Retrató casi medio siglo de la historia de Argentina y fotografió a artistas e intelectuales. A sus 90 años, malvive en un piso de Madrid temiendo que cientos de sus instantáneas queden en el olvido. Su cámara retrató a Ernesto Sabato, el pintor Juan Carlos Castagnino o a su maestro Anatole Saderman.
Roberto Bécares | El Mundo, 2016-12-11
http://www.elmundo.es/madrid/2016/12/11/584c50d1ca47411c768b460c.html
Para entrar a casa de Leonor Martínez Baroja en Cuatro Caminos no hace falta llamar al timbre, sólo hay que avisar de que ya estamos aquí y empujar con cierto ímpetu la puerta de su casa, semientornada, clavada en el suelo porque se ha abombado el parqué. "Pasa, pasa, querido", susurra mientras se la intuye avanzar por el pasillo gracias al chirriar de la silla de madera que usa de andador. Pero, ¿por qué no la manda arreglar? "Es que no me gusta tener extraños en casa". La casa de Leonor parece más que un hogar un lugar de paso. Una cocina donde sólo cabe uno, un pequeño baño y un saloncito que es en verdad un dormitorio. Una cama, un televisor encendido a todo volumen, una mesita y una lámpara de pie con una repisa de cristal rota. "Me caí y se me clavó, aquí en la pierna", lamenta mientras a duras penas consigue doblarse para tocarse el muslo. Sus únicos muebles son dos maletas, dos tesoros que guardan más sorpresas que la valija de Mary Poppins.
Cientos de fotografías, negativos y diapositivas retratando casi medio siglo de Argentina. Las protestas antiperonistas. Los grafitis de las calles. Las gentes y los mercados de San Telmo o el Barrio Sur, "al que cantaba Borges, donde nació Buenos Aires". Las Madres de la Plaza de Mayo, en cuya primera manifestación ya estuvo ella. También hay muchos retratos, a artistas e intelectuales de la época. A Ernesto Sábato, a los pintores Carlos Alonso, Juan Carlos Castagnino o Raquel Forner -"Me decía que la única que la podía fotografiar era yo"- o al fotógrafo Anatole Saderman, un maestro del retrato, su maestro. "Estuve 10 años con él, me enseñó todo".
"No me interesa fotografiar hombres que no luchan, un hombre que ha bajado los brazos no me interesa", explicaba Leonor en los años 50 en una entrevista a una revista de Buenos Aires. Leonor va sacando retazos de su vida de una carpeta, fotografías publicadas en revistas, su libro publicado de instantáneas, titulado ‘Buenos aires al Sur’, "que se vendió muy bien". Recuerda fechas, apellidos y frases enteras. Su mente viaja a mil por hora, pero sus 90 años le ponen baches en el camino. "Tengo artrosis, y las caderas me duelen mucho, casi no puedo bajar a la calle, tengo una chica que viene dos días por semana. Estoy ya como el jorobado de Notre Dame. Tengo además una verruga que no saben si es un tumor maligno", explica.
Pero a esta riojana hay algo que le angustia aun más: el destino de su legado. "Hace unos años en un mercado de Buenos Aires, vi que vendían una foto mía, las han utilizado sin yo saberlo". Nunca las registró. "Soy muy descuidada". Algunas de las que guarda sí tienen un sello con su nombre. "Querría registrar mis trabajos, quizá en un libro, porque si no me van a robar todo el material cuando me muera. Quiero ponerlo en un lugar institucional y dejarlo para que el dinero que pudiera dar un libro sirva para investigar la tumba de Lorca, y para el barrio sur de Buenos Aires, y quizá para irme a otro sitio, aquí no tengo bidé ni ducha". Pero casi no se puede mover. "Sólo se quita el dolor cuando me tumbo y me doblo".
