Imagen: Deia / Trabajadoras en La Encartada |
Un estudio analiza la realidad de las empleadas en fábricas de la cuenca del Kadagua desde el siglo XIX. Once mujeres de entre 50 y 95 años han compartido sus vivencias.
Elixane Castresana | Deia, 2017-02-20
http://www.deia.com/2017/02/20/bizkaia/margen-izquierda-encartaciones/enkarterri-teje-el-trabajo-en-femenino-del-textil
Solo La Encartada, aunque como museo, se mantiene en pie de entre las tres fábricas de la cuenca del Kadagua objeto de la investigación de la empresa Ikusmira Ondarea. Las otras dos factorías eran La Conchita de Sodupe (1903-1972) y Rica Hermanos de Alonsotegi (1890-1984). Este trabajo se ha llevado a cabo con la colaboración de once mujeres con edades comprendidas entre los 50 y los 95 años que han participado en ocho horas de conversaciones con tres historiadoras. Gracias a ellas, el recuerdo del trabajo femenino en el sector textil de Enkarterri a partir de la revolución industrial de finales del siglo XIX, ha llegado al XXI con el reconocimiento que se les debía. Eran niñas que con 14 años podían llegar a caminar durante horas a la fábrica para enfrentarse a jornadas interminables, muchas veces llevándose la labor a casa y por la mitad de salario que sus compañeros a pesar de que a menudo desempeñaban las mismas tareas. Y, con todo, “ellas se restan importancia”, aseguraron las encargadas del estudio.
Ayer compartieron el proceso de la investigación de un año emprendida con la ayuda de una subvención foral y el apoyo técnico de la asociación de mujeres Izaera de Deusto. En una de las salas del museo La Encartada, que celebra su décimo aniversario, las historiadoras de Ikusmira Ondarea, expertas en patrimonio industrial, reconocieron que les costó vencer la timidez de las entrevistadas para una “primera aproximación” de la realidad de las mujeres trabajadoras de la comarca. Y es que aún queda mucho por contar, por lo que trasladaron una invitación a quienes vivieron aquellos años para que contacten con ellas. Les limita el tiempo, ya que “esa memoria inmaterial se va perdiendo; hay que tener en cuenta que han transcurrido 25 años del cierre de La Encartada” y tanto Rica Hermanos como La Conchita apagaron sus máquinas antes.
La fábrica de Balmaseda es la única que se dedicaba al sector textil “tal y como nos imaginamos, con la elaboración de boinas o mantas”. Rica Hermanos, que dos hermanos originarios de Valladolid establecieron en Alonsotegi, producía “sacos para artículos que se vendían a granel y La Conchita elaboraba “tejido de yute”. “Durante la Primera Guerra Mundial, este material se exportó mucho a Estados Unidos para fabricar tiendas de campaña militares”, añadieron.
Pilar, una de las protagonistas del documental que asistieron a la presentación, entró en Boinas La Encartada en 1973 y permaneció allí hasta el cierre, en 1992, cuando ya solo quedaban alrededor de veinte empleados de los 130 que formaban la plantilla en las épocas de bonanza. Manejó máquinas centenarias que se preservan en el museo. “Pero no lo veíamos como algo extraordinario, sino simplemente como trabajo”, explica.
Cuando empezó tan solo contaba con 14 años. Otras comenzaron a trabajar incluso antes burlando la ley. En Ikusmira Ondarea hablaron con una mujer, no en La Encartada, que se incorporó a los 13 años, pero hasta que cumplió los 14, la edad mínima legal, estaba medio escondida. “En Rica Hermanos hubo problemas en este sentido sobre 1910 y se excusaron diciendo que no encontraban trabajadores adultos y por eso recurrían a los niños”, expusieron las historiadoras. Eso movió a la dirección a promover vivienda en las cercanías de la fábrica, en el barrio de Arbuio para que los empleados formaran sus familias allí. Al principio, se trataba de alojamientos compartidos. Y, a veces se concedía la deseada independencia en un piso a cambio de mano de obra. “Muchos padres se comprometían por escrito a que sus hijas entraran en la fábrica a los 14 años cuando estos tenían 10 años”, apuntaron. En Balmaseda “el concepto fue diferente, de colonia para los empleados fundada en relación a la fábrica”. Por eso, si abandonaban La Encartada o se jubilaban perdían el derecho a alojamiento.
En cuanto al salario, la diferencia en la retribución de hombres y mujeres -“hasta la mitad menos para las empleadas”-, estaba tan normalizada que “lo que para ellas era poco, en el caso de ellos se consideraba una miseria”. “Nosotros cobrábamos por categorías, dependía de la función”, rememoró Pilar. Con el tiempo las labores se mezclaron. Ellos eran mecánicos, pero ellas también controlaban la selfactina, una de las joyas de la corona de boinas.
