Feminista y rebelde, su obra contrasta con la “santa de la raza” que ensalzaron Franco y los obispos nacionalcatólicos. Quinientos años después, la situación de la mujer en la Iglesia romana apenas ha mejorado. En el Vaticano II, en 1965, solo hubo 21 mujeres, sin voz ni voto y sin poder entrar en la cafetería del concilio. Los carmelitas descalzos aprovechan el centenario para depurar el perfil de su fundadora, “muy emborronado” por el franquismo.
Juan G. Bedoya | El País, 2015-04-01
http://blogs.elpais.com/mujeres/2015/04/teresa-de-%C3%A1vila-y-las-mujeres-bobas-.html
“Basta ser mujer para caérseme las alas”, escribió Teresa Sánchez Cepeda Dávila y Ahumada, mundialmente conocida como Teresa de Ávila y, entre los cristianos, como Santa Teresa de Jesús. Escritora, monja, mística, doctora de la Iglesia Católica, fundadora de las carmelitas descalzas y copatrona de España, nació en una familia judía conversa perteneciente a la nobleza y su vida fue una aventura quijotesca, contra molinos que parecían invencibles, como el desprecio por la mujer y la persecución de los inquisidores al libre pensamiento. Teresa de Ávila quería a sus monjas despiertas y valientes, que miraran a los ojos a obispos, curas y otros personajes vestidos de negro. Además, las quería leídas y viajeras. Una de las cosas que más irritó al inquisidor encargado de vigilar a la reformadora descalza fue que de pequeña Teresa había sido lectora empedernida, “incluso de libros de caballerías”.
Fue mística, pero también mujer de negocios fría, muy hábil para cerrar tratos inmobiliarios para sus conventos. “Tenía un elevado concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la mediocridad”, escribe el hispanista Joseph Pérez (“Teresa de Ávila y la España de su tiempo”. Algaba Ediciones. 2007). Era guapa. Con cincuenta años cumplidos, le confesará a un carmelita: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa. En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”. No tuvo dudas cuando decidió tomar ella misma el poder, con gran escándalo de sus superiores y mucho temor de los amigos. “El ejercicio de la autoridad tiene mucho que ver con la autoestima”, afirma la socióloga Alicia E. Kaufmann en “Mujer, poder y dinero” (Editorial Lo Que No Existe. 2015. Página 111). Usando un término muy estudiado por Kaufmann, Teresa de Ávila fue una mujer empoderada, segura de sí misma. Por eso triunfó, y de qué manera.
Cuando Teresa de Ahumada (de joven decidió tomar como primer apellido el de su madre) era una adolescente, Baltasar Castiglione se hizo notar en todo el orbe culto con “El Cortesano”, un manual de costumbres publicado en Italia en 1528 y traducido inmediatamente a todas las lenguas europeas, también al español. A Teresa debió llegarle al alma este párrafo, que copiaba pensamientos de Aristóteles, san Pablo de Tarso y santo Tomás de Aquino. “La mujeres son animales imperfectos y, por consiguiente, de menor valor que los hombres. En ellas no caben las virtudes que caben en ellos. Cuando nace una mujer es falta y yerro de natura y contra su intención, como sucede en uno que nace ciego o cojo o con algún otro defecto”.
Los hombres, sobre todo los eclesiásticos, querían a las mujeres bobas, como dice un personaje de Lope de Vega en “La boba para los otros y discreta para sí”: “Más quiero boba a Diana / con aquel simple sentido / que bachillera a Teodora”. “Era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la naturaleza”, sostenía mucho más tarde José Zorrilla para alabar el talento de Gertrudis de Avellaneda. A Teresa de Ávila le pasó lo mismo muchas veces. Pero al dicho clásico: “Ni espada rota ni mujer que trota”, ella opuso un sufrido y tenaz recorrido por los campos de Castilla, hasta llegar a Sevilla, a lomos de asnos o andando por caminos imposibles. Lo cuenta con gracia que admiró a Jovellanos en el “Libro de la Vida y en Las Fundaciones”.
