sábado, 9 de mayo de 2020

#hemeroteca #saludpublica #mayores | El descuido de la salvación: los viejos y las viejas son los demás

Imagen: ctxt
El descuido de la salvación: los viejos y las viejas son los demás.
Cuando no queremos preguntar para evitarnos escuchar que esto no va solo de salvar vidas sino de cómo vivir y morir ahora, es que nuestra respuesta a la pandemia no solo refleja una normalidad edadista sino profundamente anti-vejez.
Daniel López Gómez | ctxt, 2020-05-09
https://ctxt.es/es/20200401/Firmas/32134/Daniel-Lopez-Gomez-coronavirus-vejez-salvacion-confinamiento.htm

Ante la imagen que los viejos nos proponen de nuestro futuro, somos incrédulos; una voz en nosotros murmura absurdamente que no nos ocurrirá. Antes de que nos caiga encima, la vejez es algo que sólo concierne a los demás. Así se puede comprender que la sociedad logre disuadirnos de ver en los viejos a nuestros semejantes. No sigamos trampeando; en el futuro que nos aguarda está en cuestión el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. – Simone de Beauvoir, ‘La Vejez’

Ahora que empezamos el desconfinamiento me viene a la cabeza una conversación que tuve hace unos días con Victoria, una mujer que vive en Trabensol, una comunidad autogestionada de personas mayores situada en el norte de Madrid. Hablábamos sobre como estábamos viviendo cada uno el confinamiento y me explicaba que ella lo afrontaba como lo hacen los navegantes en una larga travesía. El mar y la pandemia se parecen porque ambas te exponen y son cambiantes e imprevisibles. Así que, lo mejor es no pensar todo el rato en cuando vas a llegar a puerto. Para ella era una estrategia puntual para sobrellevar el confinamiento pero para otras personas con las que he ido hablando estos días este era un planteamiento de vida que ya aplicaban antes del confinamiento: “hace tiempo que ya vivo al día”, “trato de no pensar en el futuro”, etc. Jean Améry (2011) decía que dejar de estar pendiente del futuro forma parte de la experiencia temporal de la vejez. Creo que con la pandemia esta experiencia se ha intensificado y ampliado. No solo la tienen las personas mayores, sino que, más allá de la edad, es compartida con personas que también se ven amenazadas por el virus.

Me ha llamado mucho la atención el contraste que hay entre esta experiencia temporal, tan corriente y extendida, y la temporalidad de la emergencia sanitaria, que se organiza de manera totalmente opuesta: todo tiene que ver con el futuro. Desde que se decretó el estado de alarma, estamos corriendo en un circuito en el que debemos superar una etapa detrás de otras hasta alcanzar la ansiada salida. Estamos en un 'escape room'. Si cumplimos con la disciplina social, si nos adaptamos a la “nueva normalidad”, si somos capaces de encontrar soluciones innovadoras, si la investigación da sus frutos, entonces podremos salir. Para Victoria, y muchas de las personas mayores con las que he hablado estos días, y me incluyo, esta es la receta perfecta para la desesperación.

El desajuste entre estas dos temporalidades y el peso aplastante que está teniendo la temporalidad a futuro de la emergencia, está poniendo de manifiesto el descuido que ha habido hacia las personas mayores en la gestión de la pandemia y muy especialmente la desconsideración hacia lo que significa la vejez como experiencia vital. Precisamente porque esta es una pandemia que atenaza a las personas a partir de cierta edad, creo que es urgente dejar de pensarla sólo en términos de emergencia sanitaria y empezar a considerarla desde el punto de vista de la vejez y del cuidado.

En relación a lo primero, no quiero insistir sólo en el edadismo de muchas de las decisiones que se han tomado, por ejemplo, en los triajes, sino que quiero poner el foco, especialmente, en los planteamientos anti-vejez (‘anti-aging’) que hay detrás de la priorización sanitaria y la idea de que esto es una lucha contra el virus por salvar vidas. En relación al cuidado, creo que es necesario pensar la crisis desde la fragilidad. La sociología de los cuidados de Joanna Latimer (2020) y de la ciencia de Maria Puig de la Bellacasa (2015), nos muestran que las prácticas de cuidado, tanto en un campo como en el otro, están siempre situadas y encarnadas en un presente que no está sustraído por la anticipación del futuro, como nos está ocurriendo con la lógica de la emergencia sanitaria, sino en un presente atravesado y hecho de múltiples temporalidades que cuentan, afectan, nos hacen dudar pero también actuar. Por eso control y cuidado se llevan tan mal y por eso es tan importante en una situación como esta no dejar de preguntarnos qué ha pasado, qué está pasando, y no dejar de preguntárselo a “los demás”. Si no lo hacemos, nos dejaremos mucha gente por el camino y quizás acabaremos en un sitio al que nunca hubiéramos deseado ir, y lo que es peor no lo habrá hecho el virus sino la desesperación por salir.

