Imagen: El País |
17 mujeres y 8 niños han muerto por violencia doméstica en dos meses. Las agresiones se amplían a madres e hijos de homicidas con un total de 33 muertes en el estío
Patricia Ortega Dolz | El País, 2015-08-22
http://politica.elpais.com/politica/2015/08/22/actualidad/1440253089_579882.html
Carlos Alberto Soler, exvigilante de seguridad y parado de larga duración de 38 años, estaba pasando unos días de vacaciones en casa de su madre, junto a su hijo, Carlos, de 7 años, y Cristina, de 14, la hija de quien —proceso de divorcio mediante— se estaba convirtiendo en su exmujer. Todos en una casa de campo, una finca en las afueras de Villajoyosa (Alicante). El pequeño al principio no tenía ganas de ir y por eso lo acompañó su hermana mayor. El pasado 30 de junio Carlos Alberto se levantó temprano. Tenía todo preparado: la gasolina, la bombona de butano, y ya le había mandado esas cartas rabiosas a sus amigos y familiares contándoles lo mala que era Toñi, la que hasta ese mismo día sería su esposa, porque a primera hora de la tarde debían ir a firmar el divorcio.
Con las primeras luces del día, cuchillo en mano, fue habitación por habitación y degolló a su hijo primero, a la hermana después y a su propia madre. Les apuñaló a los tres: “Con ensañamiento”, revelan fuentes de la investigación. Luego cerró con llave la puerta de la casa por dentro y provocó una tremenda explosión de gas, y el consecuente incendio. Murió “asfixiado y quemado”. Todos creyeron que un fuego traidor en un caluroso día estival había destrozado una familia. Pero no.
Aquella fuerte deflagración que alertó a los bomberos hacia las diez y media de la mañana, aparte de esconder tres asesinatos y un suicidio, marcó el inicio de uno de los veranos más sangrientos que se recuerdan en España. En solo dos meses han muerto 16 mujeres a manos de sus exparejas y 8 niños han sido asesinados por sus progenitores, además tres madres por sus hijos, el novio de una de las mujeres asesinadas y la amiga de otra. Cuatro agresores se han suicidado y han sido 18 los detenidos. En total, 33 muertes en 60 días, con el común denominador de la violencia doméstica y la brutalidad de unos crímenes caseros, en un año en el que el Ministerio de Asuntos Sociales tiene registradas 25 víctimas de violencia de género y ocho en investigación, y recientemente los grupos de la oposición han pedido un pacto de estado para tratae de acabar con esa lacra.
Agentes de la Guardia Civil descubrieron las múltiples heridas de arma blanca en los cuerpos de los niños y de la mujer, de 66 años. Carlos Alberto era el único que no tenía esas señales. Toñi, una empleada de la limpieza que quedaba doblemente viuda tras el suceso y doblemente desgraciada, se enteraba de lo ocurrido en Guadalupe (Murcia), su pueblo de origen. Donde se casó con Carlos Alberto después de quedarse sin marido, sola y con dos hijos. Donde convivieron en una casa de protección oficial cercana a la iglesia. Luego vino la crisis, y las depresiones y los agobios. Los “meses malos”. Los “ataques de celos”. Los pensamientos de separación. Primero íntimos y luego compartidos. Pero nadie oyó un grito. Nadie vio un mal modo.
El patrón se repetía. Un hombre “tranquilo” transformado en asesino múltiple un martes de junio. Un padre despiadado que quiso morir matando a sus propios hijos para causar el mayor daño posible. Un kamikaze doméstico.
Carlos Alberto Soler era solo el primero de esos hombres ávidos de venganza en el estío más abrasador que se recuerda en España en los últimos 40 años. Tres días más tarde de aquel triple crimen, la tarde del viernes 3 de julio hacia el mediodía, Arturo Dominguez, de 37 años y de profesión cazador, se acercaba a la casa de los padres de Beatriz Rodríguez, camarera, su expareja desde hacía unos meses y madre de su hijo de 8 años. La joven de 30 años llevaba desaparecida desde la noche anterior, cuando salió de trabajar en el restaurante A Vila de Vilar (Pontevedra) acompañada de su novio, Sergio Rodríguez, de 36 años y también desaparecido desde la noche de ese jueves. Fueron vistos en su coche y después nada. “¿Sabéis algo?, ¿la han encontrado?”, pregunto Arturo al llegar a la casa de sus exsuegros. “Nada”. “A ver si aparecen muertos por ahí y me echan la culpa a mí”, dijo.
