Imagen: El País |
El 'enfant terrible' de la moda, el diseñador que puso falda al hombre y conos en los pechos de Madonna, comparte sus confidencias con ICON.
Daniel García López | El País, 2016-10-13
http://elpais.com/elpais/2016/10/10/icon/1476110525_215067.html
Una vez Jean Paul Gaultier se cayó escaleras abajo por culpa de su propia falda. Era una de aquellas faldas largas, las primeras que diseñó para hombre, dadas a enredarse en los pies del portador. Para cualquier creador de moda esta sería una avería digna de replantearse su lugar en el mundo, pero no para este francés de 64 años, autor de varias revoluciones indumentarias donde lo práctico ocupa el papel de un extra en una película de Indiana Jones.
En sus 40 años de profesión (presentó su primera colección en 1976) le ha dado tiempo para todo: enfundar a Madonna en un corsé con pechos cónicos, meter su primera fragancia dentro de una lata de conservas y convertirla en superventas, vestir a un hombre con una túnica de leopardo y cigarro con boquilla, conseguir que las rayas marineras lo identifiquen antes a él que a los marineros, o a vender más de esas famosas faldas a varones heterosexuales que a la desinhibida clientela homosexual que se le presuponía. “Lo que hace Jean Paul Gaultier es arte”, llegó a decir Andy Warhol, más experto que ninguno en convertir la creación en negocio y el negocio en una obra aún mejor.
Gaultier habla con alegría, tiene una risa bastante contagiosa y sabe usar ambas cosas para conseguir lo que quiere. “Hace pocos años vi a una chica en un ‘reality’. Se llamaba Nabilla. Guapa. Buen cuerpo, con curvas. Hablaba en ‘verlan’, una antigua jerga que da la vuelta a las palabras para que la policía no se entere de lo que dices, combinándola con gestos sacados del árabe y también del ‘hip hop’. Era un bonito caso de mestizaje, al tiempo educada y dura, así que la contraté como modelo. Muchos me dijeron que no era nada ‘gaultier’, pero el ‘casting’ lo hago yo y, si a algún cliente no le gusta, me da igual”.
Estamos en una habitación de techos altísimos, dentro de la antigua fábrica parisina que le sirve de cuartel general al diseñador. Sentado frente a una Coca-Cola ‘light’, servida en uno de los vasos a rayas marineras que diseñó en 2009 para la marca de agua mineral Evian, Gaultier se despacha sobre los males del sector. Como la dependencia de los medios de sus anunciantes (“antes, el contenido editorial era contenido editorial, pero ahora las portadas están pactadas previamente entre las editoriales y los grandes grupos del lujo”) o el cuestionable negocio entre las casas de moda y las celebridades: “La gente que tiene dinero para comprar la ropa no lo hace porque le ofrecen contratos para que se la ponga. No sólo no pagan por las prendas, cuando tienen el poder adquisitivo y las ocasiones para ponérselas, sino que ganan dinero por ello. ¡Y sin exclusividad!”, se queja en ese particular tono festivo con el que sentencia.
Este diseñador nacido en Arcueil, un suburbio de París, sin formación académica (Pierre Cardin, su primer mentor, lo contrató por su talento dibujando), lleva cuatro décadas siendo el ‘enfant terrible’ oficial de la moda francesa. ¿Qué ocurre en su cabeza cuando se lo llaman a estas alturas? “Solamente que pienso que soy un ‘enfant terrible’ viejo”, dice con una carcajada. Pertenece a una generación de creadores incombustibles. Como los japoneses Yohji Yamamoto y Rei Kawakubo, de Comme des Garçons, todavía en activo, Gaultier fundó su marca en los años setenta, pero se ganó París en la década siguiente.
Lo que nació con la energía del punk se convirtió en la cara B de ese ‘yuppismo’ obsesionado con el dinero y sus símbolos; anti-moda contra la creación al servicio del estatus, pero igual de exitosa que esta. Los japoneses protestaban con prendas informes que creaban volúmenes sobre el cuerpo, y Gaultier, ofreciendo una visión caricaturizada de los estereotipos sexuales o mezclando lo lujoso con lo marginal: tatuajes, esmóquines, tutús con chaquetas de cuero, lencería llevada en el exterior. Gracias a ese innato sentido del espectáculo, a su look de dibujo animado –camiseta a rayas y tupé rubio platino– y a un gusto por los focos del que, desde luego, carecía la cerebral Kawakubo, Gaultier se hizo tan famoso como una estrella del pop.
