Imagen: Vanity Fair / Cristóbal Balenciaga |
Cristóbal Balenciaga era como sus trajes: ascético por fuera, pero con un interior lleno de secretos. Esta es la historia de un hombre que hizo de su pasión su oficio y de su oficio, su vida.
Boris Izaguirre | Vanity Fair, 2016-12-09
http://www.revistavanityfair.es/la-revista/articulos/cristobal-balenciaga/23197
No existe un personaje en la historia de la moda más respetado y misterioso que Cristóbal Balenciaga. Sus biografías, incluso las no oficiales, se empeñan en presentarlo como un hombre casi místico, cuando la empresa que levantó a los 19 años y que logró mantener independiente, demuestra que era una mezcla bastante moderna de empresario y creativo. Su alta costura, llena de secretos, es el símbolo de un tiempo en el que la artesanía ocupaba el lugar de la informática y el lujo era uno de los clubes más cerrados e inaccesibles del mundo.
Cristóbal Balenciaga Eizaguirre nació en Guetaria el 21 de enero de 1895. Su madre era costurera y su padre, un pescador que murió joven. De niño era frecuente verlo en las sastrerías de estilo inglés de San Sebastián, obsesionado con aprender los detalles del corte y la construcción de un traje. A los 13 años abordó a una de las señoras para las que su madre cosía, la marquesa de Casa Torres, y le propuso hacerle una copia del modelo que llevaba. La marquesa accedió y el joven Balenciaga tuvo en su poder el instrumento con el que aprendería a construir un vestido desde dentro hacia fuera.
Ese conocimiento casi innato de la sastrería y la costura se convirtió en lo que distinguiría a Balenciaga del resto de los creadores: nadie como él sabía cómo se cose un traje, el movimiento de las telas, su adaptabilidad. Era un ingeniero textil, solo que sin estudios. Con la ayuda de sus hermanas (“eran antipatiquísimas”, dice una clienta), reunió el capital suficiente para abrir locales en San Sebastián, Madrid y Barcelona, bajo el nombre de Eisa, un homenaje al apellido materno. No había cumplido 20 años y Balenciaga ya era el diseñador de la realeza y la alta sociedad españolas. El estallido de la Guerra Civil lo empujó a trasladarse a París en 1937, tras cerrar momentáneamente sus tiendas. Ese mismo año, sus diseños fueron celebrados por tres grandes: Dior, Chanel y, sobre todo, Madeleine Vionnet. La inventora del corte al bies, que se retiró al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, llegó a regalarle las muñecas sobre las que cosía los patrones de sus vestidos, y que Balenciaga conservó toda su vida.
La casa se cimentaba sobre el rigor técnico y la calidad extrema de sus tejidos, los más caros del negocio. Cada modelo estaba elaborado escrupulosamente a mano y su interior ocultaba armazones que podían conseguir efectos inauditos: un medio corsé forrado de plumas, por ejemplo, daba la sensación de convertirse en un traje alado que levantaba el vuelo cuando estaba en movimiento.
Y, de la misma manera que sus trajes eran irrepetibles, también lo eran sus clientas. Había damas de sociedad como Mona Bismark, Gloria Guinness o Pauline de Rothschild, y actrices como Marlene Dietrich y Greta Garbo. Todas, mitos fundacionales del glamour y la elegancia del siglo pasado. Y luego estaba Carmen Polo, la esposa de Franco, que irritaba al diseñador por su empeño en llevar sus propias telas, mucho más económicas que las que ofrecía la maison.
La construcción de un mito
Cristóbal Balenciaga Eizaguirre nació en Guetaria el 21 de enero de 1895. Su madre era costurera y su padre, un pescador que murió joven. De niño era frecuente verlo en las sastrerías de estilo inglés de San Sebastián, obsesionado con aprender los detalles del corte y la construcción de un traje. A los 13 años abordó a una de las señoras para las que su madre cosía, la marquesa de Casa Torres, y le propuso hacerle una copia del modelo que llevaba. La marquesa accedió y el joven Balenciaga tuvo en su poder el instrumento con el que aprendería a construir un vestido desde dentro hacia fuera.
