Imagen: Cuarto Poder |
"Los estudiantes anti-Bolonia, que lucharon durante diez años en las calles para defender su Universidad, tenían, como se ha demostrado, toda la razón". "No tenemos ninguna prisa por llegar al infierno del futuro que se avecina. Que lo hagan las universidades privadas, que para eso están". "A un ministro supuestamente de izquierdas lo que le pedimos es que haga lo posible porque el futuro nos deje en paz en la Universidad estatal".
Carlos Fernández Liria | Cuarto Poder, 2020-05-15
https://www.cuartopoder.es/ideas/2020/05/15/la-universidad-vaciada-carlos-fernandez-liria/
No recuerdo en muchos años haber sentido tanta impotencia, tanto hastío y tanto cansancio como después de leer la entrevista a Manuel Castells publicada el otro día en Público: "La universidad híbrida es ya la regla. La aceptación de esa realidad es cuestión de tiempo. El aprendizaje a la fuerza que hemos tenido que hacer en esta pandemia nos permite un salto adelante en el nuevo modelo pedagógico". O sea: lo que nos ha traído este estado de excepción y esta tragedia es, en realidad, para la Universidad, una gran oportunidad para ponerse al día y modernizarse. De nuevo, se trata de un reto, de un desafío. Es la nueva normalidad que ya ha llegado por fin. Da mucha pereza recordar que hace ya dos décadas que, para la Universidad, esto de los “retos”, los “desafíos” y la “gran oportunidad” que nos brinda un futuro inevitable ha sido nuestra cotidiana normalidad.
Así llevamos desde el año 2000, encarando la urgente tarea de destruir el modelo “europeo y humboldtiano” de la Universidad estatal para metamorfosearla según el modelo “anglosajón” de la Universidad privada. Así expresaba el asunto el documento del Círculo de Empresarios “Una Universidad al servicio de la sociedad”, un documento de hace quince años. Por aquél entonces, había que implantar el Plan Bolonia, pese a que gran parte del profesorado y el noventa por ciento de los estudiantes se oponían a ello. Ahora bien, no era un futuro posible, era un destino. Bolonia fue como una apisonadora, no dejaba opción. La cosa había sido diseñada en las conversaciones sobre educación de la OMC y no admitía réplica. Primero se nos dijo que si las Facultades no querían implantar másteres de postgrado, no pasaba nada, pero que nos quedaríamos sin postgrados. Luego, se nos dijo que nadie nos obligaba a implantar los grados, pero que si no lo hacíamos, nos quedaríamos sin grados (impartiendo alguna suerte de actividades extraescolares). De modo, que los postgrados y los grados se aprobaron con nuestro consentimiento, pese a la resistencia heroica del movimiento estudiantil, que fue reprimido, como siempre, a golpe de porra. Nada era obligatorio, pero todo era inevitable.
Lo más repugnante que tuvo todo este sarcástico chantaje vino por parte de los que, sobre todo desde la izquierda (la derecha no necesitaba disimular su consentimiento), decidieron que esta “revolución educativa” era, de todos modos, una “gran oportunidad”. Una gran ocasión para ponerse al día y modernizarse. Un reto y un desafío para transformar el modelo de Universidad. El delirio de la izquierda superó todas las previsiones. Era la oportunidad, sobre todo, de superar el caduco imperio de la “lección magistral” y cambiar por entero “el modelo de aprendizaje”, implantando una nueva “cultura educativa” que pondría al estudiante en el centro de gravitación. Las autoridades académicas del momento y un despliegue obsceno de propaganda mediática explicaron así cómo iba a ser el futuro. Menos teoría, más práctica. Al fin y al cabo, se repetía sin cesar, los contenidos ya están todos en Internet. Movilidad, mucha movilidad, los alumnos viajarían ahora por Europa, estudiando primero en Madrid, segundo en Varsovia y tercero en Roma o Berlín. Homologación de títulos automática. Clases reducidas: se decía, incluso, que habría que reconstruir las aulas para hacerlas más pequeñas e idóneas para pequeños grupos que aprenderían practicando, por ejemplo, la oceanografía (no es broma, así se explicó el Plan Bolonia en un Informe semanal: así será la nueva Universidad, se decía, mientras se mostraba a unos supuestos alumnos haciendo submarinismo en el Caribe). Al mismo tiempo, algunas empresas se preparaban para ayudar al dinosaurio de la universidad estatal a superar tantos nuevos retos y desafíos. Una empresa llamado Educlick aprovechó los telediarios para vender ‘power points’ y mandos a distancia que podían perfectamente ahorrarnos el profesorado. Las tarimas serían sustituidas por mesas circulares para que los alumnos jugaran al corro de la patata mientras aprendían. Los viejos títulos universitarios serían sustituidos por una tarjeta que llevaría consignada en su banda magnética todos los cursillos, másteres, grados y gradillos que habría cursado el alumno. Así podría negociar sus “competencias” de tú a tú en cualquier entrevista de trabajo, sin las interferencias de los convenios colectivos y los corsés exigidos por los sindicatos y el derecho laboral. Todo en nombre de la libertad. Con los profesores lo mismo, por supuesto: los rectores y los decanos podrían contratar de tú a tú, de forma individualizada, el contrato, el sueldo y la dedicación. Todo mucho más flexible, por tanto.
