, aunque no se dan cuenta del daño que me hacen. Las personas que decidimos ser la cara pública dimos un paso y no nos sentimos parte de los miedos que tienen ellos.
¿El enfermo se sigue sometiendo a un aislamiento implícito?
-Cuando es deseado es justo, pero muchas veces no es la voluntad propia, sino es producto del miedo. La gente se tiene que dar un tiempo y pensar que si no están dispuestos a evolucionar no tienen que pedir ayuda. Si pides ayuda a ti también te van a exigir que hagas la cadena, que seas el siguiente eslabón. Eso no ha ocurrido en nuestro colectivo.
¿A qué se debe?
-El grado de compromiso y militancia que tuvo una gente determinada, entre los que la mayoría han fallecido, ya no la veo. Nosotros trabajábamos pero dedicábamos un tiempo de nuestra vida para cuidar a la gente. He tenido compañeros que he acogido y han fallecido en mi casa, ese tipo de activismo actualmente no existe. Vivimos muy cómodos y pensamos que es arriesgar mucho. Si no das una parte de tu tiempo a otros, exigir que otra gente te lo dé es injusto, hay que ser más solidario.
¿Faltan militantes abanderados?
-Y referentes. Gente que tenga la cabeza bien amueblada y que hable por sí misma, teniendo conciencia de colectividad. Y sin valorar, en T4 es lo que decíamos, que no podíamos valorar a nadie.
El lazo rojo contra el sida ha dejado paso a otros símbolos como el lazo rosa contra el cáncer de mama.
-Me suelo rebotar con eso. El lazo rojo comienza en Estados Unidos, donde unen la lucha con el color rojo de la sangre. El primer lazo me lo trajo Manolo Trillo. “¡Qué cosa más fea!”, pensé. La forma que tiene costó mucho, el símbolo no es una moda. No quito el valor a otro tipo de luchas, pero la falta de creatividad que ha habido nos ha perjudicado. En un momento dado nuestro símbolo fue prostituido, utilizado para un montón de cosas. Si tuviéramos normalizada nuestra lucha... El 1 de diciembre del 92 Bermeo era de ver, todo estaba lleno de sábanas con lazos rojos. ¿Por qué ahora no se ponen?
¿Quizás porque se ha debilitado la percepción del peligro que supone el sida?
-Se habla mucho de cronificar, pero el que sea crónico no significa que se cura, sino que vives con ello. Mucha gente fallece de enfermedades relacionadas con el VIH, que lo que hace es quitarte las defensas ante cualquier enfermedad oportunista, como una gripe o una neumonía. Se ha interpretado que ya hay tratamientos para todos, es mentira. El mensaje que la gente ha entendido es que esto está solucionado. La Arcadia Feliz cree que si tienes sida puedes tener las mismas oportunidades laborales que otra persona. No es verdad.
¿Tienen conocimiento los adolescentes de lo que es el sida?
-Nada. Hay un dato que me llama la atención: Alrededor mío ha habido una serie de personas que han fallecido de VIH y sus propios hijos no saben nada. Es algo que me duele mucho. Tendrán fotos en casa, en las cuales verán un deterioro físico como aquel que han identificado en su momento con Rod Hudson o Freddie Mercury. La amnesia voluntaria puede ser individual, pero la colectiva me llama mucho la atención. Tiene que ser difícil vivir con esa especie de vergüenza de no poder hablar de tu aita o ama. Tengo diarios en casa de compañeros que han fallecido. Me gustaría poder dárselos a sus hijos, para que supieran lo que pensaban. Yo no los he leído. Eso queda ahí conmigo.
En los últimos años las campañas contra el sida se dirigen al colectivo LGTB. ¿Es un error focalizar el problema?
-Creo que sí. El colectivo es el humano. Está bien que algunas medidas de prevención se relacionen con ciertos colectivos: si no eres consumidor de droga no tiene sentido que te hablen del intercambio de jeringuillas. Pero en África, por ejemplo, difícilmente se puede hablar de colectivos.
¿Qué tipo de discriminaciones puede sufrir una persona seropositiva a día de hoy?
-De lo que me cuentan, sé que en Euskal Herria hay menos casos que en otras parte, pero es cierto que suelo relativizar. La situación personal te lleva a ver fantasmas donde no hay. Pensar que la sociedad está pendiente de tu vida es una chorrada. Cada uno tiene bastante con el día a día suyo. Si hubiera una situación de discriminación las cosas han cambiado lo suficiente como para poder denunciar y abrir una vía para solucionarlo. No estamos en la época en la que no nos hacían trasplantes por el mero hecho de ser seropositivo.
¿Se sigue manteniendo alguna creencia errónea acerca de la forma de contagio, por ejemplo?
-Antes se hacía el típico chiste en el que se decía que si saltaba uno a la piscina contagiaba a todos; o que el chicle que recogía un crío en la calle podría haber sido arrojada por un seropositivo; o que un mosquito te podía picar después de haber picado a un enfermo... Me cuesta creer que la gente sea todavía tan ignorante. Aunque algunas personas siguen teniendo prejuicios a la hora de besar. A finales de los 80 hubo una campaña que decía ‘Besarse no mata, los prejuicios y la indiferencia sí’. Era en contra de la idea de que al besar transmitíamos el virus a través de la saliva.
¿Ha cambiado la tolerancia hacia esta enfermedad ahora que lo políticamente correcto es promulgar un discurso donde la diferencia está bien vista?
-No nos conocen, por lo tanto no nos pueden admitir. Es una hipocresía comedida: yo acepto todo mientras no esté cerca. Si fuera público se vería cuál es la reacción. La gente se casa de blanco y sana, pero cuando una persona enferma o tiene un accidente las relaciones cambian.
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