Ese conocimiento casi innato de la sastrería y la costura se convirtió en lo que distinguiría a Balenciaga del resto de los creadores: nadie como él sabía cómo se cose un traje, el movimiento de las telas, su adaptabilidad. Era un ingeniero textil, solo que sin estudios. Con la ayuda de sus hermanas (“eran antipatiquísimas”, dice una clienta), reunió el capital suficiente para abrir locales en San Sebastián, Madrid y Barcelona, bajo el nombre de Eisa, un homenaje al apellido materno. No había cumplido 20 años y Balenciaga ya era el diseñador de la realeza y la alta sociedad españolas. El estallido de la Guerra Civil lo empujó a trasladarse a París en 1937, tras cerrar momentáneamente sus tiendas. Ese mismo año, sus diseños fueron celebrados por tres grandes: Dior, Chanel y, sobre todo, Madeleine Vionnet. La inventora del corte al bies, que se retiró al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, llegó a regalarle las muñecas sobre las que cosía los patrones de sus vestidos, y que Balenciaga conservó toda su vida.
La casa se cimentaba sobre el rigor técnico y la calidad extrema de sus tejidos, los más caros del negocio. Cada modelo estaba elaborado escrupulosamente a mano y su interior ocultaba armazones que podían conseguir efectos inauditos: un medio corsé forrado de plumas, por ejemplo, daba la sensación de convertirse en un traje alado que levantaba el vuelo cuando estaba en movimiento.
Y, de la misma manera que sus trajes eran irrepetibles, también lo eran sus clientas. Había damas de sociedad como Mona Bismark, Gloria Guinness o Pauline de Rothschild, y actrices como Marlene Dietrich y Greta Garbo. Todas, mitos fundacionales del glamour y la elegancia del siglo pasado. Y luego estaba Carmen Polo, la esposa de Franco, que irritaba al diseñador por su empeño en llevar sus propias telas, mucho más económicas que las que ofrecía la maison.
La construcción de un mito
“Un balenciaga es mucho más importante por lo que esconde que por lo que enseña. La simplicidad es rigurosa en el exterior, pero el interior es pura ingeniería, secretos perfectamente cosidos para nunca desvelarse”, aseguraba Judith Thurman en 'The absolutist', el ensayo sobre el diseñador que publicó en The New Yorker. Pero él sabía esconder y construir muchas más cosas que un traje perfecto. La creación de su mito es un trabajo casi tan elaborado, cortado y vuelto a coser como sus vestidos.
Con el éxito parisino, Balenciaga consiguió reabrir sus tiendas españolas y mantener, desde entonces, una peculiar relación de apoyo mutuo con la dictadura franquista. Sin que jamás sepamos si era o no un hombre de derechas, actuó como un astuto empresario. Las tiendas españolas servían como centros de formación para los diseñadores que después se incorporarían a la casa de costura en París. Salían muchos trajes de las tiendas Eisa. Durante esos años, diseñadores como Emanuel Ungaro, Courrèges, Hubert de Givenchy y Óscar de la Renta pasaron por ellas para aprender a coser como el maestro. Se formaban en una España tenebrosa, pero saboreaban el triunfo en un París deslumbrante.
Si la maison Balenciaga era un templo, al taller tampoco se podía acceder fácilmente. La férrea señorita Renne, directora del mismo, advertía a las clientas que debían acudir solas a las pruebas, porque “al señor no le gustan los curiosos”. No se podía fumar ni hablar mientras él estuviera presente. En esas citas, una clienta podía contemplar con horror cómo un vestido completamente listo era despiezado por el maestro si encontraba que la manga no era perfecta. Balenciaga se nutría de artistas como Brancusi, y también de la vestimenta tradicional japonesa. Reverenciaba a Goya, pero sus colores procedían de Zurbarán: verdes indescriptibles, amarillos que no herían, rosados que tranquilizaban la vista... El reconocimiento a los dos grandes pintores españoles servía también para acentuar su españolidad.
Pero, sobre todo, su estilo se sostenía sobre una máxima: hacer algo bello que disimulara los defectos. El cuello de un traje se prolongaba porque su usuaria no tenía; las sofisticadas mangas ocultaban muñecas gruesas o brazos cortos... Era el estuche perfecto para una silueta imperfecta.
