miércoles, 8 de enero de 2020

#hemeroteca #machismo #lgtbifobia | Machismo y LGTBIfobia en la políticas pública

Imagen: Pikara / Ilustración de Emma Gascó
Machismo y LGTBIfobia en la políticas públicas.
¿La diversidad sexual y de género debe estar asociada a igualdad de género o es conveniente ubicarla con las políticas de inmigración, discapacidad u otras? ¿La lucha contra la violencia de género debe incluir a la LGTBIfobia o no debe hacerlo?
Teresa Maldonado | Pikara, 2020-01-08
https://www.pikaramagazine.com/2020/01/machismo-y-lgtbifobia-en-la-politicas-publicas/

El feminismo nos enseña muchas cosas; por ejemplo, esta: que la construcción social del género en las sociedades patriarcales consiste, entre otras cosas, en la adjudicación sistemática de unas características psicológicas muy concretas a los seres humanos en función de que sean reconocidos (1) al nacer como hembras o como machos. Es el famoso “no se nace mujer, llega una a serlo” con el que arranca el segundo volumen de ‘El Segundo Sexo’, publicado por Simone de Beauvoir hace ahora setenta años. A partir de unos datos definidos como “naturales” (los genitales, que a su vez pueden coincidir completamente o no con el sexo cromosómico) los géneros masculino y femenino se encarnan en las personas concretas produciendo hombres y mujeres (2). El sistema sexo-género (o patriarcado) es una estructura social de distribución binaria de las personas en compartimentos estancos y excluyentes que las clasifican o bien como hombres, o bien como mujeres. A cada una de estas categorías se asocian luego una serie de características psicológicas complementarias que deberán conformar la estructura psíquica de los individuos para que puedan ser aceptados socialmente y considerados “normales”. Dicotomías muy variadas (como los pares pensamiento/emoción, actividad/pasividad, agresividad/docilidad, abstracción/practicidad, objetividad/subjetividad, espíritu/materia y un larguísimo etcétera) se encabalgan y combinan entre sí definiendo unos contornos muy identificables que delimitan con nitidez qué-debe-ser-un-hombre y qué-debe-ser-una-mujer (3).

Se trata, por tanto, de una organización binaria de la rica e inabarcable variedad humana, que tiene muchas consecuencias. La primera es que no existe en el patriarcado la posibilidad de que ningún ser humano quede fuera de una de esas casillas clasificadoras, o que transite de una a otra, o que se instale en algún punto intermedio, o que pueda ocupar las dos, o que pueda crear una tercera. Las personas andróginas, las sexualmente ambiguas o indefinidas son percibidas en el patriarcado como sospechosas e inquietantes. Por ello, aquellas cuyo sexo biológico no es evidente o claro en el momento del nacimiento son forzadas inmediatamente a ocupar una casilla o la otra, a veces incluso mediante intervenciones quirúrgicas que eliminen lo que se interpreta como insoportable ambigüedad anatómica. Esta es ya una primera forma de violencia LGTBIfóbica que obliga a las criaturas intersexuales a introducirse en uno de los compartimentos binarios, interviniendo médicamente en el mismo cuerpo si ello es considerado preciso por el ‘establishment’ médico al servicio del orden patriarcal.

Pero el orden patriarcal no se limita a establecer la obligatoriedad de unas identidades y sus correspondientes expresiones de género binarias, dicotómicas y complementarias. Añade una normatividad igualmente estricta en relación a la correcta orientación del deseo. Por eso se habla también de “heteropatriarcado”, porque la norma heterosexual, junto con la concepción de la homosexualidad, el lesbianismo y la bisexualidad como desviaciones de lo-que-debe-ser son ingredientes fundamentales para el mantenimiento del estado de cosas.

En esa construcción que divide a la humanidad en varones-hombres y hembras-mujeres, que obliga (o por lo menos empuja) a unas y otros a la heterosexualidad (y en la que las personas trans, por definición, no existen) las mujeres son siempre la parte desfavorecida. Una distribución más o menos inflexible de espacios, tareas y —como he apuntado ya— hasta conductas y modos de ser (4) establece que unos son femeninos y propios de las mujeres y otros masculinos y propios de los hombres. La desigualdad y la injusticia de género se manifiestan y afectan a las mujeres de múltiples maneras. La violencia machista que algunos hombres ejercen sobre las mujeres y que llega en los casos más extremos a la violación o al asesinato son algunas de sus expresiones más crudas.