Lo de la flexibilidad sí salió bien, es verdad, pues la condición de funcionario (que es la base de la libertad de cátedra), salió muy debilitada según el plan previsto. Todo lo demás, lo de las mesas circulares, las clases pequeñas, las prácticas en el Caribe, la movilidad europea y la homologación de los títulos, de eso, no quedó nada de nada. Sencillamente se subieron las tasas universitarias, multiplicándolas por tres, por cuatro, por cinco o incluso por diez. Las clases de la Universidad estatal siguieron siendo igual de grandes y los profesores se precarizaron hasta la humillación. Había desde luego la manera de cumplir con el sueño de Bolonia en otra parte, pagando en la Universidad privada. Pero el mensaje había quedado bien claro: la sociedad no tiene por qué mantener una Universidad para todos y todas. Ese lujo y ese despilfarro habían llegado a su fin.
En resumen, y como siempre se repetía: la Universidad tiene que rendir cuentas a la sociedad, tiene que estar a su servicio. Esta barbaridad, sonaba incluso de izquierdas. Para nada se recordaba ya lo que en otros tiempos (tan “humboldtianos”) fue una evidencia: la sociedad tiene que estar orgullosa de su Universidad, tiene que estar orgullosa de que haya una institución al servicio de la Verdad, del mismo modo que tiene que estar orgullosa de que haya una institución al servicio de la Justicia (porque no es el Derecho el que tiene que estar al servicio de la sociedad, sino la sociedad la que tiene que estar “en estado de derecho”, como mandan la Constitución y la Declaración de los derechos humanos).
Los estudiantes anti-Bolonia, que lucharon durante diez años en las calles para defender su Universidad, tenían, como se ha demostrado, toda la razón: lo que se estaba jugando aquí no era una “revolución educativa” sino una reconversión económica de la Universidad estatal. Se trataba, sencillamente, de acabar con el despilfarro económico de una universidad de masas y reconducir el dinero público hacia el mundo empresarial. El procedimiento era tan sencillo como un chupete: condicionar toda asignación de dinero público a la previa obtención de alguna “fuente de financiación externa” (una casilla muy temida por los que solicitamos Proyectos de investigación), es decir, a alguna fuente de financiación privada. Si alguna empresa llega a mostrar interés por tu unidad docente e investigadora, el dinero público está asegurado, tendrás financiación y becarios. Es decir, un pequeño ejército que pagado por el Estado trabajará por los intereses de la empresa en cuestión. La Universidad estatal tendrá, por tanto, derecho a existir en la medida en que la empresa privada pueda utilizarla como un aspirador de dinero público y obtener trabajadores a los que paguen otros trabajadores (es decir, becarios pagados con el dinero de los impuestos). Así pues, no solo las tarimas tenían que desaparecer. Había que acabar con las cátedras en tanto que unidades de docencia e investigación y también con los Departamentos, las Secciones y las Facultades, o por lo menos, dejarlos como cascarones vacíos destinados a extinguirse. En la práctica, ya han quedado casi inutilizados y han sido sustituidos por lo que se llaman Grupos de Investigación que sólo son financiados si obtienen, cada tres años, Proyectos de Investigación, que a su vez sólo son verdaderamente financiados si tienen “fuentes de financiación externas o privadas” (si no directamente, al menos a través de los ‘think tanks’ europeos que administran la gobernanza neoliberal).