Dior le arrebató titulares y un buen trozo de la Historia cuando lanzó su New Look en 1947, con modelos que, de alguna manera, recordaban al propio Balenciaga. Fue un golpe duro y jamás perdonó a sus clientas que le traicionaran mudándose de salón. Sin embargo el de Guetaria, siempre astuto, supo ver que en el triunfo de Dior jugaban un papel muy importante los comentaristas de moda, así que decidió celebrar sus desfiles una semana después que el resto. Así, obligaba a la prensa y a los compradores a regresar a París exclusivamente para verle. Cuando todas las tendencias se habían desvelado, él ofrecía el último grito. Cada año lanzaba una silueta: el traje saco (que acaparó titulares en 1956 debido a su “fealdad”); el vestido túnica o el Baby Doll, una silueta trapezoidal que, como tantas otras, ha sido imitada hasta la saciedad.
Balenciaga decía que “se reconoce a una mujer distinguida por su aire antipático”. Él lo era, y mucho, con aquellos que le ofrecían franquiciar su nombre. Pero, en cambio, sí permitió que determinados almacenes norteamericanos “tuvieran acceso a sus dibujos”, como explicaría Pierre Bergé, socio de Yves Saint Laurent. “Los dibujos que observaban eran, sobre todo, de trajes de chaqueta y vestidos sencillos. Después, estos grandes almacenes elaboraban esas prendas previo acuerdo de respeto al copyright. De esta forma, las americanas podían vestirse con algo reconocible, solo que más barato, mientras él ni perdía un céntimo ni se saltaba las férreas leyes de la Cámara Sindical”.
Un discreto indiscreto
Hábil empresario, místico creador... Balenciaga quiso ser un enigma para sus contemporáneos. “En realidad, tenía un fino sentido del humor”, dice Sonsoles Díez de Rivera, una de las fundadoras del museo del diseñador en Guetaria. “Mi madre intentó negociar una rebaja en 1942 porque estaba embarazada y después de dar a luz el traje tendría que ser reajustado. Balenciaga la miró por encima de sus gafas y le dijo: ‘Yo no soy el responsable”.
También vigilaba con tesón su vida privada. Poco se sabe de ella, perfectamente parapetada tras ese aire de monje hiperdisciplinado, aunque la historia demuestra que vivía abiertamente como homosexual en el París de finales de los años treinta. De hecho, el gran amor de su vida fue Wladzio d´Attainville, un aristócrata polaco-francés, magníficamente relacionado, y que hizo posible reunir el dinero para abrir allí su casa de costura. Si Balenciaga tenía el rigor y la actitud aristocráticas a pesar de ser hijo de un pescador y una costurera, Wladzio era un aristócrata de verdad cuyo ingenio fascinaba al modisto. Vivían juntos desde la época de San Sebastián, donde compartían un piso sobre la casa de moda con la madre del primero. Una de las modistas de esa época, Elisa Erquiaja, lo explicaba así en una entrevista: “Era un caballero muy guapo, muy educado y todas lo sabíamos, pero nadie hablaba de eso en el taller”.
Aunque en las biografías oficiales el papel de Wladzio sea ninguneado, probablemente fue él quien convenció al modisto para dar el salto a París. Cuando abrieron la maison, uno se ocupaba de los trajes y el otro de los accesorios. En particular, de los sombreros. “La locura en un Balenciaga —dijo Pauline de Rothschild— está siempre donde debe de estar: en la cabeza”. El círculo de amistades de la pareja no era amplio, pero sí notorio, y llegó a incluir a Cecil Beaton, Jean Cocteau y la influyente directora de Harper´s Bazaar, Carmel Snow.
Protegidos por su discreción, Wladzio y Cristóbal se permitían una normalidad privilegiada: coleccionaban arte y acudían juntos a actos sociales, formidablemente respetados como una moderna pareja de estetas, forjadora de tendencias y descubridora de nuevos talentos. Encarnaban, a su manera, lo más público de una sexualidad obligada a esconderse. El guapo polaco funcionaba junto a Balenciaga, que también era un hombre atractivo, pero que se crecía a su lado. Los dos fueron el embrión de la pareja gay contemporánea, interesada en mantener su nivel de vida y no entorpecer el éxito profesional. Jamás se separaron. El polaco era el único capaz de controlar los demonios del maestro: la inseguridad y esa obsesiva búsqueda de la perfección de un hombro, una manga o la manera de ocultar las caderas de Colette, una de sus célebres clientas. Eran cosas que de verdad le torturaban y que D´Attainville sabía como serenar.
