Imagen: ctxt / Gina Lollobrigida en 'La ley' (1959) |
Tras la Segunda Guerra Mundial, las actrices italianas permanecieron alejadas del ideal estético de Hollywood y representaron a la vecina, la novia, la esposa.
Dani Bernabé | ctxt – Contexto y Acción, 2016-10-01
http://ctxt.es/es/20160928/Culturas/8721/Maggioratas-cine-italiano-actrices-italianas-neorrealismo-Fellini-PCI-Visconti.htm
‘La gran belleza’ ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 2013, y culminó así un exitoso trayecto donde público y crítica resaltaron el magnetismo de un personaje protagonista, Jep Gambardella, una enorme factura formal y la exploración de recuerdos y traumas en el inicio del ocaso de una vida. Pocas fueron las líneas dedicadas a Sabrina Ferilli, la actriz que dio el contrapunto femenino en la cinta de Sorrentino, más allá de resaltar su evidente atractivo: curvilínea, morena e irresistible.
Ferilli se inscribe dentro de algo más que una tradición cinematográfica. Forma parte de un fenómeno, el de las actrices italianas, casi un culto laico que se contempla sin apellidos, tan sólo como una explosión de femineidad natural que llena la pantalla. Sin embargo, detrás de una aparente inclinación por la belleza hay toda una construcción cultural, influida por acontecimientos históricos, visión de género y necesidades políticas que se ha extendido más de medio siglo hasta llegar a nosotros. Y todo comenzó en una batalla.
En enero de 1944, los aliados preparan el asalto a Roma. Antes deben atravesar la Línea Gustav, una serie de fortificaciones al sur de la capital italiana tras las que se parapetan los nazis esperando detener su avance. El punto elegido para romper las defensas alemanas es Montecassino, una colina que destaca en el abrupto paisaje entre ríos y vegetación. Lo que se piensa una operación de semanas, por la superioridad aérea aliada, acaba resultando una batalla de meses, casi un frente de trincheras, donde los Nazis son derrotados en mayo. Allí murieron unos 70.000 hombres. Del monasterio que coronaba el monte quedó poco más que un grupo de ruinas irreconocibles.
Un año después, Rossellini comienza el rodaje de ‘Roma, ciudad abierta’, situada en las calles de una capital devastada y de un país aún humeante. Es una historia de ocupación, colaboracionismo y resistencia pero, sobre todo, la apertura de un nuevo cine para una nueva época. Tras el periodo fascista, cuyo coqueteo con la vanguardia quedó pronto eclipsado por la zafiedad propagandística y la ligereza cinematográfica, Italia requería de un cine que se reconociera la calle, el conflicto social y la realidad cotidiana. A partir de aquí, la historia se hilvana con los nombres de directores que van desde el neorrealismo de De Sica en ‘Ladrón de bicicletas’ (1948) hasta el simbolismo de Fellini en ‘Ocho y Medio’ (1963). Esto acabó, quizá, en ‘Saló o los 120 días de Sodoma’ (1975), película póstuma de Pasolini, asesinado ese mismo año. Tres décadas en las que el cine italiano brilló con luz propia, mostró un modelo que influyó en el resto de realizadores europeos y rivalizó, al menos en propuesta artística, con la industria norteamericana.
¿Y ellas? A finales de los 40, el nuevo cine italiano buscó en los concursos de ‘misses’ las que serían primero sus actrices y luego sus musas. Los avispados productores aceptaron que el cine que acompañaría a la reconstrucción de posguerra requería de nuevas ideas, pero no podía prescindir de una antigua: la libido masculina. Es el propio De Sica quien, en la película colectiva ‘Sucedió Así’ (1952), crea el neologismo ‘maggiorata’, refiriéndose a su acompañante en pantalla, Gina Lollobrigida. La ‘maggiorata’ es definida como una ‘donna formosa, provocante, con attributi femminili particolarmente svilupatti’, es decir, una mujer hermosa, provocadora y de amplios pechos y caderas. Lollobrigida era una actriz, pero también un sueño inducido, la pareja deseada por el italiano medio, un futuro resplandeciente en un presente difícil.