Pero la violencia machista no se reduce a la que sufren las mujeres por parte de los hombres, a pesar de que esta es cuantitativa y cualitativamente una buena porción de aquella. La violencia patriarcal se ceba también con todas a aquellas personas que de una forma u otra desoyen e incumplen el llamado mandato de género: los hombres femeninos, las mujeres masculinas, las personas identificadas al nacer como hombres que se auto-identifican y/o expresan como mujeres (o al revés) y quienes tienen un deseo orientado hacia las personas de su mismo sexo/género. La violencia machista en su versión de violencia LGTBIfóbica también llega muchas veces al asesinato o a la inducción al suicidio, como sucede en el caso de muchas criaturas trans, gais, lesbianas, bisexuales o intersexuales que son sometidas a ‘bullying’ y acoso en sus centros educativos.

A menudo, los medios de comunicación, algunas oenegés que trabajan la diversidad sexual o el antirracismo y determinadas campañas institucionales asocian la violencia que sufren las personas LGTBI por el hecho de serlo a formas de rechazo o intolerancia cultural, étnica o religiosa que están en el origen de otros delitos de odio como los racistas. Pero la violencia LGTBIfóbica, los delitos de odio contra gais, lesbianas, bisexuales, personas trans o contra personas que simplemente tienen un comportamiento o una actitud que desde los parámetros patriarcales no se considera apropiada es una violencia esencialmente patriarcal, que tiene el mismo origen que la que sufren las mujeres a manos de hombres por el solo hecho de serlo. Es una violencia correctiva y punitiva contra quien no cumple con lo que el sistema sexo/género, el patriarcado, como sistema de poder que es, establece como obligatorio.

Cierto que las palabras ‘homofobia’, ‘lesbofobia’, ‘transfobia’, ‘bifobia’ o ‘LGTBIfobia’ muestran un evidente paralelismo semántico con ‘xenofobia’ (5). En los comportamientos que todas esas palabras señalan hay componentes de rechazo, odio y temor hacia el otro, hacia el diferente. Y cierto también que es necesario garantizar el respeto a los derechos humanos de todas las personas al margen de origen, etnia, cultura, creencias, religión, ideas políticas, sexo, expresión de género u orientación sexual, edad, situación administrativa u otras circunstancias. Especialmente en un momento en el que están aflorando en diversas partes del globo síntomas que indican que podríamos estar ante una involución, con el auge a escala mundial de las ultraderechas que ponen el foco, precisamente, tanto en la igualdad de género y la diversidad sexual, como en las personas migrantes. Sin embargo, podemos afirmar —no sé si añadir ‘todavía’—que las actitudes racistas, sexistas, xenófobas o LGTBIfóbicas son consideradas de forma mayoritaria como indebidas en una sociedad que se quiere (o se jacta de ser) abierta, plural, respetuosa con la diferencia e inclusiva de la diversidad humana. Hay que recordar también que los derechos de las mujeres son derechos humanos, como lo son los derechos de las personas migrantes y/o racializadas, o los derechos de gais, lesbianas, bisexuales, personas trans e intersexuales.

De acuerdo. Pero todo ello no debe hacernos olvidar que, a diferencia de lo que ocurre con la xenofobia, que puede ir asociada o no a machismo y misoginia, en la LGTBIfobia hay siempre una gran dosis de ambos, de misoginia entendida como rechazo no sólo a las mujeres sino a todo lo considerado femenino, de desprecio por el “hombre” que se comporta como una “mujer”, de reprobación contra la “mujer” que se comporta como un “hombre” y, en definitiva, de repudio hacia quien desobedece los mandatos de género y se sale de la cuadrícula.

