miércoles, 17 de mayo de 2017

#hemeroteca #transexualidad #testimonios | En los márgenes, Zuriñe

Imagen: Pikara / Zuriñe Baztan
En los márgenes, Zuriñe.
La activista transfeminista Zuriñe Baztan, reconocida y querida por su lucha por lograr un mundo habitable, repasa para Pikara Magazine su historial activista: desde la lucha ecologista al apoyo de personas refugiadas. Primero lo puso en práctica; luego supo qué es eso de la interseccionalidad.
Andrea Momoito | Pikara, 2017-05-17
http://www.pikaramagazine.com/2017/05/los-margenes-zurine/

Llevaba en la mano un taco considerable de folios para recoger firmas en contra del 'fracking' en Araba, la provincia en la que vive desde hace muchos años. Aquella noche, primero, hizo turno en la barra en Txomin Barullo, una de las txosnas que se ponen en fiestas de Bilbo y, luego, siguió trabajando para Mamiki, el único espacio feminista, gestionado sólo por mujeres, del recinto festivo de la capital bilbaína. Entre turno y turno: “¿Puedes firmar aquí? Es en contra de la fractura hidráulica”. Aquella noche de verano acabó de conquistarme. Zuriñe Baztan (Iruña, 1964) es inagotable. Nadie ha podido domarla y nada apunta a que haya alguien en este planeta que pueda hacerlo. Quizá en algún otro lugar de la Vía Láctea viva quien sea capaz de domesticar a esta mujer, fuente interminable de sabiduría de calle, de vida, de ganas de comerse el mundo y, sobre todo, de cambiarlo. Dice en varias ocasiones que es tímida y cobarde, pero resulta difícil creerlo a tenor de cómo habla, de cómo se expone, de cómo cree en lo que dice y cómo crea la realidad en la que cree. Cuenta, con su media sonrisa tan característica, que si no conoce a las personas que están detrás de una barra, le cuesta entrar sola a un bar, pero sola se ha ido a vivir a Grecia, sin saber griego ni inglés y sólo con un propósito simple y firme: echar una mano en lo que pueda a las personas refugiadas que sobreviven en el país heleno.

En la cafetería de Hala Bedi, una radio de Vitoria-Gasteiz, Zuriñe está como en casa. La camarera es una de sus compañeras de piso en un espacio okupado de la capital vasca, en el que encontró su hogar antes de irse, sin billete de vuelta, a vivir a Grecia. Llegó al feminismo a raíz de su transición de género, justo cuando su cuerpo empezó a ser objeto directo de violencia machista. Entonces entendió la importancia de la teoría y práctica feminista porque, al volver a casa, comenzó a sentir miedo. Hasta entonces, siendo consciente de su sentirse mujer, lo veía desde algo más lejos. Las hormonas, entre otros caminos, le abrieron la puerta al pensamiento feminista, en el que se ha formado picando de aquí y de allá, abrumándose, por momentos, ante tal cantidad de miradas que propone el feminismo. Apuesta por fórmulas en las que los afectos sean el eje vertebrador de cualquier forma de activismo.

El miedo a una posible agresión sexista no es el primero que sintió en su vida. Asombra con qué serenidad recuerda el día que intentaron matarla en prisión por “cosas del talego”, dice. ¿Qué hacía allí? No aceptó ir a la mili, se declaró insumiso y participó activamente en los movimientos antimilitaristas que florecieron durante los años 80 y 90 en todo el Estado español. Cumplió un año de condena en la prisión de Nanclares (Araba), a pesar de que entonces el Estado permitía algo así como “conmutar” la pena por trabajos a la comunidad. Entonces se daban dos tipos de insumisión: al ejército y a la prestación social sustitutoria, que realizaban quienes primero habían solicitado ser declarados objetores de conciencia. El tipo de insumisión que ejerció ella significaba un enfrentamiento directo al ejército y no aceptar la lavada de cara que pretendía el Gobierno. “Quisimos hacer visible la desobediencia y la represión del Gobierno con cárcel por negarte a matar”, cuenta. Ella formó parte del grupo de hombres que decidieron no aceptar lo que entendían como un pequeño gesto gubernamental porque la apuesta era clara: abolir el servicio militar obligatorio y, después, el mismísimo ejército. Tenía la opción también de salir los fines de semana de prisión, pero, si las leyes recogían que la insumisión era un delito penado con la cárcel, allí se quedarían todos los fines de semanas que fueran necesarios hasta alcanzar sus objetivos políticos. Entonces, además, provocaban las detenciones, al no presentarse a la llamada de la justicia -evito la mayúscula en un ejercicio de no reconocimiento de dichas instituciones como tal- para aprovechar las intervenciones policiales como actos de denuncia pública. Entre rejas decidió que, al salir en libertad, comenzaría su transición de género.