En 1948 Wladzio murió en Madrid y Balenciaga nunca se recuperó. Ni tampoco quiso rehacer su vida sentimental. En su desfile de aquel año todos los trajes fueron negros. “Impuso el luto por su novio a todas las damas elegantes de esa época”, explica Miren Arzallus en su libro 'La forja del maestro'. Es más que probable que se deba al luto por D’Attainvile el triunfo del negro como color chic. Como escribió Hamish Bowles en 2006, “las dos grandes heridas en la vida de Balenciaga fueron el triunfo de Dior en 1947 y la muerte de D’Attainville el año siguiente”. Estuvo al borde de abandonarlo todo pero, irónicamente, el New Look le obligó a continuar y en 1960, el cénit de su gloria, diseñó el traje nupcial de Fabiola de Mora y Aragón (la nieta de su antigua clienta, la marquesa de Casa Torres), para su boda con el rey de Bélgica.
No lo retirarían, se retiraría
Balenciaga comenzó su carrera vistiendo a un tipo de mujer que se cambiaba de ropa tres veces al día, que alardeaba de sus diamantes, pero jamás de sus indiscreciones y que viajaba con varios baúles y una doncella. Y terminó diseñando el uniforme para las azafatas de Air France, heroínas del chic moderno, elegantes y prácticas, con un pequeño equipaje que llevaban ellas mismas. Entre una mujer y otra transcurren los años más decisivos del siglo XX: dos guerras mundiales, el triunfo del glamour hollywoodiense y una película, ‘À bout de souffle’, de Jean Luc Godard. En su secuencia más célebre, Jean Seberg vende ejemplares del Herald Tribune con el pelo muy corto, una camiseta con el logo del matutino, tejanos pitillo y bailarinas. Al verla, el de Guetaria entendió que su reinado de las formas tenía los días contados.
En 1968, al mismo tiempo que el mayo francés pretendía transformar el mundo, Balenciaga aceptaba el encargo de Air France. Más de 1.300 mujeres. Casi un millón de prendas entre trajes y complementos. El diseñador experimentó con tejidos como el Terylene, una fibra sintética, pero los uniformes fueron criticados por las usuarias. La peor acusación era la más obvia: a los 74 años, el antiguo revolucionario se había convertido en un dinosaurio. Al final, los sesentayochistas no lograron cambiar el mundo, pero sí vieron como Balenciaga cerraba las puertas de su casa. Él lo justificó con su brevedad clínica habitual: “La alta costura está herida de muerte”.
Según se publicó, no consultó la decisión con nadie. Ni siquiera sus empleados lo sabían. Fue una tragedia y también un golpe de efecto. “El día que Balenciaga cerró, Mona Bismarck se recluyó en casa durante tres semanas”, escribía Diana Vreeland, la legendaria directora de Vogue, en sus memorias. Solo regresó al diseño para coser el traje de novia de Carmen Martínez-Bordiú, a petición de su antigua clienta, Carmen Polo. Martínez-Bordiú, que después se ha casado dos veces (la ultima, vestida por Lacroix), recordaba en una entrevista “la simpatía y serenidad” del gran modisto. Un hedonista moderado a quien su reclusión no le impidió seguir coleccionando, viajando y disfrutando de sus placeres gastronómicos. Terminó sus días en 1972 en su casa de Altea, donde le gustaba pintar, conversar y comer en la compañía de algunos de sus ayudantes españoles. Una despedida perfecta, casi diseñada. Místico y sorprendente, devoto y mundano, entre la pompa y la austeridad.