En 1989 llegó a grabar un delirante tema house, Aow Tou Dou Zat?, transcripción literal de ‘How to do that’ en su simpático inglés con acento galo. Ese mismo año, un desconcertado John Fairchild, poderoso editor del periódico ‘Women’s Wear Daily’, intentaba describir a ese diseñador que lograba hacerte reír con cosas que pensabas odiar: “A veces provoca la sensación de ridiculizar a hombres y mujeres vistiéndolos como si fuera Fellini. Sus diseños son neutros, casi de otro mundo. Cuando vi a las modelos llevar ‘tops’ que parecían sujetadores y cinturones-ligueros, me pareció de dudoso gusto, pensé que era moda al borde de lo grotesco, como sacada de un espectáculo de algún bar dudoso de Hamburgo”, escribió en su libro ‘Chic savages’. Razón tenía, pero Fairchild, hay que decirlo, era conocido por su conservadora noción del estilo.
‘The male object’ (‘El hombre objeto’), la primera colección masculina de Jean Paul Gaultier, se presentó en 1983, y fijó el objetivo de toda su carrera: transformar al típico macho en una criatura híbrida y sexualmente ambigua. “Siempre me he propuesto crear algo que todavía no exista, y cuando lancé el hombre, cambié la silueta: hombros grandes y un poco caídos, proporciones sueltas, un poco años cincuenta. Diseñé una camiseta marinera sin espalda, introduje la falda… Durante años hice un buen trabajo con la moda masculina, funcionaba incluso mejor que la de mujer, pero luego el mercado se cayó y me vi obligado a hacer un estilo más ‘street’. Cuando diseño, me gusta hacerlo con convicción, siendo honesto conmigo mismo. Puedo crear una colección muy bonita y sencilla, pero cuando se me ocurre a mí, cuando yo lo siento”.
A principios de 2015, después de haber transformado la cara de la industria, Gaultier canceló sus líneas de ‘prêt-à-porter’ para concentrarse en la alta costura. No contempla volver a retomar la ropa comercial, sostiene. “Si hiciera hombre otra vez, tendría que adecuarme a las necesidades de hoy. Pero hay tanto caos que es difícil conocerlas”.
Irónicamente, vuelve a ser su momento: la ropa que él hacía en los años ochenta alcanza precios estratosféricos en el mercado de segunda mano, y muchos diseñadores jóvenes han tomado el testigo de las revoluciones que él inició. “Lo sé, pero ellos ya lo hacen muy bien. ¿Para qué iba a repetirlo yo? Mira el caso de [el diseñador belga] Martin Margiela. Se despidió a los 20 años de carrera, algo muy valiente. Sus últimas tres colecciones habían sido superinteresantes, pero cuando se fue, su equipo siguió diseñando en su estilo, correcto, cosechando críticas moderadas. Y de repente llega este chico, Demna Gvasalia, que trabajó con él, y aplica sus enseñanzas en su propia firma, Vetements. La crítica dice ‘¡Qué ‘margiela’! ¡Qué maravilla!’, pero imagínate si lo hiciera el propio Margiela. Dirían que eso ya se lo sabían, que se está repitiendo”, dice, y da un trago a su Coca-Cola. “Yo tengo el mismo problema. No tienes la misma credibilidad cuando eres tú quien revisita tu estilo”.
Todavía no ha tomado decisiones respecto a su sucesión. No sabe si prefiere a un diseñador que continúe su legado o a otro que lo revolucione. “Creo que optaría por alguien cuyo trabajo fuera distinto. Quién sabe, porque igual doy con uno que trabaja conmigo y encaja. Tendré que pensar en ello en algún momento”, dice entre risas. De momento, se mantiene ocupado. Además de la alta costura, asume encargos especiales, como el diseño de 500 trajes para el espectáculo de variedades ‘The one’, que se estrena el 6 de octubre en el teatro Friedrichstadt-Palast de Berlín.
Un proyecto que ha resultado ser una inesperada magdalena de Proust: “Me empecé a interesar por la moda por culpa del Folies Bergère. Cuando vi esos vestidos por primera vez, a los nueve años, dibujé en clase a una mujer con medias de rejilla. Mi profesora lo vio, me hizo ponerme de pie, me pegó en los dedos con la regla, me colgó el dibujo que había hecho en la espalda con imperdibles y me hizo pasear por el colegio para que todo el mundo me viera. Ocurrió lo contrario de lo que ella esperaba. Cuando di el paseíllo con mi dibujo a la espalda, ¡muchos niños me pidieron uno igual!”, recuerda. “Normalmente me sentía rechazado en el colegio. Me había criado con mi madre y mi abuela, no tenía hermanos, no jugaba al fútbol… Pero aquel día algo saltó en mi cerebro. Me di cuenta de que podía ser querido y aceptado haciendo lo que quería. Que ese sería mi pasaporte”.
