Imagen: Google Imágenes / Uno de los condenados del Caso Arandina |
Que una condena de 38 años sea entendida como un logro feminista es algo que el movimiento no puede permitirse.
Laura Macaya | ctxt, 2020-01-29
https://ctxt.es/es/20200115/Firmas/30692/caso-arandina-punitivismo-feminismo-violencia-machista-laura-macaya.htm
Lo siento, pero no, mucha de la gente que nos hemos indignado con la condena de 38 años de prisión por agresión sexual del llamado Caso Arandina por considerarla abusiva, extremadamente punitivista y éticamente inaceptable, no es porque hemos “estado violando muy alegremente”, como alguna feminista ha argumentado estos días. De hecho, algunas de estas personas estamos profundamente comprometidas en luchar contra las violencias de género e incluso muchas de nosotras trabajamos y militamos cada día para combatirlas. Y, precisamente por ello, nos indigna que estas violencias estén sirviendo para legitimar la rama coactiva y punitiva del Estado, la cual no solo no soluciona el problema, sino que además es ejecutora de nuevas violencias y agravios contra las mujeres más vulnerables.
Pero, ¡qué sorpresa! Una buena parte del feminismo se ha mostrado, si no satisfecho, convencido de que esta pena resulta ejemplarizante para la sociedad y los “potenciales agresores” y que repara y corrige la reiterada culpabilización a las víctimas por parte de los tribunales en este tipo de procesos. Y aunque la expresión de sorpresa es irónica y no es la primera vez que desde algunos sectores feministas se defiende abiertamente o se omite la crítica al punitivismo, en este caso resulta especialmente grave, desesperanzador y preocupante. Que una condena de 38 años, que implica que tres personas pasen una buena parte de su vida privadas de libertad, sea entendida como un logro feminista es algo que el feminismo no puede permitirse. De hecho, creo que este caso tiene que servir como punto de inflexión para plantearse un debate profundo sobre los límites del argumento de la protección a las mujeres y para el cuestionamiento radical del papel del sistema penal en el mismo.
En primer lugar, porque una de las principales justificaciones de la pena en nuestro derecho, la llamada “prevención general negativa”, que consiste en suponer que el castigo tendrá un efecto disuasorio para cometer delitos en general, no se ha mostrado empíricamente eficaz en ningún caso y mucho menos en aquellos delitos de los que son víctimas, de forma prioritaria, las mujeres –como han señalado Elena Larrauri o Paz Francés y Diana Restrepo–. De hecho, penalistas y juristas críticos, como por ejemplo Iñaki Rivera, apuntan al carácter criminógeno de la prisión. Es decir, la cárcel puede ser un elemento contraproducente al destruir la comunidad, la personalidad, la salud y la propia identidad de quien es sometido a la pena privativa de libertad.
Por otra parte, y en cuanto al argumento de la ejemplaridad de la pena, es imprescindible tener en cuenta que este argumento hace una interpretación del sujeto que delinque muy similar a la del sujeto paradigmático de las políticas criminales de “tolerancia cero” ante el delito. Las políticas de “tolerancia cero” son típicas de la ultraderecha y de la derecha neoliberal y no cabe más que recordar las propuestas de José María Aznar de “tolerancia cero con los intolerantes que fomenten el terrorismo” o las propuestas de Vox en defensa de la “tolerancia cero con la inmigración ilegal” para dar cuenta de ello. Según este modelo de administrar la seguridad, quien delinque lo hace tras una valoración racional de costes y beneficios y, por tanto, es necesario aumentar de forma desmesurada las consecuencias negativas del delito, es decir las penas, con la finalidad de que a nadie le sea rentable delinquir. Esta concepción del sujeto que delinque justifica la tipificación de nuevos delitos, el aumento de las penas al margen de la gravedad del daño cometido y una asfixiante presión policial y control preventivo sobre los supuestos grupos productores de riesgo, que no son otros que aquellos establecidos con la marca de la inadaptación a los valores de la cultura occidental de las clases medias, con el sesgo racista y clasista que conlleva, lo que se evidencia en los análisis de la procedencia cultural y de clase de la población penitenciaria.