La necesidad de defender los derechos humanos de todas las personas no debe llevarnos a malinterpretar la génesis de la LGTBIfobia ni a ocultar su vínculo con la misoginia, el machismo y la opresión de las mujeres en las sociedades patriarcales. La pareja de gais blancos que recibe una paliza callejera “por” no ocultarse (6) está sufriendo la homofobia igual que todas las personas negras sufren el racismo de forma cotidiana. Y si se tratara de una pareja de lesbianas negras que son agredidas por el hecho de serlo (obviamente, por el hecho de ser ‘todo lo que son’ a la vez) sería ridículo poner a funcionar el bisturí analítico para discernir cuántos de los golpes responden al racismo y cuántos se explican por la lesbofobia de los agresores (estoy pensando en un caso que en el que los agresores son varones heterosexuales blancos, a la vez lesbófobos y racistas). Se da además la circunstancia de que con una altísima frecuencia los individuos y los colectivos racistas son también homófobos (lesbófobos, transfobos, etc.), y al revés. Todo ello lleva a la constatación, como ya he señalado, de que es necesario intervenir para perseguir esas vulneraciones de derechos y re-educar a esos individuos de una forma integral desde una perspectiva general de derechos humanos (también lleva a insistir por parte de las instituciones en un mensaje de respeto a la diversidadd y a perseguir policial y judicialmente a colectivos expresamente racistas o LGTBIfóbicos).

Pero no por ello deja de tener sentido un ejercicio de análisis que ubique cada vulneración de derechos humanos en el lugar correspondiente, evitando el ‘totum revolutum’. Un análisis que revele a qué responde cada una de esas vulneraciones. Hacerlo es fundamental a la hora de establecer un diseño institucional u otro en el organigrama de los departamentos de las instituciones públicas. ¿La diversidad sexual y de género debe estar asociada a igualdad de género o es conveniente ubicarla con las políticas de inmigración, discapacidad u otras? ¿La lucha contra la violencia de género debe incluir a la LGTBIfobia o no debe hacerlo? ¿Las estrategias que puedan diseñarse para combatir el machismo (y en particular la violencia machista) en los centros educativos deben incluir como objetivo erradicar el ‘bullying’ homofóbico o es mejor que no lo hagan y se limiten a considerar la violencia que sufren las chicas por parte de algunos chicos?

En los contextos institucionales, ubicar la defensa de los derechos humanos de las personas LGTBI junto con la defensa de los derechos de las mujeres o, en cambio, identificarlos más bien con la lucha contra el racismo (o con la defensa de los derechos de las personas con discapacidad) no es una disquisición teórica y abstracta sin más implicaciones, sino que tiene consecuencias prácticas. Bien: las feministas no somos unánimes al respecto. Algunas, por las razones que vengo señalando, defendemos que las políticas LGTBI deben ser una parte de las políticas de género, y que la lucha contra la violencia de género debe incluir a la LGTBIfobia (7).

Otras feministas manifiestan cierta prevención ante este planteamiento. Temen que las políticas LGTBI (siglas en las que la “G” es o ha sido mucho tiempo el referente predominante) puedan fagocitar o detraer recursos y atención a la igualdad de género centrada en las mujeres. Señalan que poner el foco en la violencia que sufren las criaturas LGTBI podría eclipsar la que sufren todas las niñas, o muchas de ellas. Otras veces, ante el enfoque que vincula estrechamente las políticas de igualdad de género con las de diversidad sexual, aflora el reparo de que esa perspectiva podría ocultar la misoginia y/o el machismo de algunos hombres gais (8).

En mi opinión esos peligros existen. Por eso es imprescindible hilar fino para que sean posibilidades que no lleguen a materializarse: que la diversidad sexual y de género esté incluida en o estrechamente vinculada a la igualdad/desigualdad de género no debería suponer nunca detraer recursos ni atención de las políticas de igualdad de género que buscan acabar con la desigualdad entre mujeres y hombres. Tampoco en lo que toca a la lucha contra la violencia machista de hombres hacia mujeres (9).

Reconocer la existencia de esos peligros y, a la vez, defender la vinculación de la igualdad de género con la diversidad sexual y de género pone de manifiesto dos cosas: la complejidad del mundo en el que vivimos y la necesidad de afinar mucho la acción política institucional.