La pinza fatal ha cumplido su cometido. Como rezaba el subtítulo de un libro que publiqué hace unos años (junto con Enrique Galindo y Olga García), “entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda” ha llegado a su fin una de las más bellas y grandiosas conquistas que las clases trabajadoras brindaron a la historia de la humanidad: la enseñanza pública, en este caso, la Universidad estatal. De nada sirve lamentarse, es lo que tienen las derrotas, y los trabajadores hace ya muchas décadas que llevan perdiendo la batalla de la lucha de clases. Pero una cosa es ser derrotado y otra cosa es que además te tomen por tonto y te hagan pis encima. Este último papel es el que suele asumir lo que llamamos el “delirio de la izquierda”: no es una derrota, se dice, es una gran ocasión para afrontar los nuevos retos y desafíos.
Lo mismo ocurre en esta trágica ocasión. La crisis del coronavirus ha acelerado la llegada del siniestro futuro, y un ministro supuestamente de izquierdas aplaude. Tenemos que acostumbrarnos a una Universidad no presencial, pero ya no porque el coronavirus nos fuerce a ello, sino porque lo reclama un futuro deseable. Es la vuelta de tuerca que faltaba, suprimidos los alumnos y los profesores, se acabó la Universidad pública. Tenemos Youtube para aprender, ahí hay enseñanza online de sobra y a veces de muy buena calidad. Ya se está barajando, incluso, la posibilidad de bajar las tasas. Sin profesores, sin Departamentos, sin Facultades, sin alumnos presenciales, todo saldrá mucho más barato. Bastará con comprar más ordenadores a algunas empresas privadas que harán fortuna con ello.
¿Quiénes somos los que, ante este inminente futuro, nos morimos de pena? Los que recordamos que la Universidad presencial que conocimos representó quizás la única etapa de nuestra vida en la que fuimos capaces de descubrir y experimentar todo aquello que hacía a la vida digna de ser vivida. El único momento de tranquilidad que hemos conocido en este mundo vertiginoso del turbocapitalismo. Los artífices de esta revolución neoliberal no se empachan en reconocerlo; según el tecnócrata de la educación Malcolm Skilbeck “la universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar, realizar el trabajo académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo y competitivo, que requiere inversiones continuas y de gran escala”. De nada sirve ya recordar que todo lo verdadero, todo lo justo y todo lo bello que ha experimentado el ser humano ha nacido de la tranquilidad, del ocio, incluso del aburrimiento. Cuando en su momento ingresamos en la Universidad, tuvimos la sensación de entrar en un paréntesis, en la ‘epojé’ de los estudios superiores, donde, como decía Humboldt, “el profesor ya no se debe al alumno, sino que ambos dos, profesor y alumno, se deben a la verdad”. Un momento, además, en que nos encontramos en estado de libertad con toda una generación que estudiaba lo mismo que nosotros, con un empeño que, por aquél entonces, todavía se podía permitir el lujo de ser desinteresado. Porque todas las grandes conquistas teóricas de la humanidad, han nacido del desinterés, del amor por el saber, de la filosofía. En ese lugar “tranquilo”, algunos conocimos que era posible lo que más ha podido dar sentido a nuestras vidas: aprender de los profesores que sabían algo que nosotros no sabíamos y convivir con nuestros compañeros que querían saber por lo mismo que nosotros lo queríamos: por saber. A esto hay que llamarlo “presencialidad”. Ahora bien, no es una presencialidad cualquiera. Es una presencialidad que hace presente todo aquello por lo que merece la pena estar vivo, la verdad, la justicia y la belleza. Desligados ‘online’ del lastre físico de la presencialidad, sin duda llegaremos muy lejos. Pero yo me pregunto para qué podría merecernos la pena. No es una buena idea llegar a la meta sin amigos y sin amor, sin nada que