Desde la separación “la seguía”, la acechaba como a sus presas, según fuentes de la investigación. Pero aquella noche salió a cazarla. Les esperó en el monte A Telleira (Arbo), donde muchas parejas acuden a disfrutarse en sus coches ocultas por la oscuridad. Les pilló in fraganti. Desnudos. Ella recibió el disparo de la escopeta en la cara. Él, en el pecho. Así fueron encontrados los cuerpos de los enamorados más tarde. La Guardia Civil detuvo al rato a Arturo, que había manifestado incongruencias en su declaración como testigo. Lo acusaron del doble asesinato. Él se declaró inocente. El arma nunca se encontró. El juez decretó prisión incondicional para el acusado. La investigación sigue en curso. Nadie esperaba en Pontevedra que se abriese otra más cruenta días después.
El 9 de julio, los vecinos de la calle de los Huertos de Arganda del Rey (Madrid) se topaban en plena noche con una escena dantesca. El cuerpo de un hombre de unos 30 años colgaba del cuello por la reja de una ventana. Los municipales acudieron a las llamadas de alerta y, al abrir la puerta del domicilio, se encontraron la segunda parte: una mujer de 24 años yacía degollada en la sala. Eran pareja. Ambos rumanos. Sí se oyeron gritos y golpes, pero nadie llegó a tiempo.
A los 20 días, después de que una mujer en Mejorada del Campo (Madrid) tirase a su bebé recién nacido en un contenedor de basura sin que sufriese daños milagrosamente, el concejal de Esquerra Unida de Serra (Valencia), Marcos Cabo, corría a pedir socorro a la policía local porque había fuego en su casa, una quinta planta en el centro del pueblo. Sin embargo, en su precipitado camino en la furgoneta de su empresa de jardinería que conducía su propia hija mayor, no dijo en ningún momento que su mujer estaba dentro de la casa. Incluso, cuando un vecino le brindó ayuda para usar una manguera, la despreció. Dolores Moya, de 45 años y exportavoz de la misma formación que su esposo, fue hallada muerta en la bañera, adonde trató de llegar después de que su pareja la rociase con gasolina y le prendiese fuego en el salón de la vivienda que hasta entonces compartieron. A los dos días la enterraban en el cementerio de la localidad y el edil y sus cuatro hijos -de entre 12 y 23 años- recibían allí un sentido pésame de gran parte del pueblo. Sin embargo, aquel olor a gasolina se había quedado impregnado en la nariz de los bomberos y los agentes que acudieron a sofocar el incendio. Y una semana más tarde detenían al concejal de 42 años acusado del asesinato de su mujer. "Te voy a quemar a ti y a la casa", la amenazó en más de una ocasión, según fuentes de la investigación. Dicho y hecho.
Todos sabían que las cosas iban mal en la pareja. "Mi matrimonio está roto", le había confesado ella a sus familiares, poco tiempo después de comenzar a plantearse el divorcio. Cabo, que había sido expedientado en su trabajo en la policía local y que se buscaba la vida con trabajos de jardinería, ingresó en la cárcel de Picassent y, a los pocos días, en una celda de Enfermería, se lio una sábana al cuello y se ahorcó. No sería el único que usaría el fuego como arma en un verano criminal.
Terminaba el mes de julio. Un león africano llamado Cecil copaba la atención a escala planetaria. El mundo entero, con Estados Unidos a la cabeza, buscaba al cruel cazador que había dado muerte a todo un símbolo de Zimbabue. Pero el último día, el 31, iba a cerrarse con tres brutales crímenes consecutivos que cambiarían el curso informativo en un mes negro de muertes por violencia de género.
