Imagen: El País / Roman Zozulya |
Una de las cosas que más me llama la atención entre los nuevos seguidores de la ultraderecha moderna es que ninguno de ellos se considera a sí mismo un nazi.
Rafa Cabeleira | El País, 2017-02-02
http://deportes.elpais.com/deportes/2017/02/01/actualidad/1485984502_794975.html
Una de las cosas que más me llama la atención entre los nuevos seguidores de la ultraderecha moderna es que ninguno de ellos se considera a sí mismo un nazi o un fascista. Si se les pregunta por este extremo, es muy probable que reconozcan como propias las mismas causas y motivaciones que dichos movimientos, que admitan cierta admiración por algunos de sus líderes históricos e incluso presuman de fotografías posando junto a símbolos y banderas del citado signo. Sin embargo, a la pregunta concreta sobre si son o no una suerte moderna de fascistas, de nuevos nazis, todos contestarán automáticamente que no: ellos son otra cosa.
Roman Zozulya es un buen ejemplo de esto. A lo largo de su carrera, desde que los focos de las cámaras comenzaron a fijarse en él por su condición de deportista de élite y personaje público, el futbolista ucraniano ha dado pistas suficientes para poder intuir su ideología, sus filias y sus fobias, sus obsesiones. El comunicado dirigido a la afición del Rayo Vallecano, en un intento desesperado por lavar su imagen y reconducir la situación, es un compendio del habitual manual negacionista de quien no es capaz de reconocerse a sí mismo como lo que realmente es. Habla Zozulya de ultranacionalismo, de la causa de la patria, de la defensa de los más desfavorecidos, de los niños… Habla, en definitiva, de las mismas cosas que suele repetir en cada entrevista la lideresa de Hogar Social Madrid, Melisa Domínguez, quien a la pregunta lógica y habitual sobre si es o no una neonazi, siempre responde que no, que ella es otra cosa.
Por desgracia, el fútbol lleva demasiado tiempo abonado y convertido en terreno propicio para el florecimiento de la intolerancia, poco importa el signo político o el rasgo ideológico en que se ampare. Este pasado fin de semana, en Lyon, un grupo de hinchas radicales desplegaron unas pancartas vergonzosas en las que reclamaban las gradas del estadio como hábitat natural de los hombres mientras invitaban a las mujeres a quedarse en la cocina, un nuevo ejemplo de la podredumbre general. La homofobia y el racismo también campan a sus anchas por las gradas y aledaños de muchos campos de fútbol, desgraciada e históricamente consentidas por la pasividad cómplice de los clubes y unas federaciones incapaces de luchar contra el problema, demasiadas veces convencidos de que tales actitudes no lo son.
A Zozulya, por cierto, lo ha devuelto a corrales la oposición frontal de unos aficionados incapaces de reconocerse a ellos mismos como ultras, convencidos de su papel de guardianes de las esencias y empeñados en imponer a todo un club, a miles de almas, su propia ideología. Poco importa, si importa, si Zozulya es una cosa o la contraria, si sueña con el fin del hambre en el mundo o con la hegemonía incontestable de una raza. Para el aficionado corriente solo debería ser un futbolista, lo mismo que el chico negro, el joven gay o la niña que no quiere ser princesa. El fútbol solo debería ser eso, fútbol… Aunque demasiadas veces nos empeñemos en defender que no, que el futbol es otra cosa.
Roman Zozulya es un buen ejemplo de esto. A lo largo de su carrera, desde que los focos de las cámaras comenzaron a fijarse en él por su condición de deportista de élite y personaje público, el futbolista ucraniano ha dado pistas suficientes para poder intuir su ideología, sus filias y sus fobias, sus obsesiones. El comunicado dirigido a la afición del Rayo Vallecano, en un intento desesperado por lavar su imagen y reconducir la situación, es un compendio del habitual manual negacionista de quien no es capaz de reconocerse a sí mismo como lo que realmente es. Habla Zozulya de ultranacionalismo, de la causa de la patria, de la defensa de los más desfavorecidos, de los niños… Habla, en definitiva, de las mismas cosas que suele repetir en cada entrevista la lideresa de Hogar Social Madrid, Melisa Domínguez, quien a la pregunta lógica y habitual sobre si es o no una neonazi, siempre responde que no, que ella es otra cosa.
Por desgracia, el fútbol lleva demasiado tiempo abonado y convertido en terreno propicio para el florecimiento de la intolerancia, poco importa el signo político o el rasgo ideológico en que se ampare. Este pasado fin de semana, en Lyon, un grupo de hinchas radicales desplegaron unas pancartas vergonzosas en las que reclamaban las gradas del estadio como hábitat natural de los hombres mientras invitaban a las mujeres a quedarse en la cocina, un nuevo ejemplo de la podredumbre general. La homofobia y el racismo también campan a sus anchas por las gradas y aledaños de muchos campos de fútbol, desgraciada e históricamente consentidas por la pasividad cómplice de los clubes y unas federaciones incapaces de luchar contra el problema, demasiadas veces convencidos de que tales actitudes no lo son.
A Zozulya, por cierto, lo ha devuelto a corrales la oposición frontal de unos aficionados incapaces de reconocerse a ellos mismos como ultras, convencidos de su papel de guardianes de las esencias y empeñados en imponer a todo un club, a miles de almas, su propia ideología. Poco importa, si importa, si Zozulya es una cosa o la contraria, si sueña con el fin del hambre en el mundo o con la hegemonía incontestable de una raza. Para el aficionado corriente solo debería ser un futbolista, lo mismo que el chico negro, el joven gay o la niña que no quiere ser princesa. El fútbol solo debería ser eso, fútbol… Aunque demasiadas veces nos empeñemos en defender que no, que el futbol es otra cosa.
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