nos merezca un mínimo de respeto. ¿A dónde vamos tan deprisa? ¿Tanta prisa tenemos en llegar al abismo, por otra parte inevitable, que nos augura el agotamiento ecológico de este planeta? Para llegar a este fin, hemos sacrificado ya a media humanidad, escarnecido las más mínimas cotas de justicia social, hemos puesto, como decía Eduardo Galeano, todo “patas arriba”. Ahora, es necesario –a causa de una pandemia- que, además, lo hagamos ‘online’. ¿Pero tenemos encima que estar contentos de ello? ¿Tenemos de verdad que ver en ello una gran oportunidad para ponernos a la altura de los tiempos? No, ministro, no señor Manuel Castells, no lo queremos. En esas alturas no hay más que desolación y tristeza. Preferimos quedarnos aquí abajo, aprendiendo a tocar la guitarra en el jardín de alguna Facultad, bebiendo botellines y disfrutando del hecho de estar vivos, tener amigos presenciales y la convicción de que podemos aprender por el mero hecho de saber, por amor al saber, le venga bien o mal al mundo de los negocios que administra esta sociedad poseída por un sistema demente, absurdo y canalla.
Esta pandemia nos ha quitado todo eso. No nos empeñemos en estar felices y contentos por ello. No tenemos ninguna prisa por llegar al infierno del futuro que se avecina. Que lo hagan las universidades privadas, que para eso están. A un ministro supuestamente de izquierdas (al que se presupone estar a favor de lo público), lo que le pedimos es que haga lo posible porque el futuro nos deje en paz en la Universidad estatal, donde tenemos cosas mucho mejores que hacer que participar en esta carrera suicida hacia ninguna parte. Nosotros no necesitamos triunfar en los negocios, sino trabajar en la verdad, reflexionar sobre la justicia y agradecer que en este mundo haya poesía y belleza además de la urgencia de los compromisos mercantiles.
Postdata
El ministro Manuel Castells acaba de aplazar la discusión que había propuesto, en pleno estado de alarma, sobre el real decreto de Ordenación de las Titulaciones Universitarias. Este documento, que toma por base el que en su día propuso el PP y que tuvo que ser retirado a causa de las protestas sociales, es una nueva vuelta de tuerca en el Plan Bolonia: apuesta por el modelo 3+2 que el movimiento estudiantil logró impedir en su momento, propone estrechar los vínculos entre las universidades y las empresas, y como siempre, flexibilizar aún más el tejido universitario para amoldarlo a los retos y desafíos que las voces de los mercados dicten desde las alturas. Pero gracias al coronavirus, todo esto lo haremos online, a la altura de los tiempos.
Así llevamos desde el año 2000, encarando la urgente tarea de destruir el modelo “europeo y humboldtiano” de la Universidad estatal para metamorfosearla según el modelo “anglosajón” de la Universidad privada. Así expresaba el asunto el documento del Círculo de Empresarios “Una Universidad al servicio de la sociedad”, un documento de hace quince años. Por aquél entonces, había que implantar el Plan Bolonia, pese a que gran parte del profesorado y el noventa por ciento de los estudiantes se oponían a ello. Ahora bien, no era un futuro posible, era un destino. Bolonia fue como una apisonadora, no dejaba opción. La cosa había sido diseñada en las conversaciones sobre educación de la OMC y no admitía réplica. Primero se nos dijo que si las Facultades no querían implantar másteres de postgrado, no pasaba nada, pero que nos quedaríamos sin postgrados. Luego, se nos dijo que nadie nos obligaba a implantar los grados, pero que si no lo hacíamos, nos quedaríamos sin grados (impartiendo alguna suerte de actividades extraescolares). De modo, que los postgrados y los grados se aprobaron con nuestro consentimiento, pese a la resistencia heroica del movimiento estudiantil, que fue reprimido, como siempre, a golpe de porra. Nada era obligatorio, pero todo era inevitable.