Gemma V., de 33 años, llevaba unos meses viviendo en casa de su madre tras separarse de su pareja, en Palma. Aquel viernes él llegó de madrugada, posiblemente bebido. Cogió un cuchillo jamonero y le rebanó el cuello. Después se quedó pegado a ella, viendo cómo se desangraba a su lado, hasta que llegó la madre y se encontró a su hija muerta junto a su exyerno ebrio. Eran las 4.20 horas de la madrugada. Cuatro horas más tarde un hombre mataría a martillazos a su madre en su casa de Madrid. Y poco después, David Oubel, agente de la inmobiliaria Gaubica de Caldas de Reis (Pontevedra) de 40 años, se levantaba de la cama. Tenía ya lista la sierra radial que había comprado hacía días en la ferretería de Eladio por 60 euros. Amanecía en Moraña (Pontevedra), a unos 90 kilómetros de Arbo. Preparó el desayuno para sus hijas. Posiblemente -y a la espera de los resultados de la autopsia-- les puso algún sedante en la leche. Era el último día que estaban juntos porque al día siguiente tendría que devolvérselas a Rocío Vieitez, su exmujer. Hacía dos años que no eran pareja y él --más o menos-- ya había salido del armario. Tenía un novio en una localidad vecina que ya conocían también las niñas. Después de desayunar hizo un par de llamadas. Una a su exmujer y otra a la Guardia Civil con idéntico mensaje: "Voy a matar a mis hijas y luego me suicidaré yo". A continuación se dirigió primero a la habitación donde dormitaba su hija pequeña de cuatro años, Amaia, y le segó el cuello. Después buscó a su hija mayor, de nueve años, Candela. Hizo lo mismo. Luego se lesionó superficialmente. Pasó fugazmente por el hospital y fue directo a la prisión de A Lama y después, por su propia seguridad, a la de León.
El país entero estaba conmocionado por la sucesión de crímenes de violencia machista en un solo mes cuando la tragedia se mascaba en Castelldefels. Allí vivía, en un chalet, la segunda familia del ingeniero uruguayo Ricardo Blanco de 61 años. Las fiestas de días enteros eran conocidas en el vecindario, al igual que las broncas con Maryna, su pareja de origen bielorruso de 45 años, y las desconsoladas llantinas de sus dos hijos, Maxi y Michelle, de 12 y 7 años en el patio. Los escándalos y los gritos habían llegado en decenas de ocasiones mucho más allá del vecindario, y el matrimonio se había convertido en conocido tanto para la policía local como para los Mossos d'Esquadra. Pero nadie pensó en que el 5 de agosto de buena mañana, mientras todos dormían, Blanco iba a levantarse de la cama, iba a coger su arma y, con tremenda determinación, iba a matar uno por uno a los miembros de su familia, empezando por su mujer y terminando por la pequeña. Después de llevarse a todos por delante, se sentaría en el sofá del salón y se descerrajaría un último tiro para acabar con su propia vida.
La atención sobre Castelldefels, aunque regresaría días más tarde, duró poco. El jueves 6 de agosto, un día después de que un menor de 17 años degollase a su madre en Rubí (Barcelona), se perdía la pista de dos chicas en Cuenca, Laura del Hoyo y Marina Okarynska, de 24 y 26 años. Lo que pudo parecer una escapada juvenil de dos amigas se convirtió en un doble crimen que llevaría a España entera hasta Lugoj, Rumanía, detrás de un seat Ibiza verde, el del presunto homicida. Los pormenores del doble asesinato son aún desconocidos porque sobre el caso se cierne el secreto de sumario. Sergio Morate, exnovio de Marina de 31 años, se convertía en el hombre más repudiado, a quien su propia familia le deseaba que le encerrasen para siempre. Y, al mismo tiempo, en el más buscado durante una semana. La policía siguió sus pasos por toda España y parte de Europa hasta que se ocultó en el apartamento de un antiguo compañero de prisión rumano, Itsvan H, donde lo detuvo la policía rumana. A él se le atribuye la muerte de las dos jóvenes, a las que supuestamente estranguló y después enterró en cal viva junto a una poza del nacimiento del río Huécar, en el pueblo de sus padres, Palomera, a 9 kilómetros de las casas colgadas. Sus cuerpos fueron encontrados por un paseante cinco días después de que sus familias denunciasen su desaparición. Laura, que solo fue a acompañar a su amiga a recoger unas cosas que tenía en la casa de su exnovio, encontró la muerte con ella, aunque no entrará en las estadísticas de las víctimas de la violencia de género.
