Imagen: El Periódico / Ilustración de Leonard Beard |
Entretenidos en buscar el discurso más contestatario, olvidamos que la gran diferencia que no es otra que la de siempre: la desigualdad.
Najat El Hachmi | El Periódico, 2018-06-30
https://www.elperiodico.com/es/opinion/20180630/articulo-opinion-najat-el-hachmi-la-trampa-de-la-interseccionalidad-6915943
Últimamente me siento muy blanca, muy heterosexual, incluso un poco hombre. En vez de hija de la inmigración me dicen que soy un sujeto racializado, que no sé exactamente lo que quiere decir pero parece que quienes me hablan lo tienen muy claro. ¿De qué raza soy? No lo sé, me quedé con la idea que me transmitieron mis profesores: que la raza no existe cuando hablamos de seres humanos.
Me cuentan que mi feminidad y mi heterosexualidad son simples construcciones sociales que tengo que desmontar pero a la vez me dejan muy claro que en mi caso no puedo ser feminista sin más, que tengo que buscarme lo que me corresponda por procedencia y defenderlo a muerte. Si voy por este camino me encuentro con que tendría que adscribirme al feminismo islámico y decir que el islam es feminista, el pañuelo, liberador, conformarme con no tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, no casarme con alguien que no sea musulmán, que mi testimonio valga la mitad que el de un hombre, recibir en herencia la mitad que mi hermano varón, relativizar el control sobre el cuerpo y la sexualidad que he vivido desde pequeña y negar el sufrimiento de millones de mujeres sometidas al poder patriarcal de la religión.
Mi religión de procedencia
Yo no tendría que permitirme el lujo de hacerme del club opresor del desteñido feminismo laico, aburrido y sospechosamente occidental, no puedo aspirar a defender los mismos derechos como mujer fuera del marco religioso porque, esto también me lo dicen mucho últimamente, las feministas blancas me han colonizado haciéndome creer que en tanto que mujeres compartimos las mismas reivindicaciones y tengo que hacer lo que sea para sacármelas de encima. También me dejan claro que sus opiniones sobre mi religión de procedencia no son válidas porque son un grupo dominante que me somete.
Defender la religión también tendría que estar entre mis prioridades, no basta con reclamar libertad de culto, tengo que darme cuenta de una vez que la laicidad es una imposición imperialista, que no se puede pretender convertirla en valor universal. Por cierto que también me instan a poner en cuestión estos valores tan repugnantemente etnocéntricos como la igualdad, la libertad...
No puedo hablar de fundamentalismo, es un tema que saca la extrema derecha para justificar su racismo. De hecho no tengo que hablar de racismo, tengo que hablar de islamofobia. En nombre de la lucha contra la islamofobia tengo que negar la existencia de corrientes de extrema derecha de raíz musulmana. Cuestionar la religión es muy antiguo, casi 'vintage' y la separación entre esta y el Estado una obsesión occidental.
La culpable de la exclusión
La ley de extranjería es, por supuesto, la culpable de toda la exclusión que sufren las mujeres migrantes (se dice migrantes, no inmigrantes). El machismo en el que han crecido en origen es secundario comparado con el que impone la sociedad de acogida. Por todo esto, tendría que articular mi lucha en clave interseccional o 'decolonial' o ambas a la vez, establecer nítidamente mi diferencia y convertirla en una bandera para demostrar que la sociedad democrática en la que vivo no lo es tanto como había creído, ingenua de mí.
Escuchando algunos discursos sobre alteridad, discriminación, diversidad, etcétera, me da la impresión de que no hablan de mí. Si la discriminación ha sido tradicionalmente ejercida por poderosos de todo tipo, clasistas, machistas y racistas, ahora parece que sean los propios discriminados los que construyen un espacio de lucha disidente en el que no faltan las expulsiones sumarias y la exclusión sin más. Se define quién pertenece o no al grupo oprimido en cuestión y se deja fuera cualquiera que no comulgue al pie de la letra con todos los principios defendidos, se interpreta como ataque cualquier idea que se aleje de estos y se piden credenciales de pertenencia para deslegitimar los argumentos en contra de las propias tesis.
En el caso de que las críticas vengan de un igual, alguien que cumple los requisitos para formar parte del grupo, la respuesta será expulsarlo sentenciando que sufre autoodio o es un desclasado que ha dado la espalda a los suyos o bien se trata de un 'native informant'. Se descartan así las voces distintas dentro del mismo grupo hasta convertirlo en un espacio cerrado y asfixiante. ¿Quién decide la constitución del grupo minoritario? ¿Quién establece los requisitos necesarios para formar parte de él? Pues los autoproclamados portavoces de las minorías que, a golpe de activismo de clic, arrastran más por el lado de la provocación que por la de la reflexión. Mientras tanto, entretenidos en encontrar el lenguaje más alternativo, el discurso más ferozmente contestatario, nos hemos olvidado de la gran diferencia que no es otra que la de siempre, la desigualdad, la brecha entre ricos y pobres, la exclusión económica.
