lunes, 18 de mayo de 2015

#hemeroteca #transgenero | El hombre de la casa

Imagen: Pikara
El hombre de la casa
¿Renunciar para siempre a tu sexualidad a cambio de tener más derechos y libertades? Decenas de mujeres de los Balcanes tomaron esta decisión, a menudo para evitar matrimonios concertados, jurando castidad para vivir como hombres. Emilienne Malfatto y Jelena Prtoric han entrevistado a dos de las últimas “vírgenes juradas”.
Emilienne Malfatto y Jelena Prtoric | Pikara Magazine, 2015-05-18
Este reportaje se publicó inicialmente en Le Monde y luego en The Guardian. Ha quedado finalista del European Press Prize 2015.
http://www.pikaramagazine.com/2015/05/virgenes-juradas-balcanes/

El aduanero italiano no sabía qué hacer. ¿Habría leído mal? No, el pasaporte albanés abierto ante sus ojos pertenecía a una mujer. Y sin embargo, la persona que veía detrás del vidrio grueso y sucio era un hombre. Un viejito con pinta atípica, la verdad. La cara surcada por las arrugas, los cabellos blancos y la boina de estilo militar. Y esa voz. Baja, y sin embargo muy clara. Aparcando sus vacilaciones, el encargado del control de pasaportes declaró lo evidente: “Hay un problema, señor, este es el pasaporte de una mujer. Y usted es hombre”.

Varias semanas después, Diana sigue contando la anécdota, medio divertida, medio indignada. ¿Quién se creía ese funcionario italiano? Su voz destila orgullo cuando llega al final de la historia: “Sí, soy yo, le digo que este es mi pasaporte. Y el funcionario se disculpa: Siga, señora. Digo, señor”.

¿Señora o señor? La pregunta es legítima. Diana es una burnesha, una de las últimas “vírgenes juradas” albanesas, mujeres que decidieron vivir como hombres para escapar de un sistema patriarcal. Que escogieron volverse socialmente hombres, haciendo voto de virginidad y celibato. Sólo socialmente: no implica transformaciones físicas más allá de cortarse el cabello y vestirse con ropa de hombre, y tampoco supone una puerta al lesbianismo (aunque sí es una estrategia para desobedecer el mandato del matrimonio heterosexual) ya que se comprometen a renunciar a toda vida sexual y amorosa.

El fenómeno de las vírgenes juradas, que se descubrió después de la caída de los regímenes comunistas de los Balcanes, se conoce aún bastante poco, y está desapareciendo. Se ha documentado sobre todo en Albania, pero ha traspasado fronteras hacia el norte, Montenegro y Kosovo. En Albania quedan algunas, la mayoría ya viejas, y en Montenegro sólo una. Se les llama “burneshe” (feminización de “burra”, “hombre” en albanés) en Albania, y “virdžine” (de “virgo”, “virgen”) en Montenegro. Permanecieron vírgenes por razones diversas, como la ausencia de heredero varón o el rechazo a un matrimonio arreglado; razones en todo caso relacionadas con el honor, no con lo religioso. Por lo tanto, el uso de los verbos “decidir” o “escoger” para evocar el voto de las vírgenes juradas puede llegar a ser problemático. En efecto, si bien la decisión de volverse burnesha partía de la misma mujer, solía acontecer en contextos sociales y familiares particulares.

“Me contaron un caso muy triste: una chica que andaba enamorada de un chico, pero su familia le había concertado un matrimonio con otro. La única solución que encontró fue volverse burnesha”, lamenta Diana. Si bien las uniones concertadas ya no son mayoritarias en Albania, lo eran hace unas décadas. Los matrimonios se concertaban a veces incluso antes de que nacieran los futuros cónyuges, y representaban un compromiso inquebrantable entre dos familias. Rechazar el matrimonio, la alianza, era una afrenta para el honor de ambas familias y podía acarrear “vendettas”; la venganza por la sangre, un uso que rige el “kanún”, el código de honor del siglo XV. Volverse burnesha, pronunciando ante testigos un voto de virginidad, permitía deshacer la promesa de unión sin herir el honor, y evitar la “vendetta”.