La ambivalencia de algunos feminismos respecto a la aplicación de sanciones penales a personas que agreden a las mujeres “redibuja inadvertidamente las mismas configuraciones y efectos del poder que pretenden derrotar”, como acertadamente señala Wendy Brown. Y, en este caso, esto sucede al legitimar y consolidar una de las instituciones que más injusticias y violencias ejerce contra las mujeres más marginalizadas: el sistema penal y la prisión en sus versiones más duras y neoliberales.
Pero no es este el único elemento en el que estas propuestas de más penas y penas más duras pueden estar redibujando los mismos efectos que dicen pretender combatir. Uno de los problemas menos evidentes del uso de la estrategia penal es el de cómo esta acaba rediseñando y fortaleciendo las identidades de género patriarcales tanto en los hombres como en las mujeres. Uno de los argumentos clave para defender, o como mínimo no desaprobar, la aplicación de estas penas “ejemplares” en el llamado Caso Arandina ha sido el de que estas servían para reparar el daño y desculpabilizar a la víctima. La defensa de la víctima se ha construido como un argumento inapelable para plantear cualquier tipo de propuesta, sobre todo en estos tiempos en que las víctimas reales han sido desplazadas por un imaginario más interesante para cualquier poder (pero especialmente para el poder punitivo): el de la víctima impotente e irresponsable. Ante esto creo que resulta imprescindible que el feminismo tenga en cuenta los efectos que esta idea de víctima tiene sobre la configuración, no solo de la experiencia de las mujeres víctimas de la violencia de género, sino sobre la configuración de todas las mujeres como categoría.
Defender o conformarse con la solución punitiva a las violencias de género significa renunciar a transformar las condiciones que favorecen y generan esa violencia, como pueden ser la cárcel y la cultura del castigo, pero también, la legislación en materia de extranjería o la precariedad de los sectores laborales feminizados. Además, significa olvidar que todos esos mecanismos de dominación constituyen a los sujetos y los distribuyen en relaciones de asimetría y usurpación. Es el caso del sistema penal, el cual, no solo representa y protege a las mujeres, de hecho, eso es precisamente lo que menos hace, sino que las constituye mediante la exigencia de cumplimiento de su normativa hegemónica de género como condición para ser reconocidas como víctimas. La “buena víctima” es irresponsable, pasiva, pacífica, bondadosa, infantil, sincera y a poder ser, sexualmente poco activa, poco cómplice de los ‘sucios deseos masculinos’ y conservadora de la virtud del sexo santificado, sano o, en estos tiempos, de aquel que se define como “bueno” invocando al feminismo.
Lamentablemente todas estas atribuciones que el derecho penal va a exigir a la víctima para, con suerte, garantizar su protección son reforzadas por algunos discursos feministas. Esto no tiene en cuenta que estas atribuciones son las mismas que han configurado la feminidad clásica y patriarcal y que sirven para desproteger y castigar a las mujeres que no cumplen con el mandato. Pues no, no creo que las víctimas de violencia de género sean más buenas, sinceras, pacíficas ni éticamente admirables que ninguna otra víctima, pero tampoco que ninguna otra persona. Esencializar estos valores en las víctimas de la violencia de género, siendo además que esta atribución, la de víctima, se naturaliza en la totalidad de las mujeres, nos hace un flaco favor a todas y además va a encontrar oposición en aquellas que pensamos que los derechos y el reconocimiento nada tienen que ver con la excelencia moral de quien debe disfrutarlos.
