viernes, 24 de abril de 2015

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Especies especiales
Los afeminados, las travestis, las machonas, las lesbianas, los hombres transexuales, l*s intersex, lxs invertidxs del mundo han sido considerados muchas veces una especie subhumana; criaturas de un reino animal en su peor acepción de incivilizado, salvaje e inferior, en cuyo nombre se justificaron violencias y disciplinamientos. Pero, por otro lado, la condición animal abrió pensamientos y propuso un mundo más amplio, donde a su vez los animales acompañan a los raros como testigos, espejos, mascotas, parte de la familia. Aquí, un recorrido por diversas representaciones culturales de esta íntima relación.
Gabriel Giorgi · Autor de “Formas comunes: Animalidad, cultura y biopolítica” | Página 12, Soy, 2015-04-24
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-3950-2015-04-25.html

Animalizados, monstruificados: los raros sexuales fuimos más que frecuentemente pensados a contrapelo de lo humano. Demasiado cerca, a veces, de los animales –gobernados por instintos atávicos, primarios– o, al revés, demasiado lejos de lo natural –anomalías, desvíos de los dictados de una Madre Naturaleza obstinadamente heterosexista–, en todo caso, trans, putos y tortas parecen haber encarnado, por mucho tiempo, un desafío a la definición misma de la naturaleza humana. Esta deshumanización ha sido, como sabemos, la ocasión de sistemáticas y múltiples violencias, pero también disparó exploraciones, invenciones y reconfiguraciones, líneas creativas que testean los límites de lo humano y de eso que llamamos “un cuerpo”, sus relaciones con otros cuerpos, su existencia como viviente entre otros vivientes. La expulsión se volverá ocasión: ahí la rareza sexual –llámese disidencia, desobediencia, queer/cuir– se volvió posibilidad, apertura para imaginar y construir otros mundos donde las formas de lo humano, su superioridad supuesta, su esencia “natural”, no sean ni un presupuesto dado ni una medida universal. En esos mundos los animales fueron siempre guías e ineludibles compañeros de ruta. Entre humano y no-humano, en los límites de la especie: la disidencia sexual habita ese “entre”. Y lo hace, la mayoría de las veces, junto a animales.

Mundos de / con animales
Algo entre inhumano e irreal en esos cuerpos, algo que cae fuera de la especie: sabemos que los desafíos a la norma sexual y de género funcionaron, casi aritméticamente, como desafío a una humanidad hecha y derecha. Se dirá, y con razón: claro, en la tradición heteropatriarcal: cualquier deseo, afecto, placer que no encajara en las normas de sexualidad y de género quedó expulsada del reino de lo humano, arrojada al dominio variopinto e híbrido de bichos, monstruos y anormales. Goces interdictos, cuerpos raros que no reproducen ni la imagen ni la semejanza de Dios, ni que tampoco pertenecen –se decía– a la naturaleza, serán arrojados al vacío de las criaturas sin especie: figuras irreparables de un desvío originario, cuerpos sin mundo, exiliados en la melancolía de una existencia sin otro. Pero la cosa no quedó ahí: muchos materiales estéticos hicieron de esa deshumanización una especie de arsenal de combate; ya que quedaron fuera de la especie, los raros hicieron alianza con los otros de lo humano: con los animales. Una proliferación de mundos: subterráneos –con las ratas, un clásico–, callejeros, aéreos (como los “pájaros” de Sarduy), acuáticos (las peceras inquietantes del peluquero de Salón de Belleza, de Bellatín, por caso). Esos mundos, en algunos casos, transcribirán verdades que resistirán sociedades patriarcales, masculinistas, racistas; en otros, serán espacios para ensayar preguntas sobre una naturaleza y unos cuerpos irreconocibles, sobre su belleza posible... La alianza entre animalidad y rareza sexual será así una especie de máquina dentro de las culturas modernas, especialmente durante el siglo XX: una máquina que pone en cuestión representaciones públicas de la sexualidad y que al mismo tiempo formula preguntas sobre los límites de lo humano y sus relaciones con lo no-humano.

Una mirada rápida muestra la recurrencia de esta alianza. Desde el clásico mismo: El beso de la mujer araña, que arranca, como se recordará, con la película Cat People y su protagonista, una “mujer rara” (“A ella se le nota algo raro, que no es una mujer como todas...”), cuya rareza consistía en ser mitad pantera, una pantera que se despertaba ante los avances sexuales de los hombres. Esa mujer rara puntúa “lo femenino” del texto de Puig: el monstruo de una sexualidad antirreproductiva, la de unas mujeres transilvanas –of course– que copularon con el diablo, que se rebelaron contra sus hombres y que dicen algo que El beso... recuperará como su mantra: que la sexualidad nunca coincide del todo con lo humano, que hay una línea –de sombra o de luz– que lleva la sexualidad hacia una zona donde no nos reconocemos, y que esa zona es, o puede ser, también un punto de encuentro, una posibilidad de vida. Al final, la isla, con la mujer araña, contra la cárcel del genocidio argentino: un tiempo y un mundo que Puig inocula en la cultura argentina, y que pasa por esos cuerpos-otros, esos híbridos entre humano y no-humanos...