La historia de esta historia nace en un taxi, al que suele llamar Leonor. El taxista observa las fotos, escucha su historia y llama a un redactor de este periódico. "Este legado no se puede perder". Y a los pocos días ahí están dos compañeros de la sección de Fotografía: "Tiene una historia que hay que contar". Y Leonor empieza a contar su historia, llena de sinsabores, de lucha y de muchas luces también, las mismas que acariciaban las calles del Buenos Aires que retrató.
Leonor nació en Cenicero en 1926, un pequeño pueblo riojano. Emigró con su madre y su hermana a Argentina con solo tres años, siguiendo los pasos de un padre que pocas veces se ganó tal apelativo. Aprendió a leer de muy chica con las "letras grandes" de La Nación, los pocos ratos que su madre, sirvienta, les podía dedicar. En el 36, al inicio de la Guerra Civil, volvió en un barco de vuelta a España, donde se crió con sus abuelos y con sus tíos, "que siempre estaban en el campo". No fue al colegio. Andurreaba por las calles del pueblo y por la noche leía la revista de toros a su abuela. "Se pasaba mucha hambre". Si podía, robaba huevos y conejos. "Yo me hice una machorra, las niñas conmigo no querían ni jugar", recuerda mientras saca una fotografía donde se la ve con "el único juguete" que tuvo en su vida, un barrilete de hojalata.
Pasó cuatro años en dos conventos de la Rioja y a los 15 años su madre le reclamó desde Argentina. Viajó desde Galicia con una maleta de cartón y una botella de rope. "Lo único que me dieron". Llegó hecha una "salvaje". "Es que en el pueblo nadie se bañaba". A los pocos días, su madre le buscó un trabajo de interna en Buenos Aires. "Eran 70 pesos, una plata, pero yo le dije que quería ser artista". Su madre le arreó una paliza que la tuvo tres meses en el hospital. "Me dio con un zapato en la espina dorsal".
Se escapó. Fue hilando trabajo tras trabajo. De niñera, cuidando a enfermos, en un taller de costura, en una fábrica de textil... Se apuntó al partido, al Comunista, claro. Allí conoció a su marido, con el que años más tarde tendría dos hijas y adoptaría su apellido, Marsicano. Repartía folletos por las calles en plena dictadura peronista. Precisamente la propia fábrica donde trabajaba fue en una en la que se iniciaron las huelgas contra el peronismo. Un día vio a una chica retocar fotografías y aquello le gustó. Un compañero del partido le dio la dirección de Anatole Saderman, un reconocido fotógrafo, experto retratista. Se convirtió en su ayudante. De él aprendió que "la cultura profunda debe ser sin ostentación y a ser una persona decente con lo que haces". Por entonces empezó a leer de política, de historia, "empecé a enterarme del porqué de las guerras. Era hermoso, me apasionaba".
Retocaba diapositivas para otros fotógrafos y en el año 55 ganó el Segundo Premio de Retrato Internacional de una conocida asociación de Buenos Aires con la instantánea de Saderman que acompaña este artículo. Con sus primeros ahorros se compró una Rolleiflex, que todavía guarda en otra maleta, con otras cuatro cámaras de época, entre ellas una Hasselblad. "Sacaba fotos del barrio". Le encantaban las pintadas de protesta: "Había una que decía 'El que afloja, pierde'; son muy ingeniosos los argentinos".
Iba a los talleres de pintores y escritores y les retrataba. A cambio, recibía un cuadro, un dibujo. Seguía acudiendo a las manifestaciones del partido. Contra los peronistas. Contra Videla. "Me escondía la cámara debajo del poncho y hasta los policías me ayudaban a pasar la barrera". Hacía fotos aquí y allá. "Lo que más me gustaba era la crónica, el personaje con el suceso, la calle, y los retratos, claro". Pocas veces cobraba. Era su afición pasional. Su marido le construyó con maderos un laboratorio en el patio de la casa. Dos días a la semana revelaba. "Casi no tenía tiempo, me dedicaba cuando acostaba a las niñas".