Durante siglos, la figura de Teresa de Ávila, culta, libre, fresca y retadora, fue sometida a todo tipo de mixtificaciones, hasta el punto de que le sirvió al alicorto nacionalcatolicismo franquista para proclamarla como “santa de la raza”. “La dictadura franquista hizo a Teresa de Ávila un flaco favor al proclamarla la santa de la raza”, sostiene uno de sus mejores biógrafos, el gran hispanista francés Joseph Pérez. El secuestro de la Teresa auténtica, adelantada a su tiempo, no sólo lo perpetró el dictador Franco haciéndose acompañar toda su vida en el poder de una mano incorrupta de la santa. Aún permanece. El actual ministro de Interior, Jorge Fernández, dijo en la presentación en la última Feria de Turismo (FITUR) del proyecto ‘Huellas de santa Teresa’: “Santa Teresa hablaba de tiempos recios, y estoy seguro de que estará siendo una importante intercesora para España en estos tiempos también recios”, dijo el ministro.
El quinto centenario del nacimiento de Teresa de Ávila, el 28 de marzo de 1515, está sirviendo para espantar tantos tópicos y manipulaciones, con la publicación ya de un centenar de libros de todo tipo (novelas, estudios teológicos, análisis literarios, etc.) que la presentan como lo que fue: gran reformadora eclesiástica y una de las grandes escritoras del Siglo de Oro de la lengua castellana pese a que, amenazada por la Inquisición, no se atrevió a publicar nada en vida. Su prudencia, sin embargo, era también atrevimiento. Cuando enviaba sus escritos y cartas a amigos, protectores y admiradores (la mayoría mujeres, como la Princesa de Éboli), les requería que guardasen bien esos papeles e, incluso, que los destruyesen. Sabía de sobra que lo escrito circulaba por doquier, como demuestra en algunas de sus cartas al poderoso Felipe II. Los inquisidores conocían la protección real y no llegaron a meterla presa. Lo hicieron, en cambio, con gran brutalidad, con el mejor colaborador de la santa, el sufrido san Juan de la Cruz, y más tarde con fray Luís de León, primer editor de las obras de la escritora de Ávila.
“Entre pucheros anda Dios”. “Son tiempos recios”. “La verdad padece, pero no perece”. “No hagan caso de la opinión del gremio sacerdotal, medio letrado. No son tiempos de creer a todos sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo”. Esto último lo escribe en “Camino de perfección”, como consejo para las doce mujeres que inician con ella la reforma-fundación del nuevo Carmelo. Frases de este tipo se hicieron famosas en vida de la mística carmelita, que tenía muy mala opinión sobre los curas de su tiempo. En el “Libro de la Vida” retrata a uno que es avaro, poco formado, amante de vivir sin trabajar, que se exhibe con concubinas.
El Concilio de Trento (1545-1563) intentó poner remedio a ese estado de cosas, muy jaleadas por el anticlericalismo de la época. Teresa de Ávila fue una adelantada y su nombre corrió pronto de boca en boca por toda Europa. Es ensalzada por doquier. Lo hace Cervantes, que le dedica una poesía; también Góngora, Quevedo y Lope de Vega, éste mediante dos obras de teatro y nueve sonetos. La pinta en 1576 (su único retrato en vida) el carmelita Juan De la Miseria (“Dios te perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”, le escribe), y se afanan en la iconografía teresiana Velázquez, Rubens y el gran escultor barroco Bernini, en “Transverberación de Santa Teresa”.
Los inquisidores no aguantan que una mujer, encima monja, esté de boca en boca, con admiración o escándalo. Qué hace una mujer diciendo esas cosas sin control de los prelados. Teresa no hace caso. Mejor aún, Teresa no para. Cuando habla de los “tiempos recios”, hacia 1562, ya tiene 47 años, una edad avanzada para aquel tiempo, e inicia la campaña que culmina con la fundación de 17 conventos. La tarea, quijotesca y peligrosa, va a contarla en libros que son una delicia: frescos, irónicos, documentados, un relato sobre la España de aquel tiempo, con narraciones sobre cómo eran los caminos que recorría y las gentes con las que se relacionaba.
La orden de los Carmelitas Descalzos -800 conventos en 120 países, con 12.000 monjas y 5.000 frailes-, ha programado este quinto centenario de su fundadora para depurar su faceta literaria, reformadora y mística, con el convencimiento de que nunca como ahora habrá mejor oportunidad para “recolocar en escena el verdadero perfil de santa Teresa, muy emborronado durante décadas del siglo pasado”. Añaden los promotores: “Por primera vez en cinco siglos ha llegado el momento de fijar la importancia de una de las figuras más complejas del más temprano Siglo de Oro español”. En la vanguardia del cristianismo romano como fieles al Concilio Vaticano II, los carmelitas descalzos tienen ahora viento a favor desde la llegada al pontificado romano del jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio. El papa Francisco se ha declarado admirador de la santa de Ávila, aunque ha dado el disgusto a los obispos de no venir a España con motivo de esta efemérides.