Aquellos uniformes de Air France fueron estudiados por Nicolas Ghesquière, el joven que resucitó la casa Balenciaga tres décadas después de su cierre. Durante treinta años se había mantenido gracias a sus perfumes: Quadrille y, sobre todo, el superventas Le Dix, presentado en 1947 y favorito de muchas madres de los años sesenta. Los herederos de Balenciaga vendieron la casa a un grupo alemán y este a otro francés, Bogart, que creyó encontrar en el joven Ghesquière un digno sucesor para Cristóbal en 1997. El diseñador era un guapo discípulo de Jean Paul Gaultier que, además de talento, tenía “un carácter difícil”, como sugiere una fuente anónima. El éxito no se hizo esperar y, en 2001, el grupo Gucci, parte de PPR —el conglomerado de lujo de François-Henri Pinault —, compró la marca para hacerse con el diseñador.
Las colecciones de Ghesquière destilaban una personalidad que bebía de los archivos del fundador, pero sin emborracharse. El conocimiento de los tejidos, la concepción casi hidráulica del interior de un vestido, la convicción de que lo moderno tiene que estar bien construido y de que el talento está unido a la mayor de las exigencias.... Todo ello estaba ahí. La recuperación de la casa fue asombrosa e incluso se hizo con su propio it-bag, el Lariat, que hoy se sigue vendiendo por varios miles de euros en todo el mundo. Ghesquière renovó al publico de Balenciaga con una nueva generación de actrices como Nicole Kidman, Diane Kruger o su musa, Charlotte Gainsbourg, al tiempo que insufló en la casa su fascinación por la ciencia ficción, convirtiendo las tiendas enmoquetadas en naves espaciales ancladas en las mejores calles de París, Londres o Nueva York.
Si Balenciaga mantuvo una estrecha relación con el arte de su tiempo, Ghesquière hizo lo mismo vistiendo a sus modelos con imágenes de Cindy Sherman. Y si el primero salía con el cerebro de sus accesorios, el segundo lo hizo con Pierre Hardy, el diseñador con quien compartía un loft en París que no tuvieron inconveniente en enseñar, dejando claras las marcas para las que eran directores creativos: como si su relación sentimental tuviera algo de reclamo publicitario. Creativamente, Hardy introdujo a Ghesquière en el culto por lo posmoderno y, de hecho, muchos de los zapatos y accesorios del nuevo Balenciaga rinden homenaje a las formas y colores del movimiento. Dentro de la reconversión de Balenciaga (de pequeña maison a superpotencia de la moda), el diseñador también recuperó la línea de perfumería. De la mano del gigante cosmético Coty, Balenciaga Paris o FloraBotanica reinterpretan el espíritu de los frascos de mediados de siglo, pero las fragancias mantienen la transgresión inherente a la casa.
Ghesquière dimitió en octubre de 2012 y la rumorología se disparó: su mal carácter, una petición de aumento de salario desproporcionada o un conflicto de egos y presupuesto con Hedi Slimane (a quien acababan de contratar en otra marca del grupo, Yves Saint Laurent, aparentemente con medios ilimitados), se señalaron como culpables. Alexander Wang, un joven norteamericano con certero ojo comercial, fue su inesperado sucesor. La moda en nuestros tiempos es mucho más rentable y ciertamente más democrática que cuando Cristóbal se retiró. Y sigue siendo creativa. Pero es un lugar donde los auténticos mitos son mucho más difíciles de construir que ayer.
Con el éxito parisino, Balenciaga consiguió reabrir sus tiendas españolas y mantener, desde entonces, una peculiar relación de apoyo mutuo con la dictadura franquista. Sin que jamás sepamos si era o no un hombre de derechas, actuó como un astuto empresario. Las tiendas españolas servían como centros de formación para los diseñadores que después se incorporarían a la casa de costura en París. Salían muchos trajes de las tiendas Eisa. Durante esos años, diseñadores como Emanuel Ungaro, Courrèges, Hubert de Givenchy y Óscar de la Renta pasaron por ellas para aprender a coser como el maestro. Se formaban en una España tenebrosa, pero saboreaban el triunfo en un París deslumbrante.
Si la maison Balenciaga era un templo, al taller tampoco se podía acceder fácilmente. La férrea señorita Renne, directora del mismo, advertía a las clientas que debían acudir solas a las pruebas, porque “al señor no le gustan los curiosos”