La mujer de la posguerra era una ciudadana libre, pero se seguía construyendo en torno al hombre: esposa y madre dentro del matrimonio y objeto de lujuria social fuera de él. Sandra Milo podía aparecer como prostituta en ‘El general Della Rovere’ (1959), de Rossellini, pero también aparecer fotografiada en la revista de la juventud comunista italiana ataviada como ama de casa, atendiendo diligentemente la cocina. La joven representaba una fantasía masculina, entre su carácter presuntamente ingenuo y su físico espectacular, pero también una dualidad buscada, la de la atractiva desconocida y la amantísima esposa. La frontera parecía estar en la adquisición a través de la boda.
La ‘maggiorata’ era belleza, lujuria y aspiración, pero también cercanía. Las actrices italianas no representaban lo mismo que la estrella inalcanzable de Hollywood, sino a la vecina, la novia o la esposa. Lucia Borloni, apellidada artísticamente como Bosè, es dependienta de una pastelería en Milán cuando es nombrada ‘miss’ Italia en 1947. De ahí da el salto al cine, e interpreta gran variedad de personajes a lo largo de su carrera; sus inicios, en cambio, quedan cerca del registro popular. Será una campesina en su primer papel protagonista, en ‘No hay paz bajo los olivos’ (1950), o una desempleada en ‘Roma a las 11’ (1952), donde se narra la historia del proceso de selección a un puesto de secretaria que es solicitado por cientos de chicas.
La vida misma
En 1953, Bosè trabaja bajo la dirección de Antonioni en ‘La señora sin camelias’, donde reproduce su propia vida: la de una empleada de un trabajo común que acaba encontrando el éxito artístico. A pesar de que la película muestra el proceloso interior del mundo del cine, el argumento pone en pantalla el sueño de miles de mujeres jóvenes en esos momentos. Las actrices eran modelo de lo posible, del ascenso social, de la oportunidad de huir de una vida predecible y de sustituir al novio por el galán. Pero no sólo.
Las ‘maggioratas’ fueron una de las construcciones culturales más exitosas del cuerpo femenino, hasta el punto de constituirse en el imaginario colectivo mundial como el ideal de belleza mediterránea. Al pensar o tratar de representar a la mujer italiana, el referente era el de las actrices de estas películas. Los directores y productores no tenían capacidad de alterar biológicamente el cuerpo femenino, pero sí, mediante su selección visual, establecer el modelo. La diferencia con otros contextos fue que esa selección se aproximó a la realidad social que pretendía representar. Las mujeres de la pantalla y las mujeres del vecindario no eran tan distantes. Ni los directores requerían estrellas extranjeras, ni los productores se las podían permitir.
En los 70, aparece la primera ‘maggiorata’ extranjera en el cine italiano, la sueca Anita Ekberg. Cuando Fellini la filma junto a Mastroianni en la inolvidable escena de la fontana de Trevi en ‘La dolce vita’ (1960), Ekberg tenía una carrera en Hollywood. Pero es esta película, junto a ‘Boccaccio 70’ (1962) la que le hace pasar de una simple ‘starlette’ a formar parte de la historia del cine. Que Ekberg incluso tomara la nacionalidad italiana puede resultar una anécdota, pero quizá explique la importancia cinematográfica del país transalpino en aquel entonces.
Curiosamente, fueron también las suecas quienes huían del macho ibérico en el cine del desarrollismo español. ¿Tuvo España a sus ‘maggioratas’ particulares? ¿Las folclóricas, quizá? De todas ellas, Sara Montiel pudo haber sido la más aproximada, si no hubiera sido por la pobreza de los papeles a los que tenía acceso en España, la mayoría una amalgama romántica, histórica y musical. Por contra es Emma Penella la que en ‘El Verdugo’ (1963) se columpiaba entre la sublime imaginación de Azcona y Berlanga y el corsé nacional católico, y dio a su personaje el extraño atractivo de una mujer real en un universo limitado y mezquino muy similar al papel que jugaban las ‘maggioratas’.