En el Caso Arandina, por ejemplo, muchas han sido las voces que han reclamado la gravedad de los hechos argumentando que la víctima era una “niña” atacada por “hombres” en un uso perverso de la dicotomía entre la inocencia infantil de la víctima y la perversión sexual del hombre adulto, cuando la diferencia de edad entre los agresores y la víctima era escasa. El sexo consentido entre una chica de 15 años y un hombre adulto, cuando además la diferencia de edad no es significativa, no me parece, en sí mismo, éticamente reprobable y nos vamos a encontrar con muchas dificultades cuando queramos defender la libertad y la autonomía sexual de las chicas jóvenes si seguimos por ese camino. Lo que es reprobable e inadmisible en este caso es el abuso de poder, la falta de consentimiento y la camaradería masculina ante la violencia y la agresión en último término. Y para abordar todo ello es necesario que nos alejemos de las soluciones centradas en el litigio individualizado, porque este no puede hacerse cargo de abordar la complejidad de las causas de la violencia. Las lógicas del litigio construyen un escenario confrontado y dicotómico que necesita de la construcción de un agresor deshumanizado y perverso y una víctima inocente, este último, elemento clave para la posterior culpabilización de las víctimas “incumplidoras”.
Es urgente revisar otras formas de administrar justicia que no estén basadas en la afrenta y la eliminación del otro, que realmente reparen el daño a la víctima y promuevan la transformación de todas aquellas estructuras e instituciones que generan y promueven más violencias, más castigos y más precariedad. Solo de este modo es posible reflexionar juntas acerca de propuestas que refuercen nuestras comunidades, en lugar de destruirlas, para que podamos elaborar formas propias de garantizar la libertad y la protección individual y colectiva con el fin de permanecer más fuertes y unidas a la hora de enfrentarnos a los sistemas de distribución injustos, las normativas sexuales y de género, la represión y la punitividad que, no olvidemos, atentan especialmente contra las comunidades más vulnerables.
Que el feminismo no es un movimiento unitario, es una obviedad, pero en estos momentos me parece urgente visibilizar esa fractura. Es imprescindible luchar por un feminismo que favorezca el acceso a mayor libertad en cuanto a las normativas sexuales y de género y mayor igualdad en cuanto a la distribución de recursos y prerrogativas para las mujeres y personas disidentes de los géneros normativos, pero no en exclusiva, ni en contradicción con la libertad de otros colectivos igualmente dominados. Algunas feministas no vamos a dejar de defender un feminismo que acoja y que priorice la libertad no contrapuesta a la igualdad en el acceso a los recursos, ni entendida como licencia de un sujeto infantilizado. ¡Con nosotras quien quiera!
Laura Macaya Andrés es experta en atención directa y diseño de políticas públicas en materia de violencias de género. Forma parte del colectivo “Proyecto X”.
Pero, ¡qué sorpresa! Una buena parte del feminismo se ha mostrado, si no satisfecho, convencido de que esta pena resulta ejemplarizante para la sociedad y los “potenciales agresores” y que repara y corrige la reiterada culpabilización a las víctimas por parte de los tribunales en este tipo de procesos. Y aunque la expresión de sorpresa es irónica y no es la primera vez que desde algunos sectores feministas se defiende abiertamente o se omite la crítica al punitivismo, en este caso resulta especialmente grave, desesperanzador y preocupante. Que una condena de 38 años, que implica que tres personas pasen una buena parte de su vida privadas de libertad, sea entendida como un logro feminista es algo que el feminismo no puede permitirse. De hecho, creo que este caso tiene que servir como punto de inflexión para plantearse un debate profundo sobre los límites del argumento de la protección a las mujeres y para el cuestionamiento radical del papel del sistema penal en el mismo.
En primer lugar, porque una de las principales justificaciones de la pena en nuestro derecho, la llamada “prevención general negativa”, que consiste en suponer que el castigo tendrá un efecto disuasorio para cometer delitos en general, no se ha mostrado empíricamente eficaz en ningún caso y mucho menos en aquellos delitos de los que son víctimas, de forma prioritaria, las mujeres –como han señalado Elena Larrauri o Paz Francés y Diana Restrepo–. De hecho, penalistas y juristas críticos, como por ejemplo Iñaki Rivera, apuntan al carácter criminógeno de la prisión. Es decir, la cárcel puede ser un elemento contraproducente al destruir la comunidad, la personalidad, la salud y la propia identidad de quien es sometido a la pena privativa de libertad.