-¿Por qué entonces?

-Antes creía que no podría hacerlo. Los únicos referentes que tenía estaban vinculados al mundo de la farándula o de la prostitución. Con nueve años ya tenía claro que era una tía, pero no quería esa vida para mí. Pensaba que siendo yo misma, la única opción era que mi familia no me aceptase y que me agredieran, y claro, pues no molaba el plan. Ahora tenemos referentes positivos en transexualidad y las compañeras que ejercen la prostitución han pasado a ser amigas. En aquel tiempo pensé que lo mejor sería vivir la vida que me había tocado como hombre de la manera más feliz que pudiera, pero al salir de la cárcel, decidí intentarlo.

-¿Cómo lo hiciste?

-Preguntando mucho, pero tenía claro que yo no quería hacerlo de forma ilegal. Buscando encontré un equipo médico de Holanda que viajaba, de vez en cuando, a Madrid a hacer este tipo de intervenciones. Empecé a ahorrar dinero, pero el Gobierno español les prohibió seguir haciéndolo.

-¿De qué año estamos hablando?

-Yo entré en la cárcel en el 95, así que el 96.

-¿Por qué opción te decidiste al final?

-Pedí al Gobierno de Navarra que enviase mi expediente a Málaga, donde empezaban a ofrecer ese tipo de tratamientos. Me contestaron que ni se lo iban a plantear porque entonces yo era “clase pasiva”. No estaba trabajando, no estaba apuntada al paro, ni cotizaba. Pedí a Osakidetza -servicio vasco de salud- que hiciera el trámite y, tras mucho de tiempo de despacho en despacho, conseguí que me hicieran caso.

-¿Te mudaste a Málaga?

-No. Yo había empezado el tratamiento de una forma alegal en Navarra, porque legalmente no lo permitían, pero en un centro de atención para mujeres encontré a un ginecólogo que estaba muy implicado en el tema. Entonces, las hormonas eran muy agresivas. Era una inyección que te ponían cada 20 días. Imagínate el subidón que te daba. En Málaga ya estaban trabajando con parches, que eran mucho menos agresivos y no iban al hígado directamente. Estuve bajando cada tres meses. Salía del trabajo a las tres de la tarde; llegaba a Málaga a las seis de la mañana, análisis de sangre, visita a la psicóloga y a la endocrina. Luego, correr al bus o al tren para llegar justo a la hora de comenzar el curro al día siguiente, sin dormir apenas para sólo pedir un día libre en el trabajo. Así cada tres meses durante años.

-Pero entonces no podías hacer el cambio legal en los documentos.

-No, además, en una reunión de personas transexuales decidimos que no lo haríamos hasta que se consiguiera la aprobación de una ley en el Estado español. Al margen de que te hubieras operado o no, en aquellos tiempos, tenías que llevar a juicio al Estado para que te reconocieran que eras una mujer o, mejor dicho, una pseudomujer.

-¿Se ganaban esos juicios?

-Sí. Te hacían una análisis médico y un médico forense determinaba que sí, que tenías una vagina.

-¿Y si no te operabas?

-Entonces, nada. El informe forense, además, no te reconocía el estatus de mujer porque no te concedían todos los derechos. Por ejemplo, no se te concedía el derecho al matrimonio. Antes de la aprobación de la ley esto cambió un poco, pero sobre todo para los hombres transexuales. Si se quitaban los ovarios, ya se les reconocía como hombres. Ese era el concepto de mujer que tenían los jueces. Empecé los trámites, como otras muchas mujeres transexuales, a raíz de la aprobación de la Ley en 2007, que no es ninguna maravilla porque, por ejemplo, en 2009 presenté todos los papeles para cambiar el nombre en todos mis títulos y aún no me lo han hecho. Si tú pierdes, pongamos, tu título de Bachiller, pues vas al departamento que te corresponda y te hacen un duplicado; pero como las leyes están hechas, en teoría, para proteger nuestra identidad como trans, no te hacen un duplicado porque habría que poner los motivos que llevan a hacerlo; así que te hacen uno nuevo, pero te lo hacen con la fecha en curso, no con la que tenía el tuyo. Y por el motivo que sea, en mi caso llevan casi ocho años para hacerme los de Auxiliar de Clínica y Auxiliar Forestal.