Las actrices italianas fueron una ilusión de soberanía respecto a Estados Unidos. Podríamos metaforizar que tras el himno, la bandera y la geografía, las caderas de Rosanna Schiaffino o los ojos de Antonella Lualdi eran un sustituto de la identidad nacional. El hecho de disponer de una imagen singular, propia, que les representaba como país no evitó la constante injerencia norteamericana para asegurarse que Italia permaneciera de su lado en la Guerra Fría, pero sí daba la sensación de independencia, o de que al menos Cinecittà importaba tanto como Fiat, Olivetti o Alitalia.
Lejos de Hollywood
Sophia Loren es, en cualquier caso, la actriz más importante de este periodo. Sofia Scicolone creció en Nápoles, hasta donde sus padres emigraron desde Roma. Allí, montaron una taberna donde recalaban militares aliados en plena Campaña de Italia. Apenas quince años después, aquella niña triunfaba en Hollywood rodando al lado de Cary Grant, Frank Sinatra o Anthony Quinn. Si el término ‘maggiorata’ tiene algún sentido se lo da Loren en La Rifa, el fragmento dirigido por De Sica en ‘Boccaccio 70’ (1962), no sólo por su contundente presencia en pantalla, sino por el papel que representa, el de una feriante de barraca de tiro que acaba rifándose ella misma como premio para intentar salir de su desastrosa situación económica.
A pesar de todas sus películas en Hollywood, Loren gana el Oscar a la mejor actriz en ‘Dos mujeres’ (1960) y vuelve a ser nominada por ‘Matrimonio a la italiana’ (1964), ambas también de De Sica y situadas en la Segunda Guerra Mundial. Loren fue el resultado último de la Batalla de Montecassino, el recuerdo de la Italia que fue y la que comenzaba, un epígrafe en sí mismo.
De una forma metafórica, la foto de Sophia Loren en el Soviet Supremo de la URSS, tan imponente como la estatua de Lenin que le guarda las espaldas, adelantó la política del ‘compromesso storico’ con el que el PCI garantizó su autonomía con respecto de Moscú. Fue en la década de los 70 donde las ‘maggioratas’ desaparecieron como construcción en sí misma y, aunque algunas de sus más notables actrices siguieron actuando, la mayoría cayeron en el olvido. El país que las reclamó como una sublimación esperanzada de la escasez de la posguerra contaba ahora con otro tipo de actriz que narrara el desencanto: el que tuvo su punto álgido en el asesinato del dirigente Aldo Moro y la masacre de la estación de Bolonia; ambos perpetrados por Gladio, la operación de la CIA para frenar los movimientos revolucionarios en Europa.
En los 80, las ‘maggioratas’ se convirtieron en una parodia de sí mismas, reclamadas entonces, únicamente, por su físico. No pasaron en casi ningún caso de la comedia erótica de la picaresca. Quizá Ornella Muti fue la única de estas nuevas actrices que hizo de puente entre el fin del gran cine italiano y el de los años 90, con algún destello de brillantez en su filmografía.
En plena era de Berlusconi, la actriz Maria Grazia Cucinotta tomó el relevo a las ‘maggioratas’. Entonces, el neologismo era ya una palabra olvidada o imposible de pronunciar, en una década donde las apariencias del lenguaje empezaron a servir de parapeto a las desigualdades materiales. Fue un español, Bigas Luna, el que estuvo más cerca con su ‘Bambola’ (1996) de rescatar, gracias a Valeria Marini (más que actriz, mujer espectáculo), a la voluptuosidad como obsesión.
Ya en nuestro siglo (al menos el siglo actual), Mónica Bellucci ha sido la referencia de ese determinado tipo de actriz italiana, quizá en un retorno imposible, como un anacronismo deslumbrante en la era del diseño, lo artificial y lo mesurado. En 2011, la revista ‘Vogue Italia’ edita su número especial ‘Belle Vere’, donde el cardado flamígero, lo sinuoso en las formas y el blanco y negro de las fotografías no eran ya más que una desviación cultural, que traía a escena el modelo de mujer descontextualizado; percha, excusa y envoltorio comercial.