Otra cosa es que el Vaticano vaya a tomar como guía de sus reformas pendientes (y anunciadas por este papa) algunas de las ideas de la mística española. Sorprende lo poco que ha avanzado la Iglesia romana en estos cinco siglos en el trato que da a la mujer. Ni siquiera el Vaticano II fue un revulsivo pese a los intentos de algunos grandes prelados. Lo cuenta Isabel Gómez-Acebo, teóloga y feminista. Pese a que el feminismo y el papel de la mujer en la Iglesia estaban en la mesa en el momento de la celebración el concilio, “fue muy difícil cambiar las mentalidades”. Para empezar, sólo fueron convocadas diez religiosas y 13 laicas, “sin voz ni, por supuesto, voto”, y solo para la tercera sesión conciliar. Muchos cardenales habían puesto el grito en el cielo por su sola presencia. Gómez-Acebo pone este ejemplo: ante las protestas de muchos obispos, que se negaban a sentarse junto a las mujeres, la organización tuvo que habilitar una cafetería solo para ellas.
Esta otra anécdota la cuenta el historiador Hilari Raguer: “A lo largo de todo el Concilio, ninguna mujer fue nombrada perita o experta. Cosa más escandalosa aún: en las celebraciones de la eucaristía con que comenzaban las congregaciones generales, se distribuía la sagrada comunión a algunos de los presentes, pero tenían que ser varones. En una eucaristía del Concilio, los periodistas católicos habían sido invitados a recibir la comunión de manos del obispo celebrante, pero cuando la periodista Eva Fleischner se puso en la fila los ceremonieros la sacaron con malas maneras del grupo de sus colegas varones”.
Fue el cardenal Leo Josef Suenens, belga, quien convenció a Pablo VI de que debía invitar a mujeres al concilio. Las resistencias fueron terribles, pero el argumento demoledor: “Las mujeres, si no me equivoco, constituyen la mitad de la humanidad”. Le replicaron con una cita de san Pablo, el primer secretario de organización del cristianismo: “Que las mujeres callen en la asamblea” (primera carta a los Corintios 14,34).
Teresa de Ávila, feminista a su manera (lo argumenta Maximiliano Herráiz, uno de sus mejores estudiosos), sobreponiéndose con coraje a los machismos de su tiempo, habría cantado muchas verdades en ese concilio, clausurado hace apenas medio siglo. Quinientos años y todo parecía seguir como en aquel tiempo. Aconsejaba a sus monjas que no se arrugasen (“Nada te turbe, / nada te espante”), y menos ante “esos negros devotos destruidores de las esposas de Cristo”. No tenía buena opinión de sus colegas fundadores, tan poderosos en el Vaticano II, todos hombres, todos empeñados en hacer cuanto antes la romería (¡a Roma, a Roma!). “Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España”, escribe en el “Libro de las Fundaciones”. Ella nunca se prestó a esa romería, que afea a un general: “Es que su señoría, estando allá, no entiende lo que pasa acá”.
Fue mística, pero también mujer de negocios fría, muy hábil para cerrar tratos inmobiliarios para sus conventos. “Tenía un elevado concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la mediocridad”, escribe el hispanista Joseph Pérez (“Teresa de Ávila y la España de su tiempo”. Algaba Ediciones. 2007). Era guapa. Con cincuenta años cumplidos, le confesará a un carmelita: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa. En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”. No tuvo dudas cuando decidió tomar ella misma el poder, con gran escándalo de sus superiores y mucho temor de los amigos. “El ejercicio de la autoridad tiene mucho que ver con la autoestima”, afirma la socióloga Alicia E. Kaufmann en “Mujer, poder y dinero” (Editorial Lo Que No Existe. 2015. Página 111). Usando un término muy estudiado por Kaufmann, Teresa de Ávila fue una mujer empoderada, segura de sí misma. Por eso triunfó, y de qué manera.
Cuando Teresa de Ahumada (de joven decidió tomar como primer apellido el de su madre) era una adolescente, Baltasar Castiglione se hizo notar en todo el orbe culto con “El Cortesano”, un manual de costumbres publicado en Italia en 1528 y traducido inmediatamente a todas las lenguas europeas, también al español. A Teresa debió llegarle al alma este párrafo, que copiaba pensamientos de Aristóteles, san Pablo de Tarso y santo Tomás de Aquino. “La mujeres son animales imperfectos y, por consiguiente, de menor valor que los hombres. En ellas no caben las virtudes que caben en ellos. Cuando nace una mujer es falta y yerro de natura y contra su intención, como sucede en uno que nace ciego o cojo o con algún otro defecto”.