Por otra parte, y en cuanto al argumento de la ejemplaridad de la pena, es imprescindible tener en cuenta que este argumento hace una interpretación del sujeto que delinque muy similar a la del sujeto paradigmático de las políticas criminales de “tolerancia cero” ante el delito. Las políticas de “tolerancia cero” son típicas de la ultraderecha y de la derecha neoliberal y no cabe más que recordar las propuestas de José María Aznar de “tolerancia cero con los intolerantes que fomenten el terrorismo” o las propuestas de Vox en defensa de la “tolerancia cero con la inmigración ilegal” para dar cuenta de ello. Según este modelo de administrar la seguridad, quien delinque lo hace tras una valoración racional de costes y beneficios y, por tanto, es necesario aumentar de forma desmesurada las consecuencias negativas del delito, es decir las penas, con la finalidad de que a nadie le sea rentable delinquir. Esta concepción del sujeto que delinque justifica la tipificación de nuevos delitos, el aumento de las penas al margen de la gravedad del daño cometido y una asfixiante presión policial y control preventivo sobre los supuestos grupos productores de riesgo, que no son otros que aquellos establecidos con la marca de la inadaptación a los valores de la cultura occidental de las clases medias, con el sesgo racista y clasista que conlleva, lo que se evidencia en los análisis de la procedencia cultural y de clase de la población penitenciaria.
La ambivalencia de algunos feminismos respecto a la aplicación de sanciones penales a personas que agreden a las mujeres “redibuja inadvertidamente las mismas configuraciones y efectos del poder que pretenden derrotar”, como acertadamente señala Wendy Brown. Y, en este caso, esto sucede al legitimar y consolidar una de las instituciones que más injusticias y violencias ejerce contra las mujeres más marginalizadas: el sistema penal y la prisión en sus versiones más duras y neoliberales.
Pero no es este el único elemento en el que estas propuestas de más penas y penas más duras pueden estar redibujando los mismos efectos que dicen pretender combatir. Uno de los problemas menos evidentes del uso de la estrategia penal es el de cómo esta acaba rediseñando y fortaleciendo las identidades de género patriarcales tanto en los hombres como en las mujeres. Uno de los argumentos clave para defender, o como mínimo no desaprobar, la aplicación de estas penas “ejemplares” en el llamado Caso Arandina ha sido el de que estas servían para reparar el daño y desculpabilizar a la víctima. La defensa de la víctima se ha construido como un argumento inapelable para plantear cualquier tipo de propuesta, sobre todo en estos tiempos en que las víctimas reales han sido desplazadas por un imaginario más interesante para cualquier poder (pero especialmente para el poder punitivo): el de la víctima impotente e irresponsable. Ante esto creo que resulta imprescindible que el feminismo tenga en cuenta los efectos que esta idea de víctima tiene sobre la configuración, no solo de la experiencia de las mujeres víctimas de la violencia de género, sino sobre la configuración de todas las mujeres como categoría.
Defender o conformarse con la solución punitiva a las violencias de género significa renunciar a transformar las condiciones que favorecen y generan esa violencia, como pueden ser la cárcel y la cultura del castigo, pero también, la legislación en materia de extranjería o la precariedad de los sectores laborales feminizados. Además, significa olvidar que todos esos mecanismos de dominación constituyen a los sujetos y los distribuyen en relaciones de asimetría y usurpación. Es el caso del sistema penal, el cual, no solo representa y protege a las mujeres, de hecho, eso es precisamente lo que menos hace, sino que las constituye mediante la exigencia de cumplimiento de su normativa hegemónica de género como condición para ser reconocidas como víctimas. La “buena víctima” es irresponsable, pasiva, pacífica, bondadosa, infantil, sincera y a poder ser, sexualmente poco activa, poco cómplice de los ‘sucios deseos masculinos’ y conservadora de la virtud del sexo santificado, sano o, en estos tiempos, de aquel que se define como “bueno” invocando al feminismo.
