Imagen: ABC / Tom Spanbauer con una alumna |
Pocos autores escriben con la rabia de Tom Spanbauer. Su última novela, «Yo te quise más», ha sido escrita, además, con frases «buscadas a muerte».
Antonio Fontana | ABC, 2015-09-14
http://www.abc.es/cultura/cultural/20150914/abci-entrevista-spanbauer-libros-201509141246.html
«Escribe sobre un momento tras el cual hayas sido diferente. Seguías tu camino en el mundo y entonces ocurrió algo, y a partir de entonces nunca volviste a ser la misma persona que eras antes de ese acontecimiento.» Es uno de los consejos que da a sus alumnos Tom Spanbauer (Pocatello, Idaho, 1946). Siguiéndolo al pie de la letra ha creado todas sus ficciones. Poniendo en práctica, además, lo que él denomina «escritura peligrosa», esa cuyas frases «parecen haber sido buscadas a muerte». Como las de su última novela, ‘Yo te quise más’, y las de ‘Ahora es el momento’, que Literatura Random House acaba de reeditar.
Unos versos de Auden sirven para titular «Yo te quise más». ¿Por qué esos versos precisamente?
Durante muchos años, ese poema estuvo escrito en la fachada del número 77 de St. Marks Place, donde Auden residió. Soy un gran admirador de Auden, y cuando viví en Manhattan, cada vez que me sentía triste, peregrinaba a su poema. Siempre hacía que me sintiera mejor.
¿Cuánto de Tom Spanbauer hay en personajes como Rigby John Klusener y Ben Grunewald, los protagonistas de «Ahora es el momento» y «Yo te quise más»?
Me gusta usar como analogía un cuadro de Francis Bacon. Siempre pintaba a partir de una fotografía. De modo que tomaba una foto del Papa y pintaba una imagen del Papa, un Papa gritando. La imagen es siempre violenta y extrema, pero produce la sensación de que es más fiel al espíritu del Papa que la imagen de la fotografía. Bacon dice que toma la imagen y la vierte «sobre su sistema nervioso». Yo, Tom Spanbauer, soy la fotografía. Rigby John y Ben Grunewald son los cuadros de Francis Bacon. La ficción es la mentira que hace más verdadera la verdad.
Si es parte de su vida lo que inspira sus libros, ¿por qué recurre a la narrativa y no a unas memorias?
No voy por la vida viviendo como un cuadro de Francis Bacon. Las mentiras que invento, las ficciones que creo, no son yo. Son invenciones. Rigby John y Ben Grunewald son mentiras que he creado sobre mí mismo para contar una verdad más profunda. La memoria es un registro de los acontecimientos. La ficción es la interpretación de los acontecimientos.
Usted nació en Pocatello (Idaho), lugar al que ha regresado una y otra vez en sus libros. ¿Por nostalgia o para saldar viejas deudas?
Apuesto a que en Pocatello no me conocen ni diez personas. Vuelvo a Pocatello porque es mi hogar, el lugar temido en el que mi corazón canta.
¿Revivir el pasado es terapéutico?
Mi escritura tiene una faceta sanadora. Por lo general, cuando empiezo a escribir es porque hay dentro de mí un lugar dolorido, o triste, o enfadado. De hecho, cuando empiezo a notar ese sentimiento en mi interior, no sé qué es. Todo lo que sé es que no me deja en paz. Así que voy a ese lugar y empiezo a mentir. Empiezo a verter los acontecimientos de mi vida sobre mi sistema nervioso. Empiezo a crear mis propios papas gritando. A menudo, en estos viajes a la médula se produce un momento de comprensión repentino, es decir, una concienciación que no había tenido antes. Y tomo esa concienciación y me aferro a ella, y como ahora tengo conciencia de ello, ya nunca volveré a ser la misma persona.
¿Cuál diría que es el tema de sus libros? ¿La identidad? ¿La búsqueda del amor? ¿El dolor?
En cada libro intento contar una verdad determinada. En cada libro, esa verdad es distinta, pero la misma. El tema implica por lo general a un protagonista que logra derrocar el poderoso yugo de la tiranía y aprender a confiar en sí mismo.
¿Cuándo se despertó en usted la vocación literaria? ¿Fue en la granja en la que creció?
