Imagen: El Diario / 'Tetada' proesta ante el Museo Picasso de Málaga |
El mundo necesita madres, el mundo depende de que las mujeres tengan hijos, por eso cada vez que hay un descenso en el índice de natalidad estalla el pánico.
Gabriela Wiener | El Diario, 2018-07-04
https://www.eldiario.es/zonacritica/Maternofobia_6_789231089.html
Leo en el estupendo 'Madres, un ensayo sobre la crueldad y el amor' (Siruela), de la crítica literaria y feminista inglesa Jacqueline Rose, que el mundo necesita madres, el mundo depende de que las mujeres tengan hijos, por eso cada vez que hay un descenso en el índice de natalidad estalla el pánico y damos un pasito más hacia 'El Cuento de la Criada'. (Y en algunos países como el mío, todavía seguimos dando pasitos menos hacia el aborto legal). Sin embargo, al mismo tiempo, todo en el sistema social y económico está construido para expulsar a esas mismas madres, para no cuidarlas, para castigar sus cuerpos menstruantes, embarazados, puerpéricos y menopáusicos, para culparlas por los males que nos rodean, quizá porque, como dice la autora, “las madres son vistas como nuestra vía de entrada al mundo”, por lo tanto, son quienes nos corrompen desde la casilla de inicio.
“A las madres de occidente se las castiga por ser madres y, a la vez se les exige un amor sin límites. Y es un odio que guarda una proporción exacta con el amor: es decir, la intensidad de esa exigencia casa con las expectativas defraudadas; siendo la veneración la tapadera del reproche”, escribe Rose en poco más de 200 páginas, en las que viene a decir que las mamás somos el horco de la comunidad y los chivos expiatorios para que otros sigan esquivando el bulto, esa responsabilidad compartida de habitar el planeta. Desprotegidas ante la discriminación, la participación pública y política de las madres es aún casi una excepción. Ni siquiera las madres de desaparecidos y asesinados por los Estados son escuchadas cuando hacen activismo porque se las quiere dolientes más nunca politizadas. Hace unos días, cuando nos enteramos de que Trump separaba a niños de sus familias y ya llevábamos por aquí algún tiempo hablando del destino de los refugiados, el lugar común más cruel fue decir que las verdaderas responsables eran las madres, por meter a sus hijos en balsas o hacerlos cruzar el desierto, no importa que estuviéramos hablando de prófugos del hambre o la guerra, causados por las mismas voces que las señalaban.
¿Por qué somos crueles con las madres y las creemos/queremos siempre virtuosas, capaces de dar amor altruistamente, aunque eso las haga perder gran parte de su autonomía y poder? Jacqueline Rose echa mano del feminismo que cuestiona la idiotez de la madre perfecta y recoge una basta tradición altamente inflamable de referentes de nuestra cotidianidad maternofóbica. Desde un artículo publicado por The Sun titulado “De aquí a la maternidad” –en el que denuncian el gasto público que están ocasionando las mujeres que no son ciudadanas de la Unión Europea, por ejemplo nigerianas, por llegar a parir a Inglaterra y aprovecharse de la Seguridad Social Británica–; hasta la obra de Elena Ferrante: Las madres como las culpables de todos los males del mundo. Ni siquiera Simone de Beauvoir se salvó de demostrar una antipatía profunda contra las mamás porque estaban en las antípodas de su discurso liberador.
Hay un consenso cruel en la idea de que un ser humano es un producto fracasado si no ha sentido el amor devocional de una progenitora. Pero son constantes también los señalamientos a su amor invasivo. En lugar de normalizar el fracaso como parte de la vida, se han encargado de endilgárnoslo. Hoy es moneda de cambio achacar a las madres la crianza machista de sus hijos, pero no las madres como una pieza más del engranaje de una educación sin igualdad, conservadora y clerical, sino como las únicas culpables de irradiar la herencia patriarcal que, como por lo visto no resulta evidente, viene de patriarca. Cada día, también, tenemos que soportar a personas que acusan a las madres que dan de mamar en el espacio público de “estar haciendo sus necesidades fisiológicas delante de los demás”, es decir, como si cagaran, mientras se sigue negando el placer sexual mutuo entre madre y bebé en el periodo de lactancia, cuando no se convierte en crimen solo al mentarse.
La crítica feminista me ha permitido ver mis propios vicios en la forma desbalanceada en que suelo escribir por ejemplo de mi madre y de mi padre. Mientras que a él le he dedicado cada dos por tres palabras que homenajean su labor pública y ciudadana, como periodista o analista político, procurando destacar su influencia en mi vocación y hasta en mi propia agenda; de ella he revelado por lo general nuestra intimidad, la historia de nuestros afectos tantas veces en conflicto, la forma abrasiva de su amor, la influencia que ejerce sobre mí su pensamiento mágico y lo mucho que mi maternidad se ha mirado en la suya; hasta he escrito un poema en el que digo que nuestra vida juntas consiste en juntar nuestras narices y darnos leche. Ese, claro, es el relato de la hija.