“Yo me volví burnesha para tener más libertad”. Diana detiene la cuchara cargada de helado rosado, color bombón químico. Cuando evoca su decisión - con énfasis en el término – se anima. Mejor dicho, él se anima. Diana habla de sí mismo en masculino, a pesar de haber conservado su nombre femenino – no había por qué cambiarlo ya que era el suyo, explica, con una mirada que indica que la pregunta sobra. Su pasado militar está escrito en su rostro y en su actitud. Viste corbata roja y boina negra. Su mirada es dura. Sonríe poco, pero su sonrisa resulta franca. Diana tenía 17 años cuando decidió volverse burnesha. Cumplió 61 en febrero. Pero la edad no le impide nadar casi todos los días en el mar que contempla desde las ventanas del café, uno de sus favoritos en Durrës, un puerto sobre el Adriático donde vivió casi toda su vida. Cuando entra, abraza al mesero, deja sus cigarrillos sobre el mantel amarillo como lo hacen los parroquianos habituales. Y enciende el primero.

“Nací en las montañas del Norte, después de la muerte de mi hermano”. Su madre era de Kosovo, su padre oficial del ejército albanés, radicado en Tropojë cuando nació Diana. Creció en esta ciudad chiquita hasta los nueve años, en una región conservadora y fronteriza con lo que hoy es Kosovo. Luego, Durrës. El puerto, el mar gris en invierno, azul cerúleo en verano. Pero en Tropojë la niña ya era niño. Entre las nueve hermanas y hermanos de la familia, Diana contaba como varón. “Mi padre siempre me consideró como varón, reemplazaba a mi hermano mayor, que murió antes de mi nacimiento. Y yo mismo me sentía varón”. En la escuela, y luego en el liceo, a pesar de los códigos sociales y las miradas pesantes, Diana llevaba pantalones, jugaba a fútbol y peleaba a puños. Sus cabellos largos, hermosos - “más hermosos que los tuyos” – eran la única concesión al género que le asignaron al nacer. Cortó su cabellera a los 17 años. Fue un acto simbólico fuerte, como cortar los últimos vínculos con la feminidad. Lo hizo ante sus padres, pronunciando un juramento: ”Padre, quiero ser burnesha, es mi decisión y no debes oponerte”.

Al recordar su voto, golpea duro la mesa, con la palma de la mano. Luego retoma las largas caladas de su cigarrillo. Diana empezó a fumar a los siete años, con una lula, una larga pipa albanesa. Fumar era entonces un privilegio de hombres.

“De hombres y mujeres como yo”. Encorvada sobre sus rodillas, Stana lía un cigarrillo con cuidado. Lo intenta una vez, dos veces. Tres veces. Le tiemblan las manos. Por el frío y la vejez. A Stana se le olvidó su edad – “72, 75, qué sé yo” – pero sí se acuerda de que tenía cinco años cuando empezó a fumar. Lenta y cuidadosamente, termina de liar su tabaco, recogiendo las briznas que cayeron sobre sus pantalones de pana roja y usada.

Sentada en el único cuarto caliente – gracias a una estufa de madera – de la casa, la última virgen jurada de Montenegro parece tener cien años. Stana Cerović vive en la misma casa donde nació, en la salida del pueblito de Tušine, en el norte del país. Una región de montañas y tradiciones, donde un hijo varón es considerado – aún hoy en día – una bendición. Por el contrario, no tener heredero varón era “una desgracia” cuando ella nació, explica. Ella. A diferencia de Diana, la última virdžina habla de sí misma en femenino.

Los años la volvieron jorobada. Lleva una boina de lana roja que le da un toque vaga y extrañamente revolucionario. Tiene la cara apergaminada, surcada por arrugas. A primera vista resulta difícil saber si es hombre o mujer. Sus actitudes y posturas masculinas contradicen la fragilidad de su silueta.

Un gato blanco y negro, con un tajo en el morro, se cuela en el cuarto. Busca comida en el desorden que cubre el piso. En un rincón, la estufa de madera. Stana frota un fósforo. Un mueble se hunde bajo piezas de loza. En la mesa, una imagen de la Virgen, un corazón de manzana. En el piso, trozos de madera, cacerolas, baldes de agua sucia. Contra la pared, una cama chiquita, deshecha. En frente, otra cama; encima, una sombrilla azul, abierta. En la pared, viejas fotografías. Huele a viejo, a sucio. Hace frío. “No esperaba visitas”, se excusa.