Las realidades de esta crisis son múltiples y para nada evidentes. Quizás deberíamos dejar de buscar héroes que nos salven la vida. Jugárnoslo todo a la épica del “salvar vidas” es de hecho una manera de pasar página y ocultar los descuidos que esta mirada implica. No digo con esto que no estemos ante una emergencia sanitaria ni que el trabajo del personal sanitario no sea fundamental, al contrario, el problema es que apostarlo todo al “salvar vidas” no siempre es una buena solución, muchas veces puede ser injusta y cruel.

De hecho, la salvación suele ser el último recurso. Uno acude a ella cuando se encuentra en una situación desesperada, cuando no puede hacer otra cosa. Para eso están los héroes: para salvar la situación, para ocultar el descuido que supone jugárselo todo a la épica. Este gesto simultáneo, el ‘repliegue’ en las UCIs y el ‘despliegue’ de sistemas de vigilancia médica a gran escala, desvían nuestra atención de las costuras descosidas y desgastadas de nuestras infraestructuras de cuidados familiares, comunitarias, vecinales, institucionales. Es decir, curiosamente todo eso que queda por fuera del hospital, eso que llamamos lo social y que hemos decidido suspender para proteger el sistema sanitario. Lo primero ha sido la salud pero siempre de un modo ‘salvífico’, desligado de las condiciones sociales y materiales de la existencia, desligado del cuidado como práctica social.

La alarma saltó en los hospitales porque es allí donde se salvan vidas, no solo la de los más afectados por el virus sino la de todos los demás. No se paró el país por el colapso de las residencias, tampoco por la posibilidad de que muchas personas mayores pudiesen morir solas en sus casas, como ocurre con demasiada frecuencia en las canículas. Quizás se pensó que estaban a salvo porque pensamos en las personas mayores como menos conectadas socialmente, viviendo de manera más aislada; o simplemente se asumió que ya habían tomado medidas porque estaban advertidas de lo que venía. Desde el inicio, los epidemiólogos dijeron en los medios que, debido a su inmuno-debilidad, la mortalidad de la Covid-19 aumentaba a partir de los 60 y se multiplicaba a partir de los 80. Definir a los mayores como colectivo de riesgo tuvo efectos. Muchas personas llevan confinadas en sus casas, con terror por el virus, bastantes más semanas que el resto, anteriores al decreto formal del estado de alarma.

La edad jugó también su papel entre los niños, jóvenes y adultos de mediana edad. Era fácil asumir que la cosa no iba con ellos porque no eran grupo de riesgo: que eran los mayores los que debían tomar precauciones, que como casi siempre son ‘los demás’. Así, de acuerdo con este marco inmunitario, basado en la inmuno-capacidad de los cuerpos jóvenes para sobreponerse al virus, lo principal era asegurar que los hospitales podían salvar la vida de los inmuno-discapacitados, la mayoría de los cuales eran personas mayores. Como si la inmunidad dependiera solo de la capacidad de los cuerpos individuales y de los patógenos, y la transmisibilidad social del virus no tuviera nada que ver. Como si salvar vidas sólo dependiera de la cantidad de respiradores y UCIs, y no de las infraestructuras y relaciones de cuidado informales y formales que la sostienen diariamente.

Hemos visto como los criterios de edad y de valor social, profundamente edadistas y eugenésicos, han aparecido como “necesarios” ante una lógica de la escasez que se asume como natural en momentos de excepción, como si los derechos pudieran suspenderse justamente en esos momentos. En el caso de los triajes, esto ha sido ampliamente criticado y denunciado (Morganroth 2020). Sin embargo, este mismo edadismo y capacitismo también explica cómo lo sanitario no solo ha sido prioritario respecto a lo social sino que ha implicado su suspensión. Apenas se ha discutido porque la alarma sanitaria ha sido capaz de movilizar la violencia de estado para pararlo todo y en cambio las alarmas sociales no generan una reacción semejante. A diferencia del sistema sanitario parece que el sector social está parcelado, sectorializado, y muchas veces externalizado. Por el sistema sanitario pasa todo el mundo en algún momento de su vida, en cambio, el sistema social parece estar diseñado sólo para aquellos con problemas “sociales”. Los mayores son un colectivo más, como si la dependencia, la fragilidad y la vejez no formaran parte de la vida de todos y todas.