Muchas pedían la cuenta al casarse. Las que no se movían de su puesto luchaban cada día también embarazadas intentando apurar casi hasta el momento del parto para disponer de más tiempo después para cuidar a los recién nacidos. Y, al retomar sus obligaciones laborales, salían media hora para dar el pecho, según reprodujo otro de los testimonios. Esa conciliación, por llamarlo de alguna forma, imperaba. Porque tampoco extrañaba que trasnocharan para rematar trabajos en casa y el despertador sonara a las cinco de la mañana, solo dos horas después de terminar. Y vuelta al frío en invierno y el calor de las fábricas en verano. “Había calefactores, pero no para nosotros, sino para que las máquinas no se calentaran”, reveló otra de las participantes, a las que se trataba como números pero son trabajadoras con mucho que decir.
Ayer compartieron el proceso de la investigación de un año emprendida con la ayuda de una subvención foral y el apoyo técnico de la asociación de mujeres Izaera de Deusto. En una de las salas del museo La Encartada, que celebra su décimo aniversario, las historiadoras de Ikusmira Ondarea, expertas en patrimonio industrial, reconocieron que les costó vencer la timidez de las entrevistadas para una “primera aproximación” de la realidad de las mujeres trabajadoras de la comarca. Y es que aún queda mucho por contar, por lo que trasladaron una invitación a quienes vivieron aquellos años para que contacten con ellas. Les limita el tiempo, ya que “esa memoria inmaterial se va perdiendo; hay que tener en cuenta que han transcurrido 25 años del cierre de La Encartada” y tanto Rica Hermanos como La Conchita apagaron sus máquinas antes.
La fábrica de Balmaseda es la única que se dedicaba al sector textil “tal y como nos imaginamos, con la elaboración de boinas o mantas”. Rica Hermanos, que dos hermanos originarios de Valladolid establecieron en Alonsotegi, producía “sacos para artículos que se vendían a granel y La Conchita elaboraba “tejido de yute”. “Durante la Primera Guerra Mundial, este material se exportó mucho a Estados Unidos para fabricar tiendas de campaña militares”, añadieron.
Pilar, una de las protagonistas del documental que asistieron a la presentación, entró en Boinas La Encartada en 1973 y permaneció allí hasta el cierre, en 1992, cuando ya solo quedaban alrededor de veinte empleados de los 130 que formaban la plantilla en las épocas de bonanza. Manejó máquinas centenarias que se preservan en el museo. “Pero no lo veíamos como algo extraordinario, sino simplemente como trabajo”, explica.
Cuando empezó tan solo contaba con 14 años. Otras comenzaron a trabajar incluso antes burlando la ley. En Ikusmira Ondarea hablaron con una mujer, no en La Encartada, que se incorporó a los 13 años, pero hasta que cumplió los 14, la edad mínima legal, estaba medio escondida. “En Rica Hermanos hubo problemas en este sentido sobre 1910 y se excusaron diciendo que no encontraban trabajadores adultos y por eso recurrían a los niños”, expusieron las historiadoras. Eso movió a la dirección a promover vivienda en las cercanías de la fábrica, en el barrio de Arbuio para que los empleados formaran sus familias allí. Al principio, se trataba de alojamientos compartidos. Y, a veces se concedía la deseada independencia en un piso a cambio de mano de obra. “Muchos padres se comprometían por escrito a que sus hijas entraran en la fábrica a los 14 años cuando estos tenían 10 años”, apuntaron. En Balmaseda “el concepto fue diferente, de colonia para los empleados fundada en relación a la fábrica”. Por eso, si abandonaban La Encartada o se jubilaban perdían el derecho a alojamiento.
En cuanto al salario, la diferencia en la retribución de hombres y mujeres -“hasta la mitad menos para las empleadas”-, estaba tan normalizada que “lo que para ellas era poco, en el caso de ellos se consideraba una miseria”. “Nosotros cobrábamos por categorías, dependía de la función”, rememoró Pilar. Con el tiempo las labores se mezclaron. Ellos eran mecánicos, pero ellas también controlaban la selfactina, una de las joyas de la corona de boinas.
Muchas pedían la cuenta al casarse. Las que no se movían de su puesto luchaban cada día también embarazadas intentando apurar casi hasta el momento del parto para disponer de más tiempo después para cuidar a los recién nacidos. Y, al retomar sus obligaciones laborales, salían media hora para dar el pecho, según reprodujo otro de los testimonios. Esa conciliación, por llamarlo de alguna forma, imperaba. Porque tampoco extrañaba que trasnocharan para rematar trabajos en casa y el despertador sonara a las cinco de la mañana, solo dos horas después de terminar. Y vuelta al frío en invierno y el calor de las fábricas en verano. “Había calefactores, pero no para nosotros, sino para que las máquinas no se calentaran”, reveló otra de las participantes, a las que se trataba como números pero son trabajadoras con mucho que decir.
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