De niño no conocía a nadie igual que yo. Era finales de la década de 1940, la de 1950 y luego la de 1960. Ante todo, yo era homosexual y católico, y mi padre veía al homosexual que había en mí e intentaba sacármelo a golpes. La Iglesia católica, cómo no, hacía que me sintiera avergonzado. Me sentía excluido del mundo de los hombres. Así que llevaba conmigo un cuaderno de notas. Podía anotar cosas, y cuando las cosas salían de mí para ir al papel, el hecho de que estas cosas ya no estuviesen en mi interior, sino fuera, el que estos secretos que yo guardaba en mi corazón estuviesen fuera de mí, en el mundo, hacía que yo tuviese de repente un amigo. Alguien a quien podía reconocer. Era yo mismo.
Su encuentro con Stephen Spender le marcó.
Stephen Spender era un maravilloso anciano de pelo blanco, vestido con mucha elegancia. Recuerdo su voz, su dicción. Lo fascinante que era. Me dio una clase de dos horas, y en esas dos horas aprendí algo muy, muy importante. Spender me dijo que en la poesía, la forma de situar una palabra junto a otra, la relación que la palabra guarda con el espacio y con la palabra que tiene al lado, la relación recíproca entre ambas, era lo que convertía la poesía en poesía. Pero la prosa era distinta. Spender afirmaba que, en el caso de la prosa, todas las palabras llevan una señal que dice: «No me mires a mí, el relato va por ahí...» Tan pronto como le oí a Spender decirlo fue como si me hubiese visitado un ángel. Me encantó la distinción entre poesía y prosa, pero en ese instante supe, en el fondo de mi alma, que no estaba de acuerdo con él. Poco después empecé a escribir mi prosa del mismo modo que había estado escribiendo poesía. Le quité la señal a cada una de mis palabras y empecé a amar cada sílaba de cada frase.
Usted imparte talleres de escritura. ¿Cuáles son las primeras reglas, las reglas básicas que enseña a sus alumnos?
No soy un profesor que sabe. Soy un profesor que no sabe. Cuando estoy con un alumno, lo invito a unirse a mí en mi desconocimiento y a emprender un viaje conmigo. Pero hay normas. Aunque es imposible hacer una declaración general sobre las normas. La norma es: cuando vas al papel, arruinas la música que oyes en tu cabeza, y al arruinarla, empiezas a oír cómo suena esa música. Y entonces puedes empezar a cambiar.
¿Ha aprendido algo de sus alumnos?
Todos los días.
¿Cómo definiría a Chuck Palahniuk, a quien usted dio clases de escritura? ¿Un alumno aventajado o un imitador?
Chuck escribió un libro maravilloso, El club de la lucha. Lo escribió en la mesa de mi comedor. Desde entonces, se ha creado para sí mismo un mundo completamente diferente.
De sus años en Kenia no sabemos nada.
Esa será mi próxima novela.
Unos versos de Auden sirven para titular «Yo te quise más». ¿Por qué esos versos precisamente?
Durante muchos años, ese poema estuvo escrito en la fachada del número 77 de St. Marks Place, donde Auden residió. Soy un gran admirador de Auden, y cuando viví en Manhattan, cada vez que me sentía triste, peregrinaba a su poema. Siempre hacía que me sintiera mejor.
¿Cuánto de Tom Spanbauer hay en personajes como Rigby John Klusener y Ben Grunewald, los protagonistas de «Ahora es el momento» y «Yo te quise más»?
Me gusta usar como analogía un cuadro de Francis Bacon. Siempre pintaba a partir de una fotografía. De modo que tomaba una foto del Papa y pintaba una imagen del Papa, un Papa gritando. La imagen es siempre violenta y extrema, pero produce la sensación de que es más fiel al espíritu del Papa que la imagen de la fotografía. Bacon dice que toma la imagen y la vierte «sobre su sistema nervioso». Yo, Tom Spanbauer, soy la fotografía. Rigby John y Ben Grunewald son los cuadros de Francis Bacon. La ficción es la mentira que hace más verdadera la verdad.
Si es parte de su vida lo que inspira sus libros, ¿por qué recurre a la narrativa y no a unas memorias?
No voy por la vida viviendo como un cuadro de Francis Bacon. Las mentiras que invento, las ficciones que creo, no son yo. Son invenciones. Rigby John y Ben Grunewald son mentiras que he creado sobre mí mismo para contar una verdad más profunda. La memoria es un registro de los acontecimientos. La ficción es la interpretación de los acontecimientos.