Definir lo que está ocurriendo únicamente bajo la lógica de la emergencia sanitaria es parte del problema. Convertir al hospital en un campo de batalla y luego hospitalizar a toda la población por la fuerza con la finalidad de acorralar al virus, quizás es la única manera que seguir salvando vidas. Sin embargo, al hacerlo también convertimos la vida de esos que queremos salvar en un imposible. Las personas que reciben, necesitan y aquellas que procuran cuidados y son responsables de los cuidados se están llevando la peor parte. Muchas personas mayores (particularmente mujeres) son también cuidadoras. Llevan muchos días confinadas sin poder salir y sin disponer de ayuda exterior, cargando con todo el trabajo físico y emocional sin tener ningún tipo de respiro.

Para las personas mayores que viven solas el confinamiento es una medida cruel. Los datos epidemiológicos que los medios publican en tiempo real para mantener a los espectadores en estado de alerta permanente y pegados al televisor tienen un efecto demoledor. No pueden dejar de escuchar y de ver que el virus va a por ellos, que “los de tu edad” mueren a miles. Si a pesar de todo intentan seguir con su vida y tratan de adaptar las recomendaciones en función de sus necesidades y circunstancias, son señaladas continuamente por las autoridades sanitarias y por los familiares. A cada instante, se les recuerda que son grupo de riesgo y que no deben desviarse ni un milímetro de las pautas que los expertos han diseñado para ellos. Les imponemos una tutela que ellos no han pedido y que es difícilmente soportable.

Por desgracia, todo este marcaje no es nuevo, forma parte de una normalidad edadista y capacitista que ‘minoriza’ y discrimina por razón de su edad. Lo que sí parece nuevo es la economía moral del sacrificio que se utiliza en la gestión de la pandemia. Los sacrificios colectivos que se están haciendo para salvar a ‘nuestros mayores’ son tan grandes y las consecuencias para el futuro de la juventud tan severas, que las personas no pueden más que acatar. Aunque son ellas las que tienen más riesgo, si se niegan son moralmente sancionadas como incívicas e insolidarias. Esta economía del sacrificio como solidaridad puede ser tan opresiva que seguro lleva a muchas personas a pensar que es mejor no pedir ayuda y, en caso de infección, pasarlo sin molestar.

Las personas que trabajan en el campo de los cuidados a las personas mayores también lo están pasando muy mal: muchas han estado trabajando sin protección en residencias y domicilios particulares, obligadas a quedarse dentro para evitar contagios y porque las personas a las que cuidan no podrían desenvolverse sin ellas. Además, muchas de ellas son mujeres racializadas y sin papeles que no sólo estaban poniéndose en riesgo a sí mismas y a los suyos, sino que lo hacían obligadas porque no tenían otra opción, en situaciones injustas de precarización laboral, derivadas de la Ley de Extranjería (que ilegaliza a la vez que explota estos trabajos) y de la falta de regulación y reconocimiento del trabajo de cuidados en el estatuto general de trabajadores. Me extraña que no haya habido caceloradas a las 8 de la tarde para reclamar mayor protección para las personas que hacen trabajos de cuidados y del hogar, mejores condiciones para que puedan desarrollar su trabajo sin sacrificios y sin deudas. Claro, no podemos aplaudir porque en el cuidado no suele haber épica, no se salva a nadie sino que cotidianamente se sostiene, y porque la precariedad es tan grande y evidente, que pedir heroicidades a las personas que cuidan y mayor flexibilidad a las personas que son cuidadas sería un abuso.

En cambio, sí aplaudimos y reclamamos ahora que las residencias de mayores estén más medicalizadas. Nos parece buena idea que vivan en entornos totalmente sanitarizados para poderlos proteger mejor. Cabe aquí preguntarse, si nadie quiere vivir en una institución, menos en una que se parezca a un hospital, ¿por qué queremos que las personas mayores vivan allí? ¿Por qué queremos convertir sus casas en centros sanitarios? Lo que cualquier persona quiere es evitar ir a una institución y si no tiene más remedio que ir, espera salir lo antes posible de allí. Lo que la gente quiere, es poder decidir cómo vivir hasta el final, con quién, cómo ser tratado y cuidado y también cómo morir. Esto es lo que los proyectos de vivienda colaborativa auto-gestionados por personas mayores luchan por conseguir. Cada uno a su manera y en formatos muy diferentes, quieren que la vejez no sea una renuncia, ni siquiera cuando llega la dependencia y el deterioro cognitivo. Han construido estas infraestructuras para que su deseo siga contando y se respete en relación a como quieren vivir y morir y sobretodo en relación a la asistencia y los cuidados. Si es algo que todos y todas perseguimos, ¿por qué debería ser diferente al llegar a los 65, a los 70 o a los 80?