En Banfield, el barrio donde vivía, colocó su marido un escaparate en la estación con su trabajo. La gente le llamaba para que le hiciera fotos. Siguió pasando la vida con su cámara al hombro. Ya de mayor fue a la escuela. Qué ironía:"Yo, que ya había leído a Marx". Hace unos años volvió a España para quedarse. Su único patrimonio, sus fotos. Antes, en un último intento por salvar su legado, acudió a la Secretaría de Cultura de Argentina. "Me dijeron que mis fotografías no representaban al país". ¿Y no habla con sus hijas? "No, no, me apartaron de mis nietos; me invitaban y yo hablaba de política, y dejaron de invitarme... ellos están muy alto en el peronismo... ya me acostumbré".
Cientos de fotografías, negativos y diapositivas retratando casi medio siglo de Argentina. Las protestas antiperonistas. Los grafitis de las calles. Las gentes y los mercados de San Telmo o el Barrio Sur, "al que cantaba Borges, donde nació Buenos Aires". Las Madres de la Plaza de Mayo, en cuya primera manifestación ya estuvo ella. También hay muchos retratos, a artistas e intelectuales de la época. A Ernesto Sábato, a los pintores Carlos Alonso, Juan Carlos Castagnino o Raquel Forner -"Me decía que la única que la podía fotografiar era yo"- o al fotógrafo Anatole Saderman, un maestro del retrato, su maestro. "Estuve 10 años con él, me enseñó todo".
"No me interesa fotografiar hombres que no luchan, un hombre que ha bajado los brazos no me interesa", explicaba Leonor en los años 50 en una entrevista a una revista de Buenos Aires. Leonor va sacando retazos de su vida de una carpeta, fotografías publicadas en revistas, su libro publicado de instantáneas, titulado ‘Buenos aires al Sur’, "que se vendió muy bien". Recuerda fechas, apellidos y frases enteras. Su mente viaja a mil por hora, pero sus 90 años le ponen baches en el camino. "Tengo artrosis, y las caderas me duelen mucho, casi no puedo bajar a la calle, tengo una chica que viene dos días por semana. Estoy ya como el jorobado de Notre Dame. Tengo además una verruga que no saben si es un tumor maligno", explica.
Pero a esta riojana hay algo que le angustia aun más: el destino de su legado. "Hace unos años en un mercado de Buenos Aires, vi que vendían una foto mía, las han utilizado sin yo saberlo". Nunca las registró. "Soy muy descuidada". Algunas de las que guarda sí tienen un sello con su nombre. "Querría registrar mis trabajos, quizá en un libro, porque si no me van a robar todo el material cuando me muera. Quiero ponerlo en un lugar institucional y dejarlo para que el dinero que pudiera dar un libro sirva para investigar la tumba de Lorca, y para el barrio sur de Buenos Aires, y quizá para irme a otro sitio, aquí no tengo bidé ni ducha". Pero casi no se puede mover. "Sólo se quita el dolor cuando me tumbo y me doblo".
La historia de esta historia nace en un taxi, al que suele llamar Leonor. El taxista observa las fotos, escucha su historia y llama a un redactor de este periódico. "Este legado no se puede perder". Y a los pocos días ahí están dos compañeros de la sección de Fotografía: "Tiene una historia que hay que contar". Y Leonor empieza a contar su historia, llena de sinsabores, de lucha y de muchas luces también, las mismas que acariciaban las calles del Buenos Aires que retrató.