La búsqueda de las dos chicas eclipsó por completo el asesinato de Laura González, de 27 años, que murió abrasada después de que su exnovio, David Batista (30), la rociase con líquido inflamable y le prendiese fuego el 10 de agosto en el supermercado donde trabajaba de dependienta en la isla de La Palma. También quedó oscurecido --por segunda vez en una misma semana-otro crimen machista en la población catalana Castelldefels. No se habían recuperado de la consternación por el asesinato múltiple, cuando el barrio de Can Vinader se desperezaba el 12 de agosto con los tremendos gritos de una mujer de 44 años a la que su expareja estaba matando a machetazos en plena calle. La esperó a la puerta de su casa. Su actual pareja no pudo hacer nada por salvarle la vida. Los vecinos fueron los que atraparon a su agresor, quien presumiblemente pudo ser también el causante de un incendio previo de su casa y de su coche.
Dos días más tarde, en una especie de extraño y delirante rito, una mujer degollaba a su bebé en un altar de la capilla del cementerio de La Villa de Don Fadrique (Toledo). Y cuatro días más tarde un hombre de 72 años se liaba a hachazos con su mujer de 68 en Armilla (Granada). Y por si no hubiese sido suficientemente sangriento el verano, se esclarecían dos casos que incrementaban la cruenta estadística de violencia machista. Se descubría que Leire --de 34 años, madre de dos hijos y en trámite de separación--, la mujer que había aparecido atropellada el 8 de agosto en una cuneta de Bilbao sin que se supiese nada del conductor, en realidad había sido presuntamente asesinada por su expareja, que se tiró al tren en cuanto sintió el aliento de la policía en el cogote. Está muy grave en el hospital de Cruces. Y, por último, se hallaba el cuerpo sin vida de la dominicana Sandra García Geraldino en Utrecht (Holanda), adonde su expareja se había llevado a las dos hijas gemelas que compartían. Ella se fue a buscarlas un día desde Sabadell, donde residía, y nunca regresó.
Con las primeras luces del día, cuchillo en mano, fue habitación por habitación y degolló a su hijo primero, a la hermana después y a su propia madre. Les apuñaló a los tres: “Con ensañamiento”, revelan fuentes de la investigación. Luego cerró con llave la puerta de la casa por dentro y provocó una tremenda explosión de gas, y el consecuente incendio. Murió “asfixiado y quemado”. Todos creyeron que un fuego traidor en un caluroso día estival había destrozado una familia. Pero no.
Aquella fuerte deflagración que alertó a los bomberos hacia las diez y media de la mañana, aparte de esconder tres asesinatos y un suicidio, marcó el inicio de uno de los veranos más sangrientos que se recuerdan en España. En solo dos meses han muerto 16 mujeres a manos de sus exparejas y 8 niños han sido asesinados por sus progenitores, además tres madres por sus hijos, el novio de una de las mujeres asesinadas y la amiga de otra. Cuatro agresores se han suicidado y han sido 18 los detenidos. En total, 33 muertes en 60 días, con el común denominador de la violencia doméstica y la brutalidad de unos crímenes caseros, en un año en el que el Ministerio de Asuntos Sociales tiene registradas 25 víctimas de violencia de género y ocho en investigación, y recientemente los grupos de la oposición han pedido un pacto de estado para tratae de acabar con esa lacra.
