Imagen: El País / Amarna Miller en 'Patria' |
No tengo nada en contra de esa expresión, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como reclamo o para llamar la atención.
Elvira Lindo | El País, 2016-10-07
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/10/07/actualidad/1475841127_116915.html
Hubo un tiempo en el que algunas mujeres achacaban a los hombres la mala costumbre de pensar con la polla. Pensar con la polla era estar prisionero, pero a mucha honra, de los instintos más primarios. De un hombre que pensara con la polla una mujer no se podía fiar. Un hombre que pensaba con la polla no valoraría a una mujer en su conjunto, intelecto y físico, sino que sólo se detendría a valorar si una chica era lo suficientemente atractiva para esa parte del cuerpo con la que pensaba, la polla. Yo conocía a hombres así de transparentes, algunos incluso me hacían gracia por su evidente primitivismo, pero no eran mi tipo. Los había que sostenían que incluso aquellos varones que aparentaban más sofisticación intelectual, a la hora de la verdad, pensaban con esa parte concreta del cuerpo que señala, según la inclinación de su ángulo, lo que un hombre bien constituido piensa.
Fueron muchos años de escuchar aquello de “lo hago porque me sale de la punta de la polla”. Casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus instintos cuando terciaba. De alguna manera, sabiendo elegir, demostramos que hay muchos hombres con los que una relación igualitaria es posible. Los hay. Los hemos tenido como pareja y los hemos criado. Hombres que no tienen ningún interés de mostrarse como especímenes dominados por instintos animales, hombres que no presumen de su potencial, que no piensan continuamente en términos de cacería.
Pero hay un tipo de feminismo ahora que no llego a entender, que tiende a ver a los hombres como a una masa compacta de hormonas, donde unos individuos no se diferencian de otros. Pareciera que estuvieran infectados por ese mal definido como heteropatriarcado del que no pueden escapar. Los pobres. Es ese tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies, y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las castañas del fuego.
Y hay mujeres que han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra “coño” como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, “polla”. Igual que los hombres reducían sus aspiraciones a lo que expresara una parte de su cuerpo, parece que ahora el coño ha tomado el relevo. Consideramos heteropatriarcal que un señor actúe como le sale de la polla, pero nos parece progresista y transgresor hablar de nuestro coño como significante de nuestra libertad. Una actriz porno, Amarna Miller, nos habla de porno feminista y nos explica lo atrasadísima que está España porque, al parecer, lo que cuenta en términos de liberación de la mujer es lo que se realiza con cierta parte del cuerpo. Leo que una joven feminista, Diana López Varela, publica ‘No es país para coños’, para mostrarnos de qué manera aún no hemos conseguido la igualdad: interesante, pero ¿por qué elegir un título reduccionista que vuelve a insistir en esa separación arcaica de las pollas a un lado y los coño a otro? El otro día, una artista plástica señaló que ella era nacionalista de su coño. Bravo.
No tengo nada en contra de esa palabra, coño, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como reclamo o para llamar la atención. Debieran saber quienes la usan como si fuera transgresora, que un término audaz que se repite con excesiva frecuencia acaba siendo, simplemente, una vulgaridad, tanto como una película de destape de los setenta, tipo ‘El fontanero, su mujer y otras cosas de meter’, o aún peor, la demostración pueril de un papanatismo ideológico que en dos años suena ineficaz y viejuno.
Tenemos claro que la liberación está ligada al sexo, pero también a la interrupción del embarazo (véase Polonia), a la procreación (los niños no vienen de París, pero digo yo que habrá palabras más delicadas para expresar de dónde salen nuestros hijos), a la igualdad laboral tanto en puestos como en remuneraciones, al trato que se nos da, a la consideración social como iguales. Si siempre sentí algo de vergüenza ante ese lenguaje machorro, invasivo, ordinario, primario, entiendo que las cosas no se cambian usando el mismo estilo. Por mucho que esa palabra, coño, en la intimidad pueda sonar a deseo, a deseo con amor. O sin él.
Fueron muchos años de escuchar aquello de “lo hago porque me sale de la punta de la polla”. Casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus instintos cuando terciaba. De alguna manera, sabiendo elegir, demostramos que hay muchos hombres con los que una relación igualitaria es posible. Los hay. Los hemos tenido como pareja y los hemos criado. Hombres que no tienen ningún interés de mostrarse como especímenes dominados por instintos animales, hombres que no presumen de su potencial, que no piensan continuamente en términos de cacería.
Pero hay un tipo de feminismo ahora que no llego a entender, que tiende a ver a los hombres como a una masa compacta de hormonas, donde unos individuos no se diferencian de otros. Pareciera que estuvieran infectados por ese mal definido como heteropatriarcado del que no pueden escapar. Los pobres. Es ese tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies, y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las castañas del fuego.
Y hay mujeres que han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra “coño” como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, “polla”. Igual que los hombres reducían sus aspiraciones a lo que expresara una parte de su cuerpo, parece que ahora el coño ha tomado el relevo. Consideramos heteropatriarcal que un señor actúe como le sale de la polla, pero nos parece progresista y transgresor hablar de nuestro coño como significante de nuestra libertad. Una actriz porno, Amarna Miller, nos habla de porno feminista y nos explica lo atrasadísima que está España porque, al parecer, lo que cuenta en términos de liberación de la mujer es lo que se realiza con cierta parte del cuerpo. Leo que una joven feminista, Diana López Varela, publica ‘No es país para coños’, para mostrarnos de qué manera aún no hemos conseguido la igualdad: interesante, pero ¿por qué elegir un título reduccionista que vuelve a insistir en esa separación arcaica de las pollas a un lado y los coño a otro? El otro día, una artista plástica señaló que ella era nacionalista de su coño. Bravo.
No tengo nada en contra de esa palabra, coño, la utilizo con bastante frecuencia, pero no como reclamo o para llamar la atención. Debieran saber quienes la usan como si fuera transgresora, que un término audaz que se repite con excesiva frecuencia acaba siendo, simplemente, una vulgaridad, tanto como una película de destape de los setenta, tipo ‘El fontanero, su mujer y otras cosas de meter’, o aún peor, la demostración pueril de un papanatismo ideológico que en dos años suena ineficaz y viejuno.
Tenemos claro que la liberación está ligada al sexo, pero también a la interrupción del embarazo (véase Polonia), a la procreación (los niños no vienen de París, pero digo yo que habrá palabras más delicadas para expresar de dónde salen nuestros hijos), a la igualdad laboral tanto en puestos como en remuneraciones, al trato que se nos da, a la consideración social como iguales. Si siempre sentí algo de vergüenza ante ese lenguaje machorro, invasivo, ordinario, primario, entiendo que las cosas no se cambian usando el mismo estilo. Por mucho que esa palabra, coño, en la intimidad pueda sonar a deseo, a deseo con amor. O sin él.
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