Lamentablemente todas estas atribuciones que el derecho penal va a exigir a la víctima para, con suerte, garantizar su protección son reforzadas por algunos discursos feministas. Esto no tiene en cuenta que estas atribuciones son las mismas que han configurado la feminidad clásica y patriarcal y que sirven para desproteger y castigar a las mujeres que no cumplen con el mandato. Pues no, no creo que las víctimas de violencia de género sean más buenas, sinceras, pacíficas ni éticamente admirables que ninguna otra víctima, pero tampoco que ninguna otra persona. Esencializar estos valores en las víctimas de la violencia de género, siendo además que esta atribución, la de víctima, se naturaliza en la totalidad de las mujeres, nos hace un flaco favor a todas y además va a encontrar oposición en aquellas que pensamos que los derechos y el reconocimiento nada tienen que ver con la excelencia moral de quien debe disfrutarlos.
En el Caso Arandina, por ejemplo, muchas han sido las voces que han reclamado la gravedad de los hechos argumentando que la víctima era una “niña” atacada por “hombres” en un uso perverso de la dicotomía entre la inocencia infantil de la víctima y la perversión sexual del hombre adulto, cuando la diferencia de edad entre los agresores y la víctima era escasa. El sexo consentido entre una chica de 15 años y un hombre adulto, cuando además la diferencia de edad no es significativa, no me parece, en sí mismo, éticamente reprobable y nos vamos a encontrar con muchas dificultades cuando queramos defender la libertad y la autonomía sexual de las chicas jóvenes si seguimos por ese camino. Lo que es reprobable e inadmisible en este caso es el abuso de poder, la falta de consentimiento y la camaradería masculina ante la violencia y la agresión en último término. Y para abordar todo ello es necesario que nos alejemos de las soluciones centradas en el litigio individualizado, porque este no puede hacerse cargo de abordar la complejidad de las causas de la violencia. Las lógicas del litigio construyen un escenario confrontado y dicotómico que necesita de la construcción de un agresor deshumanizado y perverso y una víctima inocente, este último, elemento clave para la posterior culpabilización de las víctimas “incumplidoras”.
Es urgente revisar otras formas de administrar justicia que no estén basadas en la afrenta y la eliminación del otro, que realmente reparen el daño a la víctima y promuevan la transformación de todas aquellas estructuras e instituciones que generan y promueven más violencias, más castigos y más precariedad. Solo de este modo es posible reflexionar juntas acerca de propuestas que refuercen nuestras comunidades, en lugar de destruirlas, para que podamos elaborar formas propias de garantizar la libertad y la protección individual y colectiva con el fin de permanecer más fuertes y unidas a la hora de enfrentarnos a los sistemas de distribución injustos, las normativas sexuales y de género, la represión y la punitividad que, no olvidemos, atentan especialmente contra las comunidades más vulnerables.
Que el feminismo no es un movimiento unitario, es una obviedad, pero en estos momentos me parece urgente visibilizar esa fractura. Es imprescindible luchar por un feminismo que favorezca el acceso a mayor libertad en cuanto a las normativas sexuales y de género y mayor igualdad en cuanto a la distribución de recursos y prerrogativas para las mujeres y personas disidentes de los géneros normativos, pero no en exclusiva, ni en contradicción con la libertad de otros colectivos igualmente dominados. Algunas feministas no vamos a dejar de defender un feminismo que acoja y que priorice la libertad no contrapuesta a la igualdad en el acceso a los recursos, ni entendida como licencia de un sujeto infantilizado. ¡Con nosotras quien quiera!
Laura Macaya Andrés es experta en atención directa y diseño de políticas públicas en materia de violencias de género. Forma parte del colectivo “Proyecto X”.
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