Usted nació en Pocatello (Idaho), lugar al que ha regresado una y otra vez en sus libros. ¿Por nostalgia o para saldar viejas deudas?
Apuesto a que en Pocatello no me conocen ni diez personas. Vuelvo a Pocatello porque es mi hogar, el lugar temido en el que mi corazón canta.
¿Revivir el pasado es terapéutico?
Mi escritura tiene una faceta sanadora. Por lo general, cuando empiezo a escribir es porque hay dentro de mí un lugar dolorido, o triste, o enfadado. De hecho, cuando empiezo a notar ese sentimiento en mi interior, no sé qué es. Todo lo que sé es que no me deja en paz. Así que voy a ese lugar y empiezo a mentir. Empiezo a verter los acontecimientos de mi vida sobre mi sistema nervioso. Empiezo a crear mis propios papas gritando. A menudo, en estos viajes a la médula se produce un momento de comprensión repentino, es decir, una concienciación que no había tenido antes. Y tomo esa concienciación y me aferro a ella, y como ahora tengo conciencia de ello, ya nunca volveré a ser la misma persona.
¿Cuál diría que es el tema de sus libros? ¿La identidad? ¿La búsqueda del amor? ¿El dolor?
En cada libro intento contar una verdad determinada. En cada libro, esa verdad es distinta, pero la misma. El tema implica por lo general a un protagonista que logra derrocar el poderoso yugo de la tiranía y aprender a confiar en sí mismo.
¿Cuándo se despertó en usted la vocación literaria? ¿Fue en la granja en la que creció?
De niño no conocía a nadie igual que yo. Era finales de la década de 1940, la de 1950 y luego la de 1960. Ante todo, yo era homosexual y católico, y mi padre veía al homosexual que había en mí e intentaba sacármelo a golpes. La Iglesia católica, cómo no, hacía que me sintiera avergonzado. Me sentía excluido del mundo de los hombres. Así que llevaba conmigo un cuaderno de notas. Podía anotar cosas, y cuando las cosas salían de mí para ir al papel, el hecho de que estas cosas ya no estuviesen en mi interior, sino fuera, el que estos secretos que yo guardaba en mi corazón estuviesen fuera de mí, en el mundo, hacía que yo tuviese de repente un amigo. Alguien a quien podía reconocer. Era yo mismo.
Su encuentro con Stephen Spender le marcó.
Stephen Spender era un maravilloso anciano de pelo blanco, vestido con mucha elegancia. Recuerdo su voz, su dicción. Lo fascinante que era. Me dio una clase de dos horas, y en esas dos horas aprendí algo muy, muy importante. Spender me dijo que en la poesía, la forma de situar una palabra junto a otra, la relación que la palabra guarda con el espacio y con la palabra que tiene al lado, la relación recíproca entre ambas, era lo que convertía la poesía en poesía. Pero la prosa era distinta. Spender afirmaba que, en el caso de la prosa, todas las palabras llevan una señal que dice: «No me mires a mí, el relato va por ahí...» Tan pronto como le oí a Spender decirlo fue como si me hubiese visitado un ángel. Me encantó la distinción entre poesía y prosa, pero en ese instante supe, en el fondo de mi alma, que no estaba de acuerdo con él. Poco después empecé a escribir mi prosa del mismo modo que había estado escribiendo poesía. Le quité la señal a cada una de mis palabras y empecé a amar cada sílaba de cada frase.
Usted imparte talleres de escritura. ¿Cuáles son las primeras reglas, las reglas básicas que enseña a sus alumnos?
No soy un profesor que sabe. Soy un profesor que no sabe. Cuando estoy con un alumno, lo invito a unirse a mí en mi desconocimiento y a emprender un viaje conmigo. Pero hay normas. Aunque es imposible hacer una declaración general sobre las normas. La norma es: cuando vas al papel, arruinas la música que oyes en tu cabeza, y al arruinarla, empiezas a oír cómo suena esa música. Y entonces puedes empezar a cambiar.
¿Ha aprendido algo de sus alumnos?
Todos los días.
¿Cómo definiría a Chuck Palahniuk, a quien usted dio clases de escritura? ¿Un alumno aventajado o un imitador?
Chuck escribió un libro maravilloso, El club de la lucha. Lo escribió en la mesa de mi comedor. Desde entonces, se ha creado para sí mismo un mundo completamente diferente.
De sus años en Kenia no sabemos nada.
Esa será mi próxima novela.
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