La ‘maggiorata’ está felizmente extinguida como construcción cultural en cuanto al propio contenido machista de la misma, siendo un concepto pensado por hombres y al servicio de sus intereses políticos, sus criterios cinematográficos y sus obsesiones personales. Por eso, quizá, ver hoy a Claudia Cardinale sigue sorprendiendo. En ella percibimos la gran belleza de una musa inalcanzable, pero sobre todo intuimos que, detrás de un aspecto hipnótico, se encuentra la verdad de unas mujeres que hicieron del cine algo honrado.
Ferilli se inscribe dentro de algo más que una tradición cinematográfica. Forma parte de un fenómeno, el de las actrices italianas, casi un culto laico que se contempla sin apellidos, tan sólo como una explosión de femineidad natural que llena la pantalla. Sin embargo, detrás de una aparente inclinación por la belleza hay toda una construcción cultural, influida por acontecimientos históricos, visión de género y necesidades políticas que se ha extendido más de medio siglo hasta llegar a nosotros. Y todo comenzó en una batalla.
En enero de 1944, los aliados preparan el asalto a Roma. Antes deben atravesar la Línea Gustav, una serie de fortificaciones al sur de la capital italiana tras las que se parapetan los nazis esperando detener su avance. El punto elegido para romper las defensas alemanas es Montecassino, una colina que destaca en el abrupto paisaje entre ríos y vegetación. Lo que se piensa una operación de semanas, por la superioridad aérea aliada, acaba resultando una batalla de meses, casi un frente de trincheras, donde los Nazis son derrotados en mayo. Allí murieron unos 70.000 hombres. Del monasterio que coronaba el monte quedó poco más que un grupo de ruinas irreconocibles.
Un año después, Rossellini comienza el rodaje de ‘Roma, ciudad abierta’, situada en las calles de una capital devastada y de un país aún humeante. Es una historia de ocupación, colaboracionismo y resistencia pero, sobre todo, la apertura de un nuevo cine para una nueva época. Tras el periodo fascista, cuyo coqueteo con la vanguardia quedó pronto eclipsado por la zafiedad propagandística y la ligereza cinematográfica, Italia requería de un cine que se reconociera la calle, el conflicto social y la realidad cotidiana. A partir de aquí, la historia se hilvana con los nombres de directores que van desde el neorrealismo de De Sica en ‘Ladrón de bicicletas’ (1948) hasta el simbolismo de Fellini en ‘Ocho y Medio’ (1963). Esto acabó, quizá, en ‘Saló o los 120 días de Sodoma’ (1975), película póstuma de Pasolini, asesinado ese mismo año. Tres décadas en las que el cine italiano brilló con luz propia, mostró un modelo que influyó en el resto de realizadores europeos y rivalizó, al menos en propuesta artística, con la industria norteamericana.
¿Y ellas? A finales de los 40, el nuevo cine italiano buscó en los concursos de ‘misses’ las que serían primero sus actrices y luego sus musas. Los avispados productores aceptaron que el cine que acompañaría a la reconstrucción de posguerra requería de nuevas ideas, pero no podía prescindir de una antigua: la libido masculina. Es el propio De Sica quien, en la película colectiva ‘Sucedió Así’ (1952), crea el neologismo ‘maggiorata’, refiriéndose a su acompañante en pantalla, Gina Lollobrigida. La ‘maggiorata’ es definida como una ‘donna formosa, provocante, con attributi femminili particolarmente svilupatti’, es decir, una mujer hermosa, provocadora y de amplios pechos y caderas. Lollobrigida era una actriz, pero también un sueño inducido, la pareja deseada por el italiano medio, un futuro resplandeciente en un presente difícil.
La mujer de la posguerra era una ciudadana libre, pero se seguía construyendo en torno al hombre: esposa y madre dentro del matrimonio y objeto de lujuria social fuera de él. Sandra Milo podía aparecer como prostituta en ‘El general Della Rovere’ (1959), de Rossellini, pero también aparecer fotografiada en la revista de la juventud comunista italiana ataviada como ama de casa, atendiendo diligentemente la cocina. La joven representaba una fantasía masculina, entre su carácter presuntamente ingenuo y su físico espectacular, pero también una dualidad buscada, la de la atractiva desconocida y la amantísima esposa. La frontera parecía estar en la adquisición a través de la boda.