-No lo entiendo…

-La ley está pensada para que nadie sepa que tú eres transexual y no te puedan agredir. Entonces protegen incluso tu acta de nacimiento, la cambian. En la mía pone que nací mujer. Estoy protegida para que nadie pueda saber que yo soy transexual.

-¿Eso ha sido una demanda del colectivo trans?

-No lo sé, pero mucha gente sigue buscando la invisibilidad.

Esta lógica provoca, por ejemplo, que cuando Zuriñe tenga sus títulos estos tendrán fecha de, digamos, 2016. Entonces, en una entrevista de trabajo tendrá que explicar cómo es posible que su experiencia laboral se remonte a años en los que no tenía la formación necesaria para poder ejercer su profesión. Un lío, vaya. Ella es muy crítica con el movimiento trans más binario, en el que no se siente representada. Reivindica su papel como mujer trans, lesbiana y machorra; su apariencia más masculina, su voz rota, sus andares, sus botas de monte, su estar en el mundo como mujer sin reproducir los estereotipos de género más tradicionales. Le pregunto, si con toda la teoría feminista que conoce ahora, con la trayectoria que lleva a sus espaldas, con todo el camino recorrido, volvería a someterse a una cirugía de reasignación genital y a un proceso de hormonación como el que ha vivido, que le ha provocado problemas de osteoporosis. No responde claramente y aunque no me lo dice, la pregunta le parece una chorrada. En eso también tiene razón. Dedica gran parte de su vida al activismo, después de haber decidido que no trabajaría más que lo necesario para poder sobrevivir. Entre sus principales objetivos políticos está poder aunar fuerza entre movimientos sociales, eso que ahora hemos aprendido a llamar interseccionalidad. Intenta, además, que sus reivindicaciones se traduzcan en una forma concreta de vivir, en la que la posibilidad de vivir vidas dignas se convierta en el eje central de todos los grupos sociales que viven al margen de la sociedad actual.

Es inagotable y muy fuerte, pero también, en un acto político, habla con tranquilidad de algunos momentos de su vida en los que ha temido por sí misma: “No peté del todo, pero en un momento me vine abajo”, cuenta. No quería ayuda, pero cuenta con una red poderosa de personas que la quieren a rabiar, que agarraron su mano y le ayudaron a salir del pozo. Acudió a los servicios psiquiátricos de la Seguridad Social donde no recibió el apoyo que necesitaba: “Necesitaba ayuda y no tener que explicarles que yo me movía en unos parámetros de vida que, aunque para ellos no estuvieran normalizados, no eran mi problema”. Decidió largarse a la naturaleza, sola, a buscar espacios de silencio en los que poder entender qué le estaba sucediendo. Cogió sus bártulos y se largó a Grazalema (Cádiz). “Viajé al sur para buscar el norte, que lo había perdido”, ironiza. Una tienda de campaña, alguna ruta pensada, comida para varios días y sus pies. “Pies para qué os quiero”, debió pensar. Rumbo a Tarifa sin aburrirse ni un solo día, pensando en todos los capítulos de su vida que quería cerrar, para encontrarse, para perdonarse. “Mi único miedo -contestaba cuando le preguntaban si no se asustaba estando sola- es que algún machirulo del pueblo sepa que estoy aquí y suba a agredirme”. Se levantaba para ver el amanecer, desmontaba la tienda, desayunaba y echaba a caminar hasta que oscurecía. Entonces, volvía a montar la tienda de campaña, cenaba y disfrutaba viendo cómo anochecía en la montaña. Si no hacía mucho frío, miraba las estrellas.

Durante los meses del año en los que está trabajando de manera remunerada como jardinera y haciendo trabajos de mantenimiento, acude cada mañana a su puesto de trabajo caminando doce kilómetros. Una noche muy calurosa, calcula que alrededor de las cinco de la mañana, bajo un cielo estrellado, escuchó un concierto de grillos y pajarillos. Salió de la carretera, se hizo un hueco entre la naturaleza y se puso a llorar. No es la única vez que se ha salido de la senda. Ni será la última.

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