Por fortuna, desde que las madres han empezado a hablar y a alzar la voz, a contarse, ya no hay a nuestro alcance un solo retrato reductor e injusto y externo y prejuiciosamente cruel de las maternidades, sino historias ricas, múltiples y diversas que nos acercan con mayor nitidez a la experiencia. Porque, como dice Rose, la maternidad es subversiva en sí misma: “Jamás he conocido a una sola madre (y yo me incluyo) que no sea mucho más compleja de lo que le hacen creer o la obligan a creer, y más critica y enfrentada a la serie de clichés que supuesta y alegremente encarna”.
“A las madres de occidente se las castiga por ser madres y, a la vez se les exige un amor sin límites. Y es un odio que guarda una proporción exacta con el amor: es decir, la intensidad de esa exigencia casa con las expectativas defraudadas; siendo la veneración la tapadera del reproche”, escribe Rose en poco más de 200 páginas, en las que viene a decir que las mamás somos el horco de la comunidad y los chivos expiatorios para que otros sigan esquivando el bulto, esa responsabilidad compartida de habitar el planeta. Desprotegidas ante la discriminación, la participación pública y política de las madres es aún casi una excepción. Ni siquiera las madres de desaparecidos y asesinados por los Estados son escuchadas cuando hacen activismo porque se las quiere dolientes más nunca politizadas. Hace unos días, cuando nos enteramos de que Trump separaba a niños de sus familias y ya llevábamos por aquí algún tiempo hablando del destino de los refugiados, el lugar común más cruel fue decir que las verdaderas responsables eran las madres, por meter a sus hijos en balsas o hacerlos cruzar el desierto, no importa que estuviéramos hablando de prófugos del hambre o la guerra, causados por las mismas voces que las señalaban.
¿Por qué somos crueles con las madres y las creemos/queremos siempre virtuosas, capaces de dar amor altruistamente, aunque eso las haga perder gran parte de su autonomía y poder? Jacqueline Rose echa mano del feminismo que cuestiona la idiotez de la madre perfecta y recoge una basta tradición altamente inflamable de referentes de nuestra cotidianidad maternofóbica. Desde un artículo publicado por The Sun titulado “De aquí a la maternidad” –en el que denuncian el gasto público que están ocasionando las mujeres que no son ciudadanas de la Unión Europea, por ejemplo nigerianas, por llegar a parir a Inglaterra y aprovecharse de la Seguridad Social Británica–; hasta la obra de Elena Ferrante: Las madres como las culpables de todos los males del mundo. Ni siquiera Simone de Beauvoir se salvó de demostrar una antipatía profunda contra las mamás porque estaban en las antípodas de su discurso liberador.
Hay un consenso cruel en la idea de que un ser humano es un producto fracasado si no ha sentido el amor devocional de una progenitora. Pero son constantes también los señalamientos a su amor invasivo. En lugar de normalizar el fracaso como parte de la vida, se han encargado de endilgárnoslo. Hoy es moneda de cambio achacar a las madres la crianza machista de sus hijos, pero no las madres como una pieza más del engranaje de una educación sin igualdad, conservadora y clerical, sino como las únicas culpables de irradiar la herencia patriarcal que, como por lo visto no resulta evidente, viene de patriarca. Cada día, también, tenemos que soportar a personas que acusan a las madres que dan de mamar en el espacio público de “estar haciendo sus necesidades fisiológicas delante de los demás”, es decir, como si cagaran, mientras se sigue negando el placer sexual mutuo entre madre y bebé en el periodo de lactancia, cuando no se convierte en crimen solo al mentarse.
La crítica feminista me ha permitido ver mis propios vicios en la forma desbalanceada en que suelo escribir por ejemplo de mi madre y de mi padre. Mientras que a él le he dedicado cada dos por tres palabras que homenajean su labor pública y ciudadana, como periodista o analista político, procurando destacar su influencia en mi vocación y hasta en mi propia agenda; de ella he revelado por lo general nuestra intimidad, la historia de nuestros afectos tantas veces en conflicto, la forma abrasiva de su amor, la influencia que ejerce sobre mí su pensamiento mágico y lo mucho que mi maternidad se ha mirado en la suya; hasta he escrito un poema en el que digo que nuestra vida juntas consiste en juntar nuestras narices y darnos leche. Ese, claro, es el relato de la hija.
Por fortuna, desde que las madres han empezado a hablar y a alzar la voz, a contarse, ya no hay a nuestro alcance un solo retrato reductor e injusto y externo y prejuiciosamente cruel de las maternidades, sino historias ricas, múltiples y diversas que nos acercan con mayor nitidez a la experiencia. Porque, como dice Rose, la maternidad es subversiva en sí misma: “Jamás he conocido a una sola madre (y yo me incluyo) que no sea mucho más compleja de lo que le hacen creer o la obligan a creer, y más critica y enfrentada a la serie de clichés que supuesta y alegremente encarna”.
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