Gaultier ha invertido mucho tiempo en contemplarse a sí mismo durante los últimos cinco años. En 2011 se inauguró en Montreal la exposición retrospectiva ‘Gaultier: de la acera a la pasarela’, que rubricó su lugar en el restringido olimpo de diseñadores convertidos en carne de museo (Armani, Valentino, Yves Saint Laurent). La muestra pasó por París, Madrid, Estocolmo o Múnich, hasta terminar el año pasado en Seúl, con sus correspondientes ruedas de prensa promocionales, pero este hombre espectáculo no se cansa de sí mismo.
“Hacer tantas entrevistas me ha ahorrado una fortuna en psicólogos. Así me analizo, me cuestiono, descubro cosas nuevas. ¡Caí en la anécdota del colegio gracias a un periodista!”, ríe. ¿Y qué hay de la nostalgia? “La retrospectiva no me puso ni triste ni nostálgico. Me encantó montarla. Era otro reto, y una oportunidad para recuperar mis temas clásicos, para comprobar que seguían vigentes: lo femenino, lo masculino, lo andrógino, los tatuajes, la mezcla de razas, culturas, costura y calle”, afirma, y continúa: “Amo mi trabajo porque sigo jugando a los juegos que disfrutaba de pequeño: dibujar, soñar, incluso escribía las críticas de mis propios desfiles. Yo aprendía. No en el colegio, sino leyendo sobre diseñadores. Ese era mi sueño, y lo he cumplido”. Incluso llegó a imaginar que lanzaba un perfume: una premonición de lo que hoy forma los cimientos de su empresa, propiedad del grupo español Puig desde el pasado enero.
Este año celebra el vigésimo aniversario de su fragancia estrella, Le Mâle, cuyo frasco, en forma de torso enfundado en una camiseta de rayas, está inspirado en la piedra filosofal del estilo ‘gaultier’: Querelle, aquel marinero de la película de Fassbinder del mismo título que no ha dejado de aparecer desde su primera colección masculina. En la moda siempre ha tratado a hombres y mujeres por igual, pero el sexo marcó su relación con los primeros, tanto personal como creativa. “He sido amado, y he amado a algunos hombres también”, declara con su típica ligereza. Gaultier se ha enfrentado a su propia biografía y ha salido victorioso. Ha asumido los cambios necesarios para que todo siga en su sitio. Y ya no lleva falda. Ha hecho lo suficiente por popularizarla como para tener que tropezarse con ella todos los días.
En sus 40 años de profesión (presentó su primera colección en 1976) le ha dado tiempo para todo: enfundar a Madonna en un corsé con pechos cónicos, meter su primera fragancia dentro de una lata de conservas y convertirla en superventas, vestir a un hombre con una túnica de leopardo y cigarro con boquilla, conseguir que las rayas marineras lo identifiquen antes a él que a los marineros, o a vender más de esas famosas faldas a varones heterosexuales que a la desinhibida clientela homosexual que se le presuponía. “Lo que hace Jean Paul Gaultier es arte”, llegó a decir Andy Warhol, más experto que ninguno en convertir la creación en negocio y el negocio en una obra aún mejor.
Gaultier habla con alegría, tiene una risa bastante contagiosa y sabe usar ambas cosas para conseguir lo que quiere. “Hace pocos años vi a una chica en un ‘reality’. Se llamaba Nabilla. Guapa. Buen cuerpo, con curvas. Hablaba en ‘verlan’, una antigua jerga que da la vuelta a las palabras para que la policía no se entere de lo que dices, combinándola con gestos sacados del árabe y también del ‘hip hop’. Era un bonito caso de mestizaje, al tiempo educada y dura, así que la contraté como modelo. Muchos me dijeron que no era nada ‘gaultier’, pero el ‘casting’ lo hago yo y, si a algún cliente no le gusta, me da igual”.
Estamos en una habitación de techos altísimos, dentro de la antigua fábrica parisina que le sirve de cuartel general al diseñador. Sentado frente a una Coca-Cola ‘light’, servida en uno de los vasos a rayas marineras que diseñó en 2009 para la marca de agua mineral Evian, Gaultier se despacha sobre los males del sector. Como la dependencia de los medios de sus anunciantes (“antes, el contenido editorial era contenido editorial, pero ahora las portadas están pactadas previamente entre las editoriales y los grandes grupos del lujo”) o el cuestionable negocio entre las casas de moda y las celebridades: “La gente que tiene dinero para comprar la ropa no lo hace porque le ofrecen contratos para que se la ponga. No sólo no pagan por las prendas, cuando tienen el poder adquisitivo y las ocasiones para ponérselas, sino que ganan dinero por ello. ¡Y sin exclusividad!”, se queja en ese particular tono festivo con el que sentencia.