Agentes de la Guardia Civil descubrieron las múltiples heridas de arma blanca en los cuerpos de los niños y de la mujer, de 66 años. Carlos Alberto era el único que no tenía esas señales. Toñi, una empleada de la limpieza que quedaba doblemente viuda tras el suceso y doblemente desgraciada, se enteraba de lo ocurrido en Guadalupe (Murcia), su pueblo de origen. Donde se casó con Carlos Alberto después de quedarse sin marido, sola y con dos hijos. Donde convivieron en una casa de protección oficial cercana a la iglesia. Luego vino la crisis, y las depresiones y los agobios. Los “meses malos”. Los “ataques de celos”. Los pensamientos de separación. Primero íntimos y luego compartidos. Pero nadie oyó un grito. Nadie vio un mal modo.
El patrón se repetía. Un hombre “tranquilo” transformado en asesino múltiple un martes de junio. Un padre despiadado que quiso morir matando a sus propios hijos para causar el mayor daño posible. Un kamikaze doméstico.
Carlos Alberto Soler era solo el primero de esos hombres ávidos de venganza en el estío más abrasador que se recuerda en España en los últimos 40 años. Tres días más tarde de aquel triple crimen, la tarde del viernes 3 de julio hacia el mediodía, Arturo Dominguez, de 37 años y de profesión cazador, se acercaba a la casa de los padres de Beatriz Rodríguez, camarera, su expareja desde hacía unos meses y madre de su hijo de 8 años. La joven de 30 años llevaba desaparecida desde la noche anterior, cuando salió de trabajar en el restaurante A Vila de Vilar (Pontevedra) acompañada de su novio, Sergio Rodríguez, de 36 años y también desaparecido desde la noche de ese jueves. Fueron vistos en su coche y después nada. “¿Sabéis algo?, ¿la han encontrado?”, pregunto Arturo al llegar a la casa de sus exsuegros. “Nada”. “A ver si aparecen muertos por ahí y me echan la culpa a mí”, dijo.
Desde la separación “la seguía”, la acechaba como a sus presas, según fuentes de la investigación. Pero aquella noche salió a cazarla. Les esperó en el monte A Telleira (Arbo), donde muchas parejas acuden a disfrutarse en sus coches ocultas por la oscuridad. Les pilló in fraganti. Desnudos. Ella recibió el disparo de la escopeta en la cara. Él, en el pecho. Así fueron encontrados los cuerpos de los enamorados más tarde. La Guardia Civil detuvo al rato a Arturo, que había manifestado incongruencias en su declaración como testigo. Lo acusaron del doble asesinato. Él se declaró inocente. El arma nunca se encontró. El juez decretó prisión incondicional para el acusado. La investigación sigue en curso. Nadie esperaba en Pontevedra que se abriese otra más cruenta días después.
El 9 de julio, los vecinos de la calle de los Huertos de Arganda del Rey (Madrid) se topaban en plena noche con una escena dantesca. El cuerpo de un hombre de unos 30 años colgaba del cuello por la reja de una ventana. Los municipales acudieron a las llamadas de alerta y, al abrir la puerta del domicilio, se encontraron la segunda parte: una mujer de 24 años yacía degollada en la sala. Eran pareja. Ambos rumanos. Sí se oyeron gritos y golpes, pero nadie llegó a tiempo.
A los 20 días, después de que una mujer en Mejorada del Campo (Madrid) tirase a su bebé recién nacido en un contenedor de basura sin que sufriese daños milagrosamente, el concejal de Esquerra Unida de Serra (Valencia), Marcos Cabo, corría a pedir socorro a la policía local porque había fuego en su casa, una quinta planta en el centro del pueblo. Sin embargo, en su precipitado camino en la furgoneta de su empresa de jardinería que conducía su propia hija mayor, no dijo en ningún momento que su mujer estaba dentro de la casa. Incluso, cuando un vecino le brindó ayuda para usar una manguera, la despreció. Dolores Moya, de 45 años y exportavoz de la misma formación que su esposo, fue hallada muerta en la bañera, adonde trató de llegar después de que su pareja la rociase con gasolina y le prendiese fuego en el salón de la vivienda que hasta entonces compartieron. A los dos días la enterraban en el cementerio de la localidad y el edil y sus cuatro hijos -de entre 12 y 23 años- recibían allí un sentido pésame de gran parte del pueblo. Sin embargo, aquel olor a gasolina se había quedado impregnado en la nariz de los bomberos y los agentes que acudieron a sofocar el incendio. Y una semana más tarde detenían al concejal de 42 años acusado del asesinato de su mujer. "Te voy a quemar a ti y a la casa", la amenazó en más de una ocasión, según fuentes de la investigación. Dicho y hecho.