La ‘maggiorata’ era belleza, lujuria y aspiración, pero también cercanía. Las actrices italianas no representaban lo mismo que la estrella inalcanzable de Hollywood, sino a la vecina, la novia o la esposa. Lucia Borloni, apellidada artísticamente como Bosè, es dependienta de una pastelería en Milán cuando es nombrada ‘miss’ Italia en 1947. De ahí da el salto al cine, e interpreta gran variedad de personajes a lo largo de su carrera; sus inicios, en cambio, quedan cerca del registro popular. Será una campesina en su primer papel protagonista, en ‘No hay paz bajo los olivos’ (1950), o una desempleada en ‘Roma a las 11’ (1952), donde se narra la historia del proceso de selección a un puesto de secretaria que es solicitado por cientos de chicas.
La vida misma
En 1953, Bosè trabaja bajo la dirección de Antonioni en ‘La señora sin camelias’, donde reproduce su propia vida: la de una empleada de un trabajo común que acaba encontrando el éxito artístico. A pesar de que la película muestra el proceloso interior del mundo del cine, el argumento pone en pantalla el sueño de miles de mujeres jóvenes en esos momentos. Las actrices eran modelo de lo posible, del ascenso social, de la oportunidad de huir de una vida predecible y de sustituir al novio por el galán. Pero no sólo.
Las ‘maggioratas’ fueron una de las construcciones culturales más exitosas del cuerpo femenino, hasta el punto de constituirse en el imaginario colectivo mundial como el ideal de belleza mediterránea. Al pensar o tratar de representar a la mujer italiana, el referente era el de las actrices de estas películas. Los directores y productores no tenían capacidad de alterar biológicamente el cuerpo femenino, pero sí, mediante su selección visual, establecer el modelo. La diferencia con otros contextos fue que esa selección se aproximó a la realidad social que pretendía representar. Las mujeres de la pantalla y las mujeres del vecindario no eran tan distantes. Ni los directores requerían estrellas extranjeras, ni los productores se las podían permitir.
En los 70, aparece la primera ‘maggiorata’ extranjera en el cine italiano, la sueca Anita Ekberg. Cuando Fellini la filma junto a Mastroianni en la inolvidable escena de la fontana de Trevi en ‘La dolce vita’ (1960), Ekberg tenía una carrera en Hollywood. Pero es esta película, junto a ‘Boccaccio 70’ (1962) la que le hace pasar de una simple ‘starlette’ a formar parte de la historia del cine. Que Ekberg incluso tomara la nacionalidad italiana puede resultar una anécdota, pero quizá explique la importancia cinematográfica del país transalpino en aquel entonces.
Curiosamente, fueron también las suecas quienes huían del macho ibérico en el cine del desarrollismo español. ¿Tuvo España a sus ‘maggioratas’ particulares? ¿Las folclóricas, quizá? De todas ellas, Sara Montiel pudo haber sido la más aproximada, si no hubiera sido por la pobreza de los papeles a los que tenía acceso en España, la mayoría una amalgama romántica, histórica y musical. Por contra es Emma Penella la que en ‘El Verdugo’ (1963) se columpiaba entre la sublime imaginación de Azcona y Berlanga y el corsé nacional católico, y dio a su personaje el extraño atractivo de una mujer real en un universo limitado y mezquino muy similar al papel que jugaban las ‘maggioratas’.
Las actrices italianas fueron una ilusión de soberanía respecto a Estados Unidos. Podríamos metaforizar que tras el himno, la bandera y la geografía, las caderas de Rosanna Schiaffino o los ojos de Antonella Lualdi eran un sustituto de la identidad nacional. El hecho de disponer de una imagen singular, propia, que les representaba como país no evitó la constante injerencia norteamericana para asegurarse que Italia permaneciera de su lado en la Guerra Fría, pero sí daba la sensación de independencia, o de que al menos Cinecittà importaba tanto como Fiat, Olivetti o Alitalia.