Notas de la autora:
  1. Otras feministas dirían aquí “identificados” o “catalogados”, pero yo prefiero decirlo como lo he puesto.
  2. He utilizado los términos “hembras” y “machos” para remarcar que se trata de identificar unas características fisiológicas, aunque en castellano es común también usar el sustantivo “varón” para designar a los machos de la especie mamífera que somos. Pero, en realidad, se designa a los bebés como niños o niñas, es decir, futuros hombres y futuras mujeres. Además, con las últimas tecnologías de imagen prenatal, esta identificación se lleva a cabo antes del nacimiento, lo que implica que la maquinaria de producir género también se pone en marcha antes de ese momento.
  3. Convendría hacer aquí un comentario sobre el planteamiento de Judith Butler y sus seguidoras, según el cual no sólo el género sino también el sexo sería una construcción social. No puedo extenderme ahora en ello, pero no quiero dejar de apuntar que, en todo caso, sexo y género no pueden ser construcciones sociales en el mismo sentido. Todo dato biológico se inserta en una retícula interpretativa previa, para los animales humanos no hay acceso directo a la naturaleza, sino siempre una relación mediada, interpretada. Pero eso no lleva inevitablemente a concluir que “no hay hechos, sólo hay interpretaciones” como hace Nietzsche, o Foucault siguiendo sus pasos, o que tan construcción social es el sexo como el género, como hace Butler en la estela de ambos. Me he referido a ello en alguna ocasión como excesos hiperconstructivistas del feminismo, cfr. por ejemplo: Teresa Maldonado, “Ciencia, religión y feminismo”, Isegoría/45 (2011).
  4. Una distribución de tareas, espacios y modos de ser que es inflexible en distintos grados en función de las condiciones sociohistóricas y las coordenadas geográficas concretas en las que se inserte el patriarcado en cada momento.
  5. Cuando hago referencia a la LGTBIfobia o a la violencia LGTBIfóbica estoy incluyendo en ella todas las formas odio y rechazo contra lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, transgénero e intersexuales y, en general, contra lo que a veces se llama disidencia sexual y/o de género. Por supuesto, no pretendo que nada de lo que digo se sustraiga al debate y a la discusión colectiva como, según Amelia Valcárcel sucede cada vez que se utilizan palabras que acaban en “fobia” (lo defendía en un artículo el 20 de julio en ‘El País’ titulado “Cuidado con las palabras que terminan en fobia”). Al margen del profundo desacuerdo que mantengo con ella y con otras feministas en relación a su consideración de la transexualidad, coincido en que asistimos a una inflación del sufijo que puede ser muy problemática.
  6. Las comillas responden a que ese “por” sólo puede apuntar al ‘motivo’, no —obviamente— a ninguna ‘razón’ por la que serían agredidos. El motivo explica lo que ha ocurrido; la razón, en cambio, lo justificaría.
  7. Y la violencia intragénero, añadiría también (o a una parte de la violencia intragénero, al menos, dependiendo de la definición de la misma que asumamos), pero esto precisaría de matizaciones en las que no puedo entrar ahora.
  8. Hay otro tipo de reparos que vendrían de la mano de lo que se viene llamando feminismo terf (de ‘Trans-Exclusionary Radical Feminists’, es decir, feministas radicales que excluyen a las personas trans), con las que no es el caso entrar ahora a polemizar. Son planteamientos que hasta hace muy poco eran bastante minoritarios en nuestro entorno, por lo menos de forma pública, pero que en los últimos meses han ocupado, por desgracia, un gran espacio en redes sociales y medios feministas. A pesar de que otras teóricas los defienden, uno de los locus classicus de tales posiciones es ‘La herejía lesbiana’, de Sheila Jeffreys. En algunos lugares ha llegado a haber incidentes de cierta gravedad en relación con esta postura, como los del orgullo de 2018 en Londres. No es mi objetivo con este artículo terciar en ese debate, pero, obviamente, está presente de forma tangencial.
  9. Siendo conscientes de que no es equiparable la situación concreta de todas las mujeres, ni la de todos los hombres (ni, por lo demás, la de todas las lesbianas, o los gais, o las personas trans, o intersexuales) y que por ello las políticas de género deben tener en cuenta la posición concreta de los grupos en situación de mayor vulnerabilidad y los cruces de las múltiples discriminaciones.

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