Pero esa comunidad entre raros y animales ya venía de lejos: como dice Laura Arnés, entre las primeras apariciones del deseo lésbico en la literatura argentina se cuenta la de “La sirena”, de Bunge, del año 1908, figura entre especies, entre mundos, y que interrumpe la realidad con el aliento de la ficción. O “El hombre que parecía un caballo”, enjoyado y deseante en el texto del mismo título del guatemalteco Rafael Arévalo, de 1914, o las ominosas ratas de laboratorio con cuyos ojos –múltiples, incontables, insomnes– el joven Delfín, futuro asesino, contemplaba el cuerpo demasiado atractivo de Julio (al que envenenará: como a una rata, obviamente) en el texto de José Bianco, de 1944. O Marosa di Giorgio, sus Misales, donde pájaros e insectos colaboran, en una coreografía bastante compleja, con los orgasmos de unas señoras con pinta de inocentes. Y ni hablar de los tadeys de Lamborghini: criaturas sodomitas que habitan una pampa desolada en búsqueda de pijas y que condensarán las violencias de estas tierras sin sosiego: su carne pecaminosa será la comida más deliciosa, en ese ciclo en el que comer y coger se vuelven continuos en una animalidad de límites difusos. Y más recientemente, Dame pelota, de Dalia Rosetti, que incluye la cópula entre una lesbiana y una rata, en la villa, para la generación futura. O XXY, el film de Lucía Puenzo, Rafael Pineda y su Cristo de las ratas, o los cuerpos acéfalos de João Gilberto Noll...

Si la sociedad deshumaniza a los raros y con ellos a toda sexualidad que se escape de los rígidos límites de lo hétero y de lo patriarcal, ciertas líneas de la cultura pasaron por reapropiar esa violencia y revertirla, volviéndola terreno de afirmación, de imaginación, de placer y de contestación. Son materiales, formas que construyen a través de (y junto a) los animales unas perspectivas sobre y desde los cuerpos, y disputan desde ahí imágenes y sentidos públicos en torno a la sexualidad.

Sin embargo, creo que estas alianzas entre animales y raros apuntan también en otra dirección, que ilumina ciertas zonas de la sensibilidad del presente. Dice que esos lazos por fuera de la especie, entre lo humano y lo animal, pueden ser otro modo de hacer “mundos”, de imaginar comunidades, familias, territorios, en los que lo humano –la construcción racista, heteropatriarcal, propietaria de lo humano– no sea ni la medida ni la norma; mundos de anatomías y biologías en disputa, en los que la “naturaleza humana” –tan frecuentemente esencializada desde la ciencia y desde la religión– se pone en cuestión desde unos cuerpos vueltos líneas de interrogación, de experimentación... Esto es: disputar la “esencia” de lo natural y de la especie en su terreno mismo: el de los cuerpos y sus anatomías, el de las biologías en sus préstamos y mezclas, el de unos afectos en su exposición recíproca. En estos materiales la cultura ilumina una suerte de contra-naturaleza que dice que lo natural es antes que nada un horizonte de experimentaciones, de variaciones, de alianzas impredecibles –que la naturaleza, en fin, siempre fue rara–. Quizás ahí se conjuguen otros sentidos posibles de la disidencia o la desobediencia sexual como apertura a otras fuerzas y otros cuerpos, con sus lazos y relaciones: otras formas de hacer mundos a partir de los cuerpos, de sus fuerzas y sus afectos, donde lo que cuenta son las vidas en sus cruces, en sus dependencias recíprocas, en sus alianzas y guerras, en su supervivencia. Volver eso una clave estética y política: ahí, quizá, esté pensar la rareza de estos animales raros.

Ciudades y familias
En esa rareza se juega, creo, algo central de la escritura de Copi, que el trabajo crítico de Daniel Link nos enseña a leer, justamente, en clave de una estética y una ética que tensa las categorizaciones políticas de lo viviente. La ciudad de las ratas, un texto imperdible (quizá mejor inevitable) de Copi narra una revuelta de ratas, serpientes y presos en París –una especie de Mayo Francés de los animales y de los marginales–, una revuelta que empieza en los tribunales parisinos, cuando unas ratas, llevadas como evidencia para acusar en falso a un mendigo, se dan cuenta de que las van a llevar a laboratorios de experimentación animal. Continuidad, entonces, entre las prisiones y los laboratorios; ahí se desencadena la revuelta: contra la farsa de la ley burguesa, pero también contra una economía que reduce los cuerpos a mercancías.