Todos sabían que las cosas iban mal en la pareja. "Mi matrimonio está roto", le había confesado ella a sus familiares, poco tiempo después de comenzar a plantearse el divorcio. Cabo, que había sido expedientado en su trabajo en la policía local y que se buscaba la vida con trabajos de jardinería, ingresó en la cárcel de Picassent y, a los pocos días, en una celda de Enfermería, se lio una sábana al cuello y se ahorcó. No sería el único que usaría el fuego como arma en un verano criminal.
Terminaba el mes de julio. Un león africano llamado Cecil copaba la atención a escala planetaria. El mundo entero, con Estados Unidos a la cabeza, buscaba al cruel cazador que había dado muerte a todo un símbolo de Zimbabue. Pero el último día, el 31, iba a cerrarse con tres brutales crímenes consecutivos que cambiarían el curso informativo en un mes negro de muertes por violencia de género.
Gemma V., de 33 años, llevaba unos meses viviendo en casa de su madre tras separarse de su pareja, en Palma. Aquel viernes él llegó de madrugada, posiblemente bebido. Cogió un cuchillo jamonero y le rebanó el cuello. Después se quedó pegado a ella, viendo cómo se desangraba a su lado, hasta que llegó la madre y se encontró a su hija muerta junto a su exyerno ebrio. Eran las 4.20 horas de la madrugada. Cuatro horas más tarde un hombre mataría a martillazos a su madre en su casa de Madrid. Y poco después, David Oubel, agente de la inmobiliaria Gaubica de Caldas de Reis (Pontevedra) de 40 años, se levantaba de la cama. Tenía ya lista la sierra radial que había comprado hacía días en la ferretería de Eladio por 60 euros. Amanecía en Moraña (Pontevedra), a unos 90 kilómetros de Arbo. Preparó el desayuno para sus hijas. Posiblemente -y a la espera de los resultados de la autopsia-- les puso algún sedante en la leche. Era el último día que estaban juntos porque al día siguiente tendría que devolvérselas a Rocío Vieitez, su exmujer. Hacía dos años que no eran pareja y él --más o menos-- ya había salido del armario. Tenía un novio en una localidad vecina que ya conocían también las niñas. Después de desayunar hizo un par de llamadas. Una a su exmujer y otra a la Guardia Civil con idéntico mensaje: "Voy a matar a mis hijas y luego me suicidaré yo". A continuación se dirigió primero a la habitación donde dormitaba su hija pequeña de cuatro años, Amaia, y le segó el cuello. Después buscó a su hija mayor, de nueve años, Candela. Hizo lo mismo. Luego se lesionó superficialmente. Pasó fugazmente por el hospital y fue directo a la prisión de A Lama y después, por su propia seguridad, a la de León.
El país entero estaba conmocionado por la sucesión de crímenes de violencia machista en un solo mes cuando la tragedia se mascaba en Castelldefels. Allí vivía, en un chalet, la segunda familia del ingeniero uruguayo Ricardo Blanco de 61 años. Las fiestas de días enteros eran conocidas en el vecindario, al igual que las broncas con Maryna, su pareja de origen bielorruso de 45 años, y las desconsoladas llantinas de sus dos hijos, Maxi y Michelle, de 12 y 7 años en el patio. Los escándalos y los gritos habían llegado en decenas de ocasiones mucho más allá del vecindario, y el matrimonio se había convertido en conocido tanto para la policía local como para los Mossos d'Esquadra. Pero nadie pensó en que el 5 de agosto de buena mañana, mientras todos dormían, Blanco iba a levantarse de la cama, iba a coger su arma y, con tremenda determinación, iba a matar uno por uno a los miembros de su familia, empezando por su mujer y terminando por la pequeña. Después de llevarse a todos por delante, se sentaría en el sofá del salón y se descerrajaría un último tiro para acabar con su propia vida.