Los hombres, sobre todo los eclesiásticos, querían a las mujeres bobas, como dice un personaje de Lope de Vega en “La boba para los otros y discreta para sí”: “Más quiero boba a Diana / con aquel simple sentido / que bachillera a Teodora”. “Era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la naturaleza”, sostenía mucho más tarde José Zorrilla para alabar el talento de Gertrudis de Avellaneda. A Teresa de Ávila le pasó lo mismo muchas veces. Pero al dicho clásico: “Ni espada rota ni mujer que trota”, ella opuso un sufrido y tenaz recorrido por los campos de Castilla, hasta llegar a Sevilla, a lomos de asnos o andando por caminos imposibles. Lo cuenta con gracia que admiró a Jovellanos en el “Libro de la Vida y en Las Fundaciones”.
Durante siglos, la figura de Teresa de Ávila, culta, libre, fresca y retadora, fue sometida a todo tipo de mixtificaciones, hasta el punto de que le sirvió al alicorto nacionalcatolicismo franquista para proclamarla como “santa de la raza”. “La dictadura franquista hizo a Teresa de Ávila un flaco favor al proclamarla la santa de la raza”, sostiene uno de sus mejores biógrafos, el gran hispanista francés Joseph Pérez. El secuestro de la Teresa auténtica, adelantada a su tiempo, no sólo lo perpetró el dictador Franco haciéndose acompañar toda su vida en el poder de una mano incorrupta de la santa. Aún permanece. El actual ministro de Interior, Jorge Fernández, dijo en la presentación en la última Feria de Turismo (FITUR) del proyecto ‘Huellas de santa Teresa’: “Santa Teresa hablaba de tiempos recios, y estoy seguro de que estará siendo una importante intercesora para España en estos tiempos también recios”, dijo el ministro.
El quinto centenario del nacimiento de Teresa de Ávila, el 28 de marzo de 1515, está sirviendo para espantar tantos tópicos y manipulaciones, con la publicación ya de un centenar de libros de todo tipo (novelas, estudios teológicos, análisis literarios, etc.) que la presentan como lo que fue: gran reformadora eclesiástica y una de las grandes escritoras del Siglo de Oro de la lengua castellana pese a que, amenazada por la Inquisición, no se atrevió a publicar nada en vida. Su prudencia, sin embargo, era también atrevimiento. Cuando enviaba sus escritos y cartas a amigos, protectores y admiradores (la mayoría mujeres, como la Princesa de Éboli), les requería que guardasen bien esos papeles e, incluso, que los destruyesen. Sabía de sobra que lo escrito circulaba por doquier, como demuestra en algunas de sus cartas al poderoso Felipe II. Los inquisidores conocían la protección real y no llegaron a meterla presa. Lo hicieron, en cambio, con gran brutalidad, con el mejor colaborador de la santa, el sufrido san Juan de la Cruz, y más tarde con fray Luís de León, primer editor de las obras de la escritora de Ávila.
“Entre pucheros anda Dios”. “Son tiempos recios”. “La verdad padece, pero no perece”. “No hagan caso de la opinión del gremio sacerdotal, medio letrado. No son tiempos de creer a todos sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo”. Esto último lo escribe en “Camino de perfección”, como consejo para las doce mujeres que inician con ella la reforma-fundación del nuevo Carmelo. Frases de este tipo se hicieron famosas en vida de la mística carmelita, que tenía muy mala opinión sobre los curas de su tiempo. En el “Libro de la Vida” retrata a uno que es avaro, poco formado, amante de vivir sin trabajar, que se exhibe con concubinas.
El Concilio de Trento (1545-1563) intentó poner remedio a ese estado de cosas, muy jaleadas por el anticlericalismo de la época. Teresa de Ávila fue una adelantada y su nombre corrió pronto de boca en boca por toda Europa. Es ensalzada por doquier. Lo hace Cervantes, que le dedica una poesía; también Góngora, Quevedo y Lope de Vega, éste mediante dos obras de teatro y nueve sonetos. La pinta en 1576 (su único retrato en vida) el carmelita Juan De la Miseria (“Dios te perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa”, le escribe), y se afanan en la iconografía teresiana Velázquez, Rubens y el gran escultor barroco Bernini, en “Transverberación de Santa Teresa”.