Vive terriblemente sola. El reloj de péndulo desgrana los segundos. Tiene la espalda rota y las piernas cansadas. “Ya no me puedo mover sin bastón”, explica. Y añade que sus orejas “cantan todo el tiempo”: “No oigo bien, les digo a mis orejas ‘canten, canten’ “. Pero aún logra cuidar la vaca que tiene. Y un sobrino le corta trozos de madera para tener con qué calentar el cuarto.

“Mis sobrinos son buenos”. Son los hijos de su hermana. “Tenía cuatro hermanas y dos hermanos, pero los varones murieron cuando eran chiquitos. Las niñas se quedaron… ¡Qué feo destino!”. Stana afirma alto y claro: una hembra vale menos que un varón. “La hembra es para la casa de los demás. Cuando se casa, se va a vivir con desconocidos, y pierde el apellido”. Stana señala los retratos enmarcados en la pared. Entre una foto de su madre y una de su hermana están los que conservaron el apellido Cerović. Un antepasado que fue magistrado, otro que fue un héroe de la región en la época de los Otomanos. Y su padre.

“Amaba mucho a mi padre”. Imita con la mano a un niño chiquito: ”Cuando era muy pequeña y él volvía del campo, yo tomaba una silla pequeña y me sentaba a su lado”. Y cuando sus hermanas se casaron, Stana se negó a dejar su padre y su casa. No quería obedecer a ningún esposo, a ninguna suegra. Escogió el celibato, se volvió virdžina. “Y eso que era muy bonita. Todo el pueblo se sorprendió”, recuerda.

Se quedó en esta casa de piedras en la orilla de la vía, que desaparece bajo la nieve en invierno. Vivió como un hombre, siempre afuera, en el campo, con el ganado, menospreciando el trabajo doméstico asignado a las mujeres. Nunca le gustó ningún chico y nunca se arrepintió de su decisión, afirma con altivez mientras bebe un trago de rakija, aguardiente local. Esta botella no es casera, “pero es muy fuerte, así que esta bien”.

Nunca se arrepintió. “Pero ahora todo el mundo tiene a alguien en su casa, y yo no tengo a nadie”. Sus hermanas fallecieron, el mundo está cambiando. “Ay, si mi pobre Tito estuviera vivo…” A veces, al anochecer, mira por la ventana para ver si hay luces. “La otra noche había luz en casa de mi vecino Brana, aún no se había acostado… “ Luego, mirando a las visitantes, añade: “Dios las guarde de quedarse solas como yo”.

Diana también afirma que no se arrepiente de haber renunciado a casarse, tener hijos o relaciones sexuales. Pero matiza que, de haber nacido en otro país, en otra época, bajo otro régimen, tal vez hubiera escogido otra cosa. Tal vez. “Yo era tan hermosa, ¡hubiera podido ser actriz en Hollywood!” Pero, ¿de qué sirve preguntarse eso ahora? Desecha la pregunta con un gesto de la mano. Le gusta la vida que lleva. Se jubiló tras una carrera en la policía aduanera del puerto de Durrës, y ahora se dedica a pintar, hacer fotografía, pasear en el muelle con su bicicleta. Su condición de “hombre” le permite participar en grupos de reconciliación que trabajan con familias involucradas en casos de vendetta. También tiene los amigos, y la familia – donde asume el papel de “jefe de la familia”, a pesar de tener dos hermanos. Cuando una de sus hermanas se quiso casar con un italiano, fue Diana quien cruzó el Adriático para “informarse” sobre el pretendiente antes de dar su aprobación.

En cuanto a los amigos, prefiere andar con hombres. Las mujeres son celosas, chismosas, débiles, afirma. Pero, sin miedo a incurrir en contradicciones, asegura que lucha por causas feministas. “Claro, me visto de hombre, me volví burnesha, pero siempre luché para que las mujeres pudieran tener los mismos derechos que los hombres”, insiste. Enumera sus “luchas”. Para que las mujeres puedan ser taxistas, para que sus amigos hombres dejen más libres a sus esposas e hijas.

“Hoy en día, las chicas tienen más libertad. Ya no tienen que volverse burnesha para escapar a su condición”. Pero matiza de inmediato: aquí mismo, en Durrës, a una madre de familia su marido y su hijo la pegaron y le cortaron el pelo hace poco. Había llegado tarde de misa.

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