La atención sobre Castelldefels, aunque regresaría días más tarde, duró poco. El jueves 6 de agosto, un día después de que un menor de 17 años degollase a su madre en Rubí (Barcelona), se perdía la pista de dos chicas en Cuenca, Laura del Hoyo y Marina Okarynska, de 24 y 26 años. Lo que pudo parecer una escapada juvenil de dos amigas se convirtió en un doble crimen que llevaría a España entera hasta Lugoj, Rumanía, detrás de un seat Ibiza verde, el del presunto homicida. Los pormenores del doble asesinato son aún desconocidos porque sobre el caso se cierne el secreto de sumario. Sergio Morate, exnovio de Marina de 31 años, se convertía en el hombre más repudiado, a quien su propia familia le deseaba que le encerrasen para siempre. Y, al mismo tiempo, en el más buscado durante una semana. La policía siguió sus pasos por toda España y parte de Europa hasta que se ocultó en el apartamento de un antiguo compañero de prisión rumano, Itsvan H, donde lo detuvo la policía rumana. A él se le atribuye la muerte de las dos jóvenes, a las que supuestamente estranguló y después enterró en cal viva junto a una poza del nacimiento del río Huécar, en el pueblo de sus padres, Palomera, a 9 kilómetros de las casas colgadas. Sus cuerpos fueron encontrados por un paseante cinco días después de que sus familias denunciasen su desaparición. Laura, que solo fue a acompañar a su amiga a recoger unas cosas que tenía en la casa de su exnovio, encontró la muerte con ella, aunque no entrará en las estadísticas de las víctimas de la violencia de género.
La búsqueda de las dos chicas eclipsó por completo el asesinato de Laura González, de 27 años, que murió abrasada después de que su exnovio, David Batista (30), la rociase con líquido inflamable y le prendiese fuego el 10 de agosto en el supermercado donde trabajaba de dependienta en la isla de La Palma. También quedó oscurecido --por segunda vez en una misma semana-otro crimen machista en la población catalana Castelldefels. No se habían recuperado de la consternación por el asesinato múltiple, cuando el barrio de Can Vinader se desperezaba el 12 de agosto con los tremendos gritos de una mujer de 44 años a la que su expareja estaba matando a machetazos en plena calle. La esperó a la puerta de su casa. Su actual pareja no pudo hacer nada por salvarle la vida. Los vecinos fueron los que atraparon a su agresor, quien presumiblemente pudo ser también el causante de un incendio previo de su casa y de su coche.
Dos días más tarde, en una especie de extraño y delirante rito, una mujer degollaba a su bebé en un altar de la capilla del cementerio de La Villa de Don Fadrique (Toledo). Y cuatro días más tarde un hombre de 72 años se liaba a hachazos con su mujer de 68 en Armilla (Granada). Y por si no hubiese sido suficientemente sangriento el verano, se esclarecían dos casos que incrementaban la cruenta estadística de violencia machista. Se descubría que Leire --de 34 años, madre de dos hijos y en trámite de separación--, la mujer que había aparecido atropellada el 8 de agosto en una cuneta de Bilbao sin que se supiese nada del conductor, en realidad había sido presuntamente asesinada por su expareja, que se tiró al tren en cuanto sintió el aliento de la policía en el cogote. Está muy grave en el hospital de Cruces. Y, por último, se hallaba el cuerpo sin vida de la dominicana Sandra García Geraldino en Utrecht (Holanda), adonde su expareja se había llevado a las dos hijas gemelas que compartían. Ella se fue a buscarlas un día desde Sabadell, donde residía, y nunca regresó.