Lo más repugnante que tuvo todo este sarcástico chantaje vino por parte de los que, sobre todo desde la izquierda (la derecha no necesitaba disimular su consentimiento), decidieron que esta “revolución educativa” era, de todos modos, una “gran oportunidad”. Una gran ocasión para ponerse al día y modernizarse. Un reto y un desafío para transformar el modelo de Universidad. El delirio de la izquierda superó todas las previsiones. Era la oportunidad, sobre todo, de superar el caduco imperio de la “lección magistral” y cambiar por entero “el modelo de aprendizaje”, implantando una nueva “cultura educativa” que pondría al estudiante en el centro de gravitación. Las autoridades académicas del momento y un despliegue obsceno de propaganda mediática explicaron así cómo iba a ser el futuro. Menos teoría, más práctica. Al fin y al cabo, se repetía sin cesar, los contenidos ya están todos en Internet. Movilidad, mucha movilidad, los alumnos viajarían ahora por Europa, estudiando primero en Madrid, segundo en Varsovia y tercero en Roma o Berlín. Homologación de títulos automática. Clases reducidas: se decía, incluso, que habría que reconstruir las aulas para hacerlas más pequeñas e idóneas para pequeños grupos que aprenderían practicando, por ejemplo, la oceanografía (no es broma, así se explicó el Plan Bolonia en un Informe semanal: así será la nueva Universidad, se decía, mientras se mostraba a unos supuestos alumnos haciendo submarinismo en el Caribe). Al mismo tiempo, algunas empresas se preparaban para ayudar al dinosaurio de la universidad estatal a superar tantos nuevos retos y desafíos. Una empresa llamado Educlick aprovechó los telediarios para vender ‘power points’ y mandos a distancia que podían perfectamente ahorrarnos el profesorado. Las tarimas serían sustituidas por mesas circulares para que los alumnos jugaran al corro de la patata mientras aprendían. Los viejos títulos universitarios serían sustituidos por una tarjeta que llevaría consignada en su banda magnética todos los cursillos, másteres, grados y gradillos que habría cursado el alumno. Así podría negociar sus “competencias” de tú a tú en cualquier entrevista de trabajo, sin las interferencias de los convenios colectivos y los corsés exigidos por los sindicatos y el derecho laboral. Todo en nombre de la libertad. Con los profesores lo mismo, por supuesto: los rectores y los decanos podrían contratar de tú a tú, de forma individualizada, el contrato, el sueldo y la dedicación. Todo mucho más flexible, por tanto.
Lo de la flexibilidad sí salió bien, es verdad, pues la condición de funcionario (que es la base de la libertad de cátedra), salió muy debilitada según el plan previsto. Todo lo demás, lo de las mesas circulares, las clases pequeñas, las prácticas en el Caribe, la movilidad europea y la homologación de los títulos, de eso, no quedó nada de nada. Sencillamente se subieron las tasas universitarias, multiplicándolas por tres, por cuatro, por cinco o incluso por diez. Las clases de la Universidad estatal siguieron siendo igual de grandes y los profesores se precarizaron hasta la humillación. Había desde luego la manera de cumplir con el sueño de Bolonia en otra parte, pagando en la Universidad privada. Pero el mensaje había quedado bien claro: la sociedad no tiene por qué mantener una Universidad para todos y todas. Ese lujo y ese despilfarro habían llegado a su fin.
En resumen, y como siempre se repetía: la Universidad tiene que rendir cuentas a la sociedad, tiene que estar a su servicio. Esta barbaridad, sonaba incluso de izquierdas. Para nada se recordaba ya lo que en otros tiempos (tan “humboldtianos”) fue una evidencia: la sociedad tiene que estar orgullosa de su Universidad, tiene que estar orgullosa de que haya una institución al servicio de la Verdad, del mismo modo que tiene que estar orgullosa de que haya una institución al servicio de la Justicia (porque no es el Derecho el que tiene que estar al servicio de la sociedad, sino la sociedad la que tiene que estar “en estado de derecho”, como mandan la Constitución y la Declaración de los derechos humanos).