Los inquisidores no aguantan que una mujer, encima monja, esté de boca en boca, con admiración o escándalo. Qué hace una mujer diciendo esas cosas sin control de los prelados. Teresa no hace caso. Mejor aún, Teresa no para. Cuando habla de los “tiempos recios”, hacia 1562, ya tiene 47 años, una edad avanzada para aquel tiempo, e inicia la campaña que culmina con la fundación de 17 conventos. La tarea, quijotesca y peligrosa, va a contarla en libros que son una delicia: frescos, irónicos, documentados, un relato sobre la España de aquel tiempo, con narraciones sobre cómo eran los caminos que recorría y las gentes con las que se relacionaba.
La orden de los Carmelitas Descalzos -800 conventos en 120 países, con 12.000 monjas y 5.000 frailes-, ha programado este quinto centenario de su fundadora para depurar su faceta literaria, reformadora y mística, con el convencimiento de que nunca como ahora habrá mejor oportunidad para “recolocar en escena el verdadero perfil de santa Teresa, muy emborronado durante décadas del siglo pasado”. Añaden los promotores: “Por primera vez en cinco siglos ha llegado el momento de fijar la importancia de una de las figuras más complejas del más temprano Siglo de Oro español”. En la vanguardia del cristianismo romano como fieles al Concilio Vaticano II, los carmelitas descalzos tienen ahora viento a favor desde la llegada al pontificado romano del jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio. El papa Francisco se ha declarado admirador de la santa de Ávila, aunque ha dado el disgusto a los obispos de no venir a España con motivo de esta efemérides.
Otra cosa es que el Vaticano vaya a tomar como guía de sus reformas pendientes (y anunciadas por este papa) algunas de las ideas de la mística española. Sorprende lo poco que ha avanzado la Iglesia romana en estos cinco siglos en el trato que da a la mujer. Ni siquiera el Vaticano II fue un revulsivo pese a los intentos de algunos grandes prelados. Lo cuenta Isabel Gómez-Acebo, teóloga y feminista. Pese a que el feminismo y el papel de la mujer en la Iglesia estaban en la mesa en el momento de la celebración el concilio, “fue muy difícil cambiar las mentalidades”. Para empezar, sólo fueron convocadas diez religiosas y 13 laicas, “sin voz ni, por supuesto, voto”, y solo para la tercera sesión conciliar. Muchos cardenales habían puesto el grito en el cielo por su sola presencia. Gómez-Acebo pone este ejemplo: ante las protestas de muchos obispos, que se negaban a sentarse junto a las mujeres, la organización tuvo que habilitar una cafetería solo para ellas.
Esta otra anécdota la cuenta el historiador Hilari Raguer: “A lo largo de todo el Concilio, ninguna mujer fue nombrada perita o experta. Cosa más escandalosa aún: en las celebraciones de la eucaristía con que comenzaban las congregaciones generales, se distribuía la sagrada comunión a algunos de los presentes, pero tenían que ser varones. En una eucaristía del Concilio, los periodistas católicos habían sido invitados a recibir la comunión de manos del obispo celebrante, pero cuando la periodista Eva Fleischner se puso en la fila los ceremonieros la sacaron con malas maneras del grupo de sus colegas varones”.
Fue el cardenal Leo Josef Suenens, belga, quien convenció a Pablo VI de que debía invitar a mujeres al concilio. Las resistencias fueron terribles, pero el argumento demoledor: “Las mujeres, si no me equivoco, constituyen la mitad de la humanidad”. Le replicaron con una cita de san Pablo, el primer secretario de organización del cristianismo: “Que las mujeres callen en la asamblea” (primera carta a los Corintios 14,34).
Teresa de Ávila, feminista a su manera (lo argumenta Maximiliano Herráiz, uno de sus mejores estudiosos), sobreponiéndose con coraje a los machismos de su tiempo, habría cantado muchas verdades en ese concilio, clausurado hace apenas medio siglo. Quinientos años y todo parecía seguir como en aquel tiempo. Aconsejaba a sus monjas que no se arrugasen (“Nada te turbe, / nada te espante”), y menos ante “esos negros devotos destruidores de las esposas de Cristo”. No tenía buena opinión de sus colegas fundadores, tan poderosos en el Vaticano II, todos hombres, todos empeñados en hacer cuanto antes la romería (¡a Roma, a Roma!). “Siempre nuestros Generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España”, escribe en el “Libro de las Fundaciones”. Ella nunca se prestó a esa romería, que afea a un general: “Es que su señoría, estando allá, no entiende lo que pasa acá”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.