La ira que impulsa la venganza
Vicente Garrido · Profesor de Criminología de la Universidad de Valencia, y autor de “Perfiles Criminales” (Ariel)
Revisar los crímenes contra las mujeres y los niños de este verano es algo desolador. El asesino ha matado quemando, disparando, cortando a machetazos o motosierra, mediante el atropello, el degüello o el estrangulamiento, y en el último caso conocido una mujer en Ibiza se ha librado por los pelos de ser arrojada al vacío por su expareja. Se desprende de esta letanía homicida que es el hombre el verdugo; las mujeres de este verano, como es lo más habitual, cuando han matado han actuado contra sus hijos, y suelen ser casos donde hay graves problemas mentales o situaciones de indigencia personal, donde 'sobra' un niño y éste es eliminado al poco de nacer.
En Criminología clasificamos a los crímenes de tres o más personas a la vez como 'homicidios múltiples en un solo acto', y en esta categoría se incluyen también los familicidas, sujetos que matan a varios miembros de su familia, normalmente la pareja (o expareja) e hijos, pero en ocasiones se incluyen padres y suegros, u otros familiares que se encontraban en el lugar de los hechos y formaron parte de la ira del agresor. Ha sido la frecuencia de estos homicidios múltiples lo que nos ha dejado atónitos este verano, particularmente la presencia de niños pequeños asesinados, algunos de ellos con extrema crueldad como el de Moraña, cuya falta de piedad resulta casi inverosímil.
He hablado de la ira y ésta es la emoción esencial para comprender estos hechos. Todos estos crímenes aparentemente incomprensibles son el producto de tres factores esenciales. El primero es la venganza, impulsada por la ira y el deseo de castigar. El sujeto siente que su pareja, por su forma de tratarle, o por insistir en abandonarle, le ha inferido una herida psicológica extrema, que requiere de una respuesta definitiva que le sirva de bálsamo para su ego herido. El segundo factor es una personalidad narcisista o dependiente que se asienta en una incapacidad básica para el amor maduro. El tercero es un detonante o punto límite que prende con facilidad el crimen ante víctimas accesibles sin protección.
Incluir a los hijos es la mayor prueba de esa venganza, y cuando el asesino se suicida es prueba de que a la ira se suma la desesperación: "no puedo soportar lo que me haces, tú y los niños estáis condenados, yo incluido". Estos hombres no saben amar, pero matarán ante la ofensa imperdonable.
En Criminología clasificamos a los crímenes de tres o más personas a la vez como 'homicidios múltiples en un solo acto', y en esta categoría se incluyen también los familicidas, sujetos que matan a varios miembros de su familia, normalmente la pareja (o expareja) e hijos, pero en ocasiones se incluyen padres y suegros, u otros familiares que se encontraban en el lugar de los hechos y formaron parte de la ira del agresor. Ha sido la frecuencia de estos homicidios múltiples lo que nos ha dejado atónitos este verano, particularmente la presencia de niños pequeños asesinados, algunos de ellos con extrema crueldad como el de Moraña, cuya falta de piedad resulta casi inverosímil.
He hablado de la ira y ésta es la emoción esencial para comprender estos hechos. Todos estos crímenes aparentemente incomprensibles son el producto de tres factores esenciales. El primero es la venganza, impulsada por la ira y el deseo de castigar. El sujeto siente que su pareja, por su forma de tratarle, o por insistir en abandonarle, le ha inferido una herida psicológica extrema, que requiere de una respuesta definitiva que le sirva de bálsamo para su ego herido. El segundo factor es una personalidad narcisista o dependiente que se asienta en una incapacidad básica para el amor maduro. El tercero es un detonante o punto límite que prende con facilidad el crimen ante víctimas accesibles sin protección.
Incluir a los hijos es la mayor prueba de esa venganza, y cuando el asesino se suicida es prueba de que a la ira se suma la desesperación: "no puedo soportar lo que me haces, tú y los niños estáis condenados, yo incluido". Estos hombres no saben amar, pero matarán ante la ofensa imperdonable.
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