Quizás preferimos institucionalizar a las personas mayores para que formen parte de nuestro sueño inmunitario, para quedarnos tranquilos. El problema es, otra vez, que no nos reconocemos a nosotros mismos en esos viejos y viejas. Negamos la vejez propia manteniéndonos jóvenes, activos, estupendos para evitar la dependencia o retrasarla lo máximo posible, y al mismo tiempo institucionalizamos y medicalizamos la vejez para apartarla de nosotros, porque pensamos que nosotros nunca llegaremos allí. Por eso no hemos creado las condiciones materiales y sociales para convivir con la vejez y en la vejez.

No cuesta tanto de entender. Cuando una persona llega a cierta edad, cuando se sabe frágil, cuando necesita apoyos y cuidados con cierta continuidad, quiere seguir viviendo como cualquier otra persona. No quiere que le vengan a salvar cuando no tiene otra opción. Y lo que necesita para vivir, como cualquier otra persona es un trabajo constante, continuado, digno y justo de cuidados, ni héroes ni sistemas de seguridad, sino un reparto justo de las responsabilidades para que los cuidados no sean precarios ni se conviertan en una cárcel para quien cuida y es cuidado. Por eso las soluciones familistas se vuelven crueles cuando el cuidado se feminiza y naturaliza en lugar de convertirse en un asunto y un trabajo colectivo. Por eso, los sistemas automatizados para el cuidado de personas mayores o la economía de plataforma aplicada a los servicios de cuidados tienen algo de oscuro, no tanto por la tecnología en sí, sino porque se utilizan para precarizar, invisibilizar y fragmentar el cuidado, haciendo muy difícil que el cuidado se convierta en un compromiso afectivo, material y justo entre las partes.

No deja de ser curioso que, en estos días, acabemos nuestros mensajes pidiendo a los demás que se cuiden (cuidaros) justo cuando hemos cancelado la posibilidad de hacerlo posible: como si el cuidado fuera algo que uno pudiera hacer por sí mismo, sin relaciones, sin infraestructuras, sin un colectivo. Si lo que sostiene tu vida en el día a día (la vivienda, las relaciones de amistad, las relaciones familiares, los apoyos y los cuidados) es separado y puesto en segundo lugar respecto a la salud, podemos acabar normalizando que se sacrifique todo esto a cambio de que te salven la vida. Cuando nos repetimos a nosotros mismos y a los demás que esto lo hacemos para salvar a “nuestros” mayores, el lenguaje del cuidado se vuelve violencia. El cuidado nos da un poco igual cuando se impone sin cuestionar lo que está bien; cuando quienes son cuidados y quienes cuidan no pintan nada; cuando la excepcionalidad sirve para imponer a quienes se quiere proteger unas condiciones que no aceptarían de otro modo; o cuando consideramos la soledad, morir sin nadie en casa, en una residencia o en una UCI, o la explotación y la precarización del trabajo de cuidados cotidianos como un mal menor o simplemente un precio que pagamos por vivir con mayor bienestar.

Se escucha muy poco a las personas mayores, especialmente a las que hemos señalado como “vulnerables” o en “riesgo”. Está claro que estamos haciendo todo lo posible para salvarles la vida, pero no les hemos preguntado si ellos estaban dispuestos a pasar por todo esto, cómo lo están viviendo, hasta dónde creen que se tendría que llegar, cómo lo deberíamos haber hecho. Vemos a muchas familias ansiosas y muchos profesionales y expertos del campo pasándolo mal y reivindicando cambios, pero muy pocas voces en primera persona para un problema que les afecta tanto y que aparentemente ha puesto a todo el país a su servicio.

Cuando no queremos preguntar para evitarnos escuchar que esto no va solo de salvar vidas sino de cómo vivir y morir ahora, es que nuestra respuesta a la pandemia no solo refleja una normalidad edadista sino profundamente anti-vejez. Cuando escuchas a alguien muy mayor decirte que cualquier día se muere, que es normal, que es “ley de vida”, la respuesta suele ser “no digas esto”. Es algo que nos incomoda. En un asunto tan importante, no se les hace caso, no se les toma en serio. El pensamiento de alguien que hace tiempo asumió su condición de fragilidad, suele ser un pensamiento lúcido en relación a la muerte, pero también bastante peligroso porque resquebraja la ficción inmunitaria en la que vivimos. Si pudiéramos reconocernos en esos viejos y viejas seguramente nos daríamos cuenta de que, en algunas ocasiones, la salvación no tiene sentido. Lo que tiene sentido es vivir con todos sus matices, y llegado el momento morir de la mejor manera posible. Si no dejamos de insistir en la salvación como solución a esta crisis, y no somos capaces –en una situación tan incierta y compleja– de cuestionar nuestra propia ficción inmunitaria, estaremos promoviendo el encarnizamiento terapéutico a gran escala y no habremos aprendido nada de lo que nos está pasando.

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