Imagen: El País / Carrera de tacones en Chueca, Madrid, Orgullo 2014 |
Eduardo Lorenzo Martínez · Abogado | Mariñán, 2017-05-[29]
Percy Spencer, personaje de ficción de la hilarante serie de animación que lleva por título el nombre de su hijo, Kevin Spencer, instruía a éste sobre los peligros de la homosexualidad con la frase que encabezo este artículo. Apelación que en su día me pareció muy jocosa, aunque el lenguaje de lo políticamente correcto hoy la consideraría poco agradecida.
El fenómeno de la homosexualidad ha pasado de estar perseguido, con leyes que la sancionaron y con encarcelamientos, a veces indiscriminados, de aquellos que vestían demasiada pluma y eran conocidos en los ambientes carcelarios como las palomas, a ser un fenómeno poco menos que intocable y completamente equiparable en derechos a un modelo de familia tradicional. Eso sí, circunscribo esta apreciación al ámbito nacional, dado que en según qué países la situación es muy diferente.
Con la llegada del Partido Popular en el año 2011 podría pensarse en un cambio de tendencia legislativa en el trato a este fenómeno, en la posible revisión del matrimonio homosexual o la adopción por parte de parejas homosexuales. Pero nada más lejos de la realidad, su acción de gobierno sobre este punto únicamente se limitó a mantener intangible lo que las resoluciones del Tribunal Constitucional avalasen. Probablemente, las presiones del lobby gay, así como el miedo a la pérdida de apoyos electorales en unos momentos muy delicados, donde otros problemas acosaban al Gobierno, explican esta posición que muchos calificarían de cobardía o traición. En definitiva, no querían meterse en otro berenjenal.
Entrar en el pantanoso terreno de lo natural o contranatura excedería con mucho las modestas aspiraciones de un artículo que viene sirviéndose de no más de 500 palabras. Si acaso advertir, que es en la homosexualidad donde existen consentimientos otorgados con plena validez por quienes participan de tales actos, lo que la situaría éticamente en un plano más elevado que el bestialismo o la pedofilia, pero a la par, siguiendo este mismo argumento, del incesto o la poligamia.
Cuando a un famoso premio nobel le habían preguntado por este colectivo, con su grácil socarronería replicó “no estoy a favor ni en contra de sus reivindicaciones, me limito a no tomar por el culo”. Y siguiendo tal afirmación, tampoco un servidor discute sus derechos o reivindicaciones, ni aún la legitimidad de las mismas; cosa distinta es que quieran convertir el hablar de estas cuestiones en un tema tabú, poco menos que intocable y sobre el que no cabe debate alguno. Este proceder cohonesta muy poco con una democracia donde tenemos que aceptar –faltaría más- un desfile anual por conocido barrio madrileño, pululando lo grotesco, lo carnavalesco, con engendros, andróginos y estrógenos con patas –las locas, de toda la vida- y otra muy distinta es que uno no pueda ser libre de venerarlo, criticarlo, ensalzarlo o denostarlo, al gusto, porque una cosa es el homosexual discreto y respetable y otra muy distinta el maricón ostentoso.
El fenómeno de la homosexualidad ha pasado de estar perseguido, con leyes que la sancionaron y con encarcelamientos, a veces indiscriminados, de aquellos que vestían demasiada pluma y eran conocidos en los ambientes carcelarios como las palomas, a ser un fenómeno poco menos que intocable y completamente equiparable en derechos a un modelo de familia tradicional. Eso sí, circunscribo esta apreciación al ámbito nacional, dado que en según qué países la situación es muy diferente.
Con la llegada del Partido Popular en el año 2011 podría pensarse en un cambio de tendencia legislativa en el trato a este fenómeno, en la posible revisión del matrimonio homosexual o la adopción por parte de parejas homosexuales. Pero nada más lejos de la realidad, su acción de gobierno sobre este punto únicamente se limitó a mantener intangible lo que las resoluciones del Tribunal Constitucional avalasen. Probablemente, las presiones del lobby gay, así como el miedo a la pérdida de apoyos electorales en unos momentos muy delicados, donde otros problemas acosaban al Gobierno, explican esta posición que muchos calificarían de cobardía o traición. En definitiva, no querían meterse en otro berenjenal.
Entrar en el pantanoso terreno de lo natural o contranatura excedería con mucho las modestas aspiraciones de un artículo que viene sirviéndose de no más de 500 palabras. Si acaso advertir, que es en la homosexualidad donde existen consentimientos otorgados con plena validez por quienes participan de tales actos, lo que la situaría éticamente en un plano más elevado que el bestialismo o la pedofilia, pero a la par, siguiendo este mismo argumento, del incesto o la poligamia.
Cuando a un famoso premio nobel le habían preguntado por este colectivo, con su grácil socarronería replicó “no estoy a favor ni en contra de sus reivindicaciones, me limito a no tomar por el culo”. Y siguiendo tal afirmación, tampoco un servidor discute sus derechos o reivindicaciones, ni aún la legitimidad de las mismas; cosa distinta es que quieran convertir el hablar de estas cuestiones en un tema tabú, poco menos que intocable y sobre el que no cabe debate alguno. Este proceder cohonesta muy poco con una democracia donde tenemos que aceptar –faltaría más- un desfile anual por conocido barrio madrileño, pululando lo grotesco, lo carnavalesco, con engendros, andróginos y estrógenos con patas –las locas, de toda la vida- y otra muy distinta es que uno no pueda ser libre de venerarlo, criticarlo, ensalzarlo o denostarlo, al gusto, porque una cosa es el homosexual discreto y respetable y otra muy distinta el maricón ostentoso.
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