Pero a la vez, La ciudad de las ratas también narra la formación de una familia: la de dos ratas (digamos) machos (Gouri y Rakä), protagonistas de la novela, con el hijo de alguno de ellos (no saben de cuál), al que nombran como su abuela, la “reina” de las ratas: el vástago, que sabrá aprender de las aventuras de sus progenitores, será Gourakareina; una familia después de la revuelta, en el mundo subterráneo, del revés, de la ciudad de las ratas –que es también la ciudad de los inmigrantes, de los presos, de los mendigos, es decir, la ciudad de los no-ciudadanos–. La revuelta es entonces no sólo contra esa París hiperburguesa, demasiado humana; inventa otras familias, otros modos de reproducción, otros parentescos y otras ciudades: “mundos” que son también otras ecologías de cuerpos y ficciones. Y es lo que rescata Dalia Rosetti cuando, en su Dame pelota, vuelve a traer a las ratas para engendrar con la lesbiana protagonista en las fronteras mismas de una villa. Mundos subterráneos, entre humanos y animales; otras formas de imaginar, de disponer cuerpos, familias, poblaciones y territorios.

Los sobrevivientes
Algunas de estas interrogaciones en torno a lo animal, en lugar de buscarlo en los confines de lo social o de lo humano, los encuentran adentro, en lo que es, se supone, más “propio”, el cuerpo. “Mi” cuerpo vuelto hospedaje de zoologías diversas, que desconozco y que deciden, en gran medida, mi destino: el documental del portugués Joaquim Pinto del 2013, E agora? Lembrame... trabaja en esa dirección. Es el diario de un tratamiento contra la hepatitis C de un seropositivo: un diario sobre los modos de supervivencia (“notas de sobrevivencia”, dice Pinto) en el contexto de la epidemia, entre los recortes neoliberales y la expansión del capital farmacéutico. Registra la vida diaria de un cuerpo en tratamiento –sus insomnios, sus malestares, su frecuente desorientación– pero al hacerlo ilumina la multiplicidad de eso que llamamos “un cuerpo”, las escalas que lo atraviesan, los tiempos diversos que lo recorren, la red de relaciones con otros cuerpos que lo constituye. Ahí aparece el virus del hiv, con su temporalidad propia, su historia biológica pero también su relación con la expansión colonial. Y también aparece la pregunta por el virus en general (¿qué sabemos sobre lo infinitamente pequeño?”, “¿qué son los virus y cómo dependemos de ellos para sobrevivir?”) marcando ese tejido de escalas y anudamientos múltiples y heterogéneos que tienen lugar en nuestros “propios” cuerpos. Ahí aparecen los animales, los perros –centrales en la familia de Pinto con Nuno, su esposo– y que traen otra mirada, otra presencia y también otra historia, que es también la de la supervivencia: Rufus, el perro más viejo de la familia, con un quiste aparentemente terminal que entra en recesión: otro sobreviviente en la familia. El documental le dedica mucho tiempo a la mirada y la presencia de los animales, a las maneras de la convivencia con y entre ellos, volviendo visible ese universo –el “mundo”– de una familia o comunidad entre especies, pero también bajo la luz de una supervivencia compartida: vidas en el borde de su existencia. Como toda vida: ésa es la luz que el documental proyecta sobre los cuerpos.

Entonces, lo que E agora? hace es registrar ese entre-cuerpos que no se identifica tanto con lo humano como con los cuerpos en su supervivencia, en su vivir y su morir, sujetos tanto a la administración biopolítica de Estados y de mercados, y a la vez atravesados por redes de dependencia y afecto con otras vidas y otras especies. Es a la vez cotidiano y directamente político. Eso tan simple, tan habitual –el cuerpo en su vida diaria– se vuelve la puerta hacia una complejidad de mundos, de tiempos diversos, de relaciones múltiples (y cada una singular, única), donde lo humano se reconfigura en el relieve de esas vidas no-humanas a las que está atado y de las que, en gran medida, depende.

La luz animal
En el límite de la especie humana, y entre especies: tal es, en gran medida, la rareza de los raros. Expulsados del reino de lo Humano (o en el mejor de los casos, vueltos humanos bajo sospecha), supieron habitar un mundo de cuerpos, e hicieron de eso su saber. Un saber y una imaginación que la disidencia sexual acumuló en toda una historia de exclusión que es también una larga historia de pensamiento e imaginación sobre la posibilidad de mundos más habitables, más hospitalarios, conjugados en torno a variaciones y a experimentaciones; mundos que en lugar de reponer una supuesta esencia de lo humano o de lo natural giran alrededor de esa rareza insistente de los cuerpos. Ese gesto no es menor: en contextos en los que nociones como “naturaleza”, “vida”, “humano”, “cuerpo” se han vuelvo piezas fundamentales de la imaginación política (basta ver, por ejemplo, los modos en que la Iglesia Católica usa, con increíble eficacia, la noción de “naturaleza” o “vida” para sus agendas antiaborto y anti-glttbi), esta imaginación en torno a naturalezas raras y múltiples, a cuerpos en variación permanente, a una vida que no es por definición “humana” sino que se juega en la relación entre cuerpos, en sus potencias y en su vulnerabilidad, esa imaginación y esa sensibilidad se vuelve una herramienta y una posibilidad para muchas de las preguntas y los mundos que se conjugan bajo eso que llamamos “el presente”.

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