Los estudiantes anti-Bolonia, que lucharon durante diez años en las calles para defender su Universidad, tenían, como se ha demostrado, toda la razón: lo que se estaba jugando aquí no era una “revolución educativa” sino una reconversión económica de la Universidad estatal. Se trataba, sencillamente, de acabar con el despilfarro económico de una universidad de masas y reconducir el dinero público hacia el mundo empresarial. El procedimiento era tan sencillo como un chupete: condicionar toda asignación de dinero público a la previa obtención de alguna “fuente de financiación externa” (una casilla muy temida por los que solicitamos Proyectos de investigación), es decir, a alguna fuente de financiación privada. Si alguna empresa llega a mostrar interés por tu unidad docente e investigadora, el dinero público está asegurado, tendrás financiación y becarios. Es decir, un pequeño ejército que pagado por el Estado trabajará por los intereses de la empresa en cuestión. La Universidad estatal tendrá, por tanto, derecho a existir en la medida en que la empresa privada pueda utilizarla como un aspirador de dinero público y obtener trabajadores a los que paguen otros trabajadores (es decir, becarios pagados con el dinero de los impuestos). Así pues, no solo las tarimas tenían que desaparecer. Había que acabar con las cátedras en tanto que unidades de docencia e investigación y también con los Departamentos, las Secciones y las Facultades, o por lo menos, dejarlos como cascarones vacíos destinados a extinguirse. En la práctica, ya han quedado casi inutilizados y han sido sustituidos por lo que se llaman Grupos de Investigación que sólo son financiados si obtienen, cada tres años, Proyectos de Investigación, que a su vez sólo son verdaderamente financiados si tienen “fuentes de financiación externas o privadas” (si no directamente, al menos a través de los ‘think tanks’ europeos que administran la gobernanza neoliberal).
La pinza fatal ha cumplido su cometido. Como rezaba el subtítulo de un libro que publiqué hace unos años (junto con Enrique Galindo y Olga García), “entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda” ha llegado a su fin una de las más bellas y grandiosas conquistas que las clases trabajadoras brindaron a la historia de la humanidad: la enseñanza pública, en este caso, la Universidad estatal. De nada sirve lamentarse, es lo que tienen las derrotas, y los trabajadores hace ya muchas décadas que llevan perdiendo la batalla de la lucha de clases. Pero una cosa es ser derrotado y otra cosa es que además te tomen por tonto y te hagan pis encima. Este último papel es el que suele asumir lo que llamamos el “delirio de la izquierda”: no es una derrota, se dice, es una gran ocasión para afrontar los nuevos retos y desafíos.
Lo mismo ocurre en esta trágica ocasión. La crisis del coronavirus ha acelerado la llegada del siniestro futuro, y un ministro supuestamente de izquierdas aplaude. Tenemos que acostumbrarnos a una Universidad no presencial, pero ya no porque el coronavirus nos fuerce a ello, sino porque lo reclama un futuro deseable. Es la vuelta de tuerca que faltaba, suprimidos los alumnos y los profesores, se acabó la Universidad pública. Tenemos Youtube para aprender, ahí hay enseñanza online de sobra y a veces de muy buena calidad. Ya se está barajando, incluso, la posibilidad de bajar las tasas. Sin profesores, sin Departamentos, sin Facultades, sin alumnos presenciales, todo saldrá mucho más barato. Bastará con comprar más ordenadores a algunas empresas privadas que harán fortuna con ello.