Leonor nació en Cenicero en 1926, un pequeño pueblo riojano. Emigró con su madre y su hermana a Argentina con solo tres años, siguiendo los pasos de un padre que pocas veces se ganó tal apelativo. Aprendió a leer de muy chica con las "letras grandes" de La Nación, los pocos ratos que su madre, sirvienta, les podía dedicar. En el 36, al inicio de la Guerra Civil, volvió en un barco de vuelta a España, donde se crió con sus abuelos y con sus tíos, "que siempre estaban en el campo". No fue al colegio. Andurreaba por las calles del pueblo y por la noche leía la revista de toros a su abuela. "Se pasaba mucha hambre". Si podía, robaba huevos y conejos. "Yo me hice una machorra, las niñas conmigo no querían ni jugar", recuerda mientras saca una fotografía donde se la ve con "el único juguete" que tuvo en su vida, un barrilete de hojalata.
Pasó cuatro años en dos conventos de la Rioja y a los 15 años su madre le reclamó desde Argentina. Viajó desde Galicia con una maleta de cartón y una botella de rope. "Lo único que me dieron". Llegó hecha una "salvaje". "Es que en el pueblo nadie se bañaba". A los pocos días, su madre le buscó un trabajo de interna en Buenos Aires. "Eran 70 pesos, una plata, pero yo le dije que quería ser artista". Su madre le arreó una paliza que la tuvo tres meses en el hospital. "Me dio con un zapato en la espina dorsal".
Se escapó. Fue hilando trabajo tras trabajo. De niñera, cuidando a enfermos, en un taller de costura, en una fábrica de textil... Se apuntó al partido, al Comunista, claro. Allí conoció a su marido, con el que años más tarde tendría dos hijas y adoptaría su apellido, Marsicano. Repartía folletos por las calles en plena dictadura peronista. Precisamente la propia fábrica donde trabajaba fue en una en la que se iniciaron las huelgas contra el peronismo. Un día vio a una chica retocar fotografías y aquello le gustó. Un compañero del partido le dio la dirección de Anatole Saderman, un reconocido fotógrafo, experto retratista. Se convirtió en su ayudante. De él aprendió que "la cultura profunda debe ser sin ostentación y a ser una persona decente con lo que haces". Por entonces empezó a leer de política, de historia, "empecé a enterarme del porqué de las guerras. Era hermoso, me apasionaba".
Retocaba diapositivas para otros fotógrafos y en el año 55 ganó el Segundo Premio de Retrato Internacional de una conocida asociación de Buenos Aires con la instantánea de Saderman que acompaña este artículo. Con sus primeros ahorros se compró una Rolleiflex, que todavía guarda en otra maleta, con otras cuatro cámaras de época, entre ellas una Hasselblad. "Sacaba fotos del barrio". Le encantaban las pintadas de protesta: "Había una que decía 'El que afloja, pierde'; son muy ingeniosos los argentinos".
Iba a los talleres de pintores y escritores y les retrataba. A cambio, recibía un cuadro, un dibujo. Seguía acudiendo a las manifestaciones del partido. Contra los peronistas. Contra Videla. "Me escondía la cámara debajo del poncho y hasta los policías me ayudaban a pasar la barrera". Hacía fotos aquí y allá. "Lo que más me gustaba era la crónica, el personaje con el suceso, la calle, y los retratos, claro". Pocas veces cobraba. Era su afición pasional. Su marido le construyó con maderos un laboratorio en el patio de la casa. Dos días a la semana revelaba. "Casi no tenía tiempo, me dedicaba cuando acostaba a las niñas".
En Banfield, el barrio donde vivía, colocó su marido un escaparate en la estación con su trabajo. La gente le llamaba para que le hiciera fotos. Siguió pasando la vida con su cámara al hombro. Ya de mayor fue a la escuela. Qué ironía:"Yo, que ya había leído a Marx". Hace unos años volvió a España para quedarse. Su único patrimonio, sus fotos. Antes, en un último intento por salvar su legado, acudió a la Secretaría de Cultura de Argentina. "Me dijeron que mis fotografías no representaban al país". ¿Y no habla con sus hijas? "No, no, me apartaron de mis nietos; me invitaban y yo hablaba de política, y dejaron de invitarme... ellos están muy alto en el peronismo... ya me acostumbré".
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