Lejos de Hollywood
Sophia Loren es, en cualquier caso, la actriz más importante de este periodo. Sofia Scicolone creció en Nápoles, hasta donde sus padres emigraron desde Roma. Allí, montaron una taberna donde recalaban militares aliados en plena Campaña de Italia. Apenas quince años después, aquella niña triunfaba en Hollywood rodando al lado de Cary Grant, Frank Sinatra o Anthony Quinn. Si el término ‘maggiorata’ tiene algún sentido se lo da Loren en La Rifa, el fragmento dirigido por De Sica en ‘Boccaccio 70’ (1962), no sólo por su contundente presencia en pantalla, sino por el papel que representa, el de una feriante de barraca de tiro que acaba rifándose ella misma como premio para intentar salir de su desastrosa situación económica.
A pesar de todas sus películas en Hollywood, Loren gana el Oscar a la mejor actriz en ‘Dos mujeres’ (1960) y vuelve a ser nominada por ‘Matrimonio a la italiana’ (1964), ambas también de De Sica y situadas en la Segunda Guerra Mundial. Loren fue el resultado último de la Batalla de Montecassino, el recuerdo de la Italia que fue y la que comenzaba, un epígrafe en sí mismo.
De una forma metafórica, la foto de Sophia Loren en el Soviet Supremo de la URSS, tan imponente como la estatua de Lenin que le guarda las espaldas, adelantó la política del ‘compromesso storico’ con el que el PCI garantizó su autonomía con respecto de Moscú. Fue en la década de los 70 donde las ‘maggioratas’ desaparecieron como construcción en sí misma y, aunque algunas de sus más notables actrices siguieron actuando, la mayoría cayeron en el olvido. El país que las reclamó como una sublimación esperanzada de la escasez de la posguerra contaba ahora con otro tipo de actriz que narrara el desencanto: el que tuvo su punto álgido en el asesinato del dirigente Aldo Moro y la masacre de la estación de Bolonia; ambos perpetrados por Gladio, la operación de la CIA para frenar los movimientos revolucionarios en Europa.
En los 80, las ‘maggioratas’ se convirtieron en una parodia de sí mismas, reclamadas entonces, únicamente, por su físico. No pasaron en casi ningún caso de la comedia erótica de la picaresca. Quizá Ornella Muti fue la única de estas nuevas actrices que hizo de puente entre el fin del gran cine italiano y el de los años 90, con algún destello de brillantez en su filmografía.
En plena era de Berlusconi, la actriz Maria Grazia Cucinotta tomó el relevo a las ‘maggioratas’. Entonces, el neologismo era ya una palabra olvidada o imposible de pronunciar, en una década donde las apariencias del lenguaje empezaron a servir de parapeto a las desigualdades materiales. Fue un español, Bigas Luna, el que estuvo más cerca con su ‘Bambola’ (1996) de rescatar, gracias a Valeria Marini (más que actriz, mujer espectáculo), a la voluptuosidad como obsesión.
Ya en nuestro siglo (al menos el siglo actual), Mónica Bellucci ha sido la referencia de ese determinado tipo de actriz italiana, quizá en un retorno imposible, como un anacronismo deslumbrante en la era del diseño, lo artificial y lo mesurado. En 2011, la revista ‘Vogue Italia’ edita su número especial ‘Belle Vere’, donde el cardado flamígero, lo sinuoso en las formas y el blanco y negro de las fotografías no eran ya más que una desviación cultural, que traía a escena el modelo de mujer descontextualizado; percha, excusa y envoltorio comercial.
La ‘maggiorata’ está felizmente extinguida como construcción cultural en cuanto al propio contenido machista de la misma, siendo un concepto pensado por hombres y al servicio de sus intereses políticos, sus criterios cinematográficos y sus obsesiones personales. Por eso, quizá, ver hoy a Claudia Cardinale sigue sorprendiendo. En ella percibimos la gran belleza de una musa inalcanzable, pero sobre todo intuimos que, detrás de un aspecto hipnótico, se encuentra la verdad de unas mujeres que hicieron del cine algo honrado.
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