Me cuentan que mi feminidad y mi heterosexualidad son simples construcciones sociales que tengo que desmontar pero a la vez me dejan muy claro que en mi caso no puedo ser feminista sin más, que tengo que buscarme lo que me corresponda por procedencia y defenderlo a muerte. Si voy por este camino me encuentro con que tendría que adscribirme al feminismo islámico y decir que el islam es feminista, el pañuelo, liberador, conformarme con no tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, no casarme con alguien que no sea musulmán, que mi testimonio valga la mitad que el de un hombre, recibir en herencia la mitad que mi hermano varón, relativizar el control sobre el cuerpo y la sexualidad que he vivido desde pequeña y negar el sufrimiento de millones de mujeres sometidas al poder patriarcal de la religión.
Mi religión de procedencia
Yo no tendría que permitirme el lujo de hacerme del club opresor del desteñido feminismo laico, aburrido y sospechosamente occidental, no puedo aspirar a defender los mismos derechos como mujer fuera del marco religioso porque, esto también me lo dicen mucho últimamente, las feministas blancas me han colonizado haciéndome creer que en tanto que mujeres compartimos las mismas reivindicaciones y tengo que hacer lo que sea para sacármelas de encima. También me dejan claro que sus opiniones sobre mi religión de procedencia no son válidas porque son un grupo dominante que me somete.
Defender la religión también tendría que estar entre mis prioridades, no basta con reclamar libertad de culto, tengo que darme cuenta de una vez que la laicidad es una imposición imperialista, que no se puede pretender convertirla en valor universal. Por cierto que también me instan a poner en cuestión estos valores tan repugnantemente etnocéntricos como la igualdad, la libertad...
No puedo hablar de fundamentalismo, es un tema que saca la extrema derecha para justificar su racismo. De hecho no tengo que hablar de racismo, tengo que hablar de islamofobia. En nombre de la lucha contra la islamofobia tengo que negar la existencia de corrientes de extrema derecha de raíz musulmana. Cuestionar la religión es muy antiguo, casi 'vintage' y la separación entre esta y el Estado una obsesión occidental.
La culpable de la exclusión
La ley de extranjería es, por supuesto, la culpable de toda la exclusión que sufren las mujeres migrantes (se dice migrantes, no inmigrantes). El machismo en el que han crecido en origen es secundario comparado con el que impone la sociedad de acogida. Por todo esto, tendría que articular mi lucha en clave interseccional o 'decolonial' o ambas a la vez, establecer nítidamente mi diferencia y convertirla en una bandera para demostrar que la sociedad democrática en la que vivo no lo es tanto como había creído, ingenua de mí.
Escuchando algunos discursos sobre alteridad, discriminación, diversidad, etcétera, me da la impresión de que no hablan de mí. Si la discriminación ha sido tradicionalmente ejercida por poderosos de todo tipo, clasistas, machistas y racistas, ahora parece que sean los propios discriminados los que construyen un espacio de lucha disidente en el que no faltan las expulsiones sumarias y la exclusión sin más. Se define quién pertenece o no al grupo oprimido en cuestión y se deja fuera cualquiera que no comulgue al pie de la letra con todos los principios defendidos, se interpreta como ataque cualquier idea que se aleje de estos y se piden credenciales de pertenencia para deslegitimar los argumentos en contra de las propias tesis.
En el caso de que las críticas vengan de un igual, alguien que cumple los requisitos para formar parte del grupo, la respuesta será expulsarlo sentenciando que sufre autoodio o es un desclasado que ha dado la espalda a los suyos o bien se trata de un 'native informant'. Se descartan así las voces distintas dentro del mismo grupo hasta convertirlo en un espacio cerrado y asfixiante. ¿Quién decide la constitución del grupo minoritario? ¿Quién establece los requisitos necesarios para formar parte de él? Pues los autoproclamados portavoces de las minorías que, a golpe de activismo de clic, arrastran más por el lado de la provocación que por la de la reflexión. Mientras tanto, entretenidos en encontrar el lenguaje más alternativo, el discurso más ferozmente contestatario, nos hemos olvidado de la gran diferencia que no es otra que la de siempre, la desigualdad, la brecha entre ricos y pobres, la exclusión económica.
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