¿Quiénes somos los que, ante este inminente futuro, nos morimos de pena? Los que recordamos que la Universidad presencial que conocimos representó quizás la única etapa de nuestra vida en la que fuimos capaces de descubrir y experimentar todo aquello que hacía a la vida digna de ser vivida. El único momento de tranquilidad que hemos conocido en este mundo vertiginoso del turbocapitalismo. Los artífices de esta revolución neoliberal no se empachan en reconocerlo; según el tecnócrata de la educación Malcolm Skilbeck “la universidad ya no es más un lugar tranquilo para enseñar, realizar el trabajo académico a un ritmo pausado y contemplar el universo como ocurría en siglos pasados. Ahora es un potente negocio, complejo y competitivo, que requiere inversiones continuas y de gran escala”. De nada sirve ya recordar que todo lo verdadero, todo lo justo y todo lo bello que ha experimentado el ser humano ha nacido de la tranquilidad, del ocio, incluso del aburrimiento. Cuando en su momento ingresamos en la Universidad, tuvimos la sensación de entrar en un paréntesis, en la ‘epojé’ de los estudios superiores, donde, como decía Humboldt, “el profesor ya no se debe al alumno, sino que ambos dos, profesor y alumno, se deben a la verdad”. Un momento, además, en que nos encontramos en estado de libertad con toda una generación que estudiaba lo mismo que nosotros, con un empeño que, por aquél entonces, todavía se podía permitir el lujo de ser desinteresado. Porque todas las grandes conquistas teóricas de la humanidad, han nacido del desinterés, del amor por el saber, de la filosofía. En ese lugar “tranquilo”, algunos conocimos que era posible lo que más ha podido dar sentido a nuestras vidas: aprender de los profesores que sabían algo que nosotros no sabíamos y convivir con nuestros compañeros que querían saber por lo mismo que nosotros lo queríamos: por saber. A esto hay que llamarlo “presencialidad”. Ahora bien, no es una presencialidad cualquiera. Es una presencialidad que hace presente todo aquello por lo que merece la pena estar vivo, la verdad, la justicia y la belleza. Desligados ‘online’ del lastre físico de la presencialidad, sin duda llegaremos muy lejos. Pero yo me pregunto para qué podría merecernos la pena. No es una buena idea llegar a la meta sin amigos y sin amor, sin nada que nos merezca un mínimo de respeto. ¿A dónde vamos tan deprisa? ¿Tanta prisa tenemos en llegar al abismo, por otra parte inevitable, que nos augura el agotamiento ecológico de este planeta? Para llegar a este fin, hemos sacrificado ya a media humanidad, escarnecido las más mínimas cotas de justicia social, hemos puesto, como decía Eduardo Galeano, todo “patas arriba”. Ahora, es necesario –a causa de una pandemia- que, además, lo hagamos ‘online’. ¿Pero tenemos encima que estar contentos de ello? ¿Tenemos de verdad que ver en ello una gran oportunidad para ponernos a la altura de los tiempos? No, ministro, no señor Manuel Castells, no lo queremos. En esas alturas no hay más que desolación y tristeza. Preferimos quedarnos aquí abajo, aprendiendo a tocar la guitarra en el jardín de alguna Facultad, bebiendo botellines y disfrutando del hecho de estar vivos, tener amigos presenciales y la convicción de que podemos aprender por el mero hecho de saber, por amor al saber, le venga bien o mal al mundo de los negocios que administra esta sociedad poseída por un sistema demente, absurdo y canalla.
Esta pandemia nos ha quitado todo eso. No nos empeñemos en estar felices y contentos por ello. No tenemos ninguna prisa por llegar al infierno del futuro que se avecina. Que lo hagan las universidades privadas, que para eso están. A un ministro supuestamente de izquierdas (al que se presupone estar a favor de lo público), lo que le pedimos es que haga lo posible porque el futuro nos deje en paz en la Universidad estatal, donde tenemos cosas mucho mejores que hacer que participar en esta carrera suicida hacia ninguna parte. Nosotros no necesitamos triunfar en los negocios, sino trabajar en la verdad, reflexionar sobre la justicia y agradecer que en este mundo haya poesía y belleza además de la urgencia de los compromisos mercantiles.
Postdata
El ministro Manuel Castells acaba de aplazar la discusión que había propuesto, en pleno estado de alarma, sobre el real decreto de Ordenación de las Titulaciones Universitarias. Este documento, que toma por base el que en su día propuso el PP y que tuvo que ser retirado a causa de las protestas sociales, es una nueva vuelta de tuerca en el Plan Bolonia: apuesta por el modelo 3+2 que el movimiento estudiantil logró impedir en su momento, propone estrechar los vínculos entre las universidades y las empresas, y como siempre, flexibilizar aún más el tejido universitario para amoldarlo a los retos y desafíos que las voces de los mercados dicten desde las alturas. Pero gracias al coronavirus, todo esto lo haremos online, a la altura de los tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.