Este diseñador nacido en Arcueil, un suburbio de París, sin formación académica (Pierre Cardin, su primer mentor, lo contrató por su talento dibujando), lleva cuatro décadas siendo el ‘enfant terrible’ oficial de la moda francesa. ¿Qué ocurre en su cabeza cuando se lo llaman a estas alturas? “Solamente que pienso que soy un ‘enfant terrible’ viejo”, dice con una carcajada. Pertenece a una generación de creadores incombustibles. Como los japoneses Yohji Yamamoto y Rei Kawakubo, de Comme des Garçons, todavía en activo, Gaultier fundó su marca en los años setenta, pero se ganó París en la década siguiente.
Lo que nació con la energía del punk se convirtió en la cara B de ese ‘yuppismo’ obsesionado con el dinero y sus símbolos; anti-moda contra la creación al servicio del estatus, pero igual de exitosa que esta. Los japoneses protestaban con prendas informes que creaban volúmenes sobre el cuerpo, y Gaultier, ofreciendo una visión caricaturizada de los estereotipos sexuales o mezclando lo lujoso con lo marginal: tatuajes, esmóquines, tutús con chaquetas de cuero, lencería llevada en el exterior. Gracias a ese innato sentido del espectáculo, a su look de dibujo animado –camiseta a rayas y tupé rubio platino– y a un gusto por los focos del que, desde luego, carecía la cerebral Kawakubo, Gaultier se hizo tan famoso como una estrella del pop.
En 1989 llegó a grabar un delirante tema house, Aow Tou Dou Zat?, transcripción literal de ‘How to do that’ en su simpático inglés con acento galo. Ese mismo año, un desconcertado John Fairchild, poderoso editor del periódico ‘Women’s Wear Daily’, intentaba describir a ese diseñador que lograba hacerte reír con cosas que pensabas odiar: “A veces provoca la sensación de ridiculizar a hombres y mujeres vistiéndolos como si fuera Fellini. Sus diseños son neutros, casi de otro mundo. Cuando vi a las modelos llevar ‘tops’ que parecían sujetadores y cinturones-ligueros, me pareció de dudoso gusto, pensé que era moda al borde de lo grotesco, como sacada de un espectáculo de algún bar dudoso de Hamburgo”, escribió en su libro ‘Chic savages’. Razón tenía, pero Fairchild, hay que decirlo, era conocido por su conservadora noción del estilo.
‘The male object’ (‘El hombre objeto’), la primera colección masculina de Jean Paul Gaultier, se presentó en 1983, y fijó el objetivo de toda su carrera: transformar al típico macho en una criatura híbrida y sexualmente ambigua. “Siempre me he propuesto crear algo que todavía no exista, y cuando lancé el hombre, cambié la silueta: hombros grandes y un poco caídos, proporciones sueltas, un poco años cincuenta. Diseñé una camiseta marinera sin espalda, introduje la falda… Durante años hice un buen trabajo con la moda masculina, funcionaba incluso mejor que la de mujer, pero luego el mercado se cayó y me vi obligado a hacer un estilo más ‘street’. Cuando diseño, me gusta hacerlo con convicción, siendo honesto conmigo mismo. Puedo crear una colección muy bonita y sencilla, pero cuando se me ocurre a mí, cuando yo lo siento”.
A principios de 2015, después de haber transformado la cara de la industria, Gaultier canceló sus líneas de ‘prêt-à-porter’ para concentrarse en la alta costura. No contempla volver a retomar la ropa comercial, sostiene. “Si hiciera hombre otra vez, tendría que adecuarme a las necesidades de hoy. Pero hay tanto caos que es difícil conocerlas”.
Irónicamente, vuelve a ser su momento: la ropa que él hacía en los años ochenta alcanza precios estratosféricos en el mercado de segunda mano, y muchos diseñadores jóvenes han tomado el testigo de las revoluciones que él inició. “Lo sé, pero ellos ya lo hacen muy bien. ¿Para qué iba a repetirlo yo? Mira el caso de [el diseñador belga] Martin Margiela. Se despidió a los 20 años de carrera, algo muy valiente. Sus últimas tres colecciones habían sido superinteresantes, pero cuando se fue, su equipo siguió diseñando en su estilo, correcto, cosechando críticas moderadas. Y de repente llega este chico, Demna Gvasalia, que trabajó con él, y aplica sus enseñanzas en su propia firma, Vetements. La crítica dice ‘¡Qué ‘margiela’! ¡Qué maravilla!’, pero imagínate si lo hiciera el propio Margiela. Dirían que eso ya se lo sabían, que se está repitiendo”, dice, y da un trago a su Coca-Cola. “Yo tengo el mismo problema. No tienes la misma credibilidad cuando eres tú quien revisita tu estilo”.
Todavía no ha tomado decisiones respecto a su sucesión. No sabe si prefiere a un diseñador que continúe su legado o a otro que lo revolucione. “Creo que optaría por alguien cuyo trabajo fuera distinto. Quién sabe, porque igual doy con uno que trabaja conmigo y encaja. Tendré que pensar en ello en algún momento”, dice entre risas. De momento, se mantiene ocupado. Además de la alta costura, asume encargos especiales, como el diseño de 500 trajes para el espectáculo de variedades ‘The one’, que se estrena el 6 de octubre en el teatro Friedrichstadt-Palast de Berlín.
Un proyecto que ha resultado ser una inesperada magdalena de Proust: “Me empecé a interesar por la moda por culpa del Folies Bergère. Cuando vi esos vestidos por primera vez, a los nueve años, dibujé en clase a una mujer con medias de rejilla. Mi profesora lo vio, me hizo ponerme de pie, me pegó en los dedos con la regla, me colgó el dibujo que había hecho en la espalda con imperdibles y me hizo pasear por el colegio para que todo el mundo me viera. Ocurrió lo contrario de lo que ella esperaba. Cuando di el paseíllo con mi dibujo a la espalda, ¡muchos niños me pidieron uno igual!”, recuerda. “Normalmente me sentía rechazado en el colegio. Me había criado con mi madre y mi abuela, no tenía hermanos, no jugaba al fútbol… Pero aquel día algo saltó en mi cerebro. Me di cuenta de que podía ser querido y aceptado haciendo lo que quería. Que ese sería mi pasaporte”.
Gaultier ha invertido mucho tiempo en contemplarse a sí mismo durante los últimos cinco años. En 2011 se inauguró en Montreal la exposición retrospectiva ‘Gaultier: de la acera a la pasarela’, que rubricó su lugar en el restringido olimpo de diseñadores convertidos en carne de museo (Armani, Valentino, Yves Saint Laurent). La muestra pasó por París, Madrid, Estocolmo o Múnich, hasta terminar el año pasado en Seúl, con sus correspondientes ruedas de prensa promocionales, pero este hombre espectáculo no se cansa de sí mismo.
“Hacer tantas entrevistas me ha ahorrado una fortuna en psicólogos. Así me analizo, me cuestiono, descubro cosas nuevas. ¡Caí en la anécdota del colegio gracias a un periodista!”, ríe. ¿Y qué hay de la nostalgia? “La retrospectiva no me puso ni triste ni nostálgico. Me encantó montarla. Era otro reto, y una oportunidad para recuperar mis temas clásicos, para comprobar que seguían vigentes: lo femenino, lo masculino, lo andrógino, los tatuajes, la mezcla de razas, culturas, costura y calle”, afirma, y continúa: “Amo mi trabajo porque sigo jugando a los juegos que disfrutaba de pequeño: dibujar, soñar, incluso escribía las críticas de mis propios desfiles. Yo aprendía. No en el colegio, sino leyendo sobre diseñadores. Ese era mi sueño, y lo he cumplido”. Incluso llegó a imaginar que lanzaba un perfume: una premonición de lo que hoy forma los cimientos de su empresa, propiedad del grupo español Puig desde el pasado enero.
Este año celebra el vigésimo aniversario de su fragancia estrella, Le Mâle, cuyo frasco, en forma de torso enfundado en una camiseta de rayas, está inspirado en la piedra filosofal del estilo ‘gaultier’: Querelle, aquel marinero de la película de Fassbinder del mismo título que no ha dejado de aparecer desde su primera colección masculina. En la moda siempre ha tratado a hombres y mujeres por igual, pero el sexo marcó su relación con los primeros, tanto personal como creativa. “He sido amado, y he amado a algunos hombres también”, declara con su típica ligereza. Gaultier se ha enfrentado a su propia biografía y ha salido victorioso. Ha asumido los cambios necesarios para que todo siga en su sitio. Y ya no lleva falda. Ha hecho lo suficiente por popularizarla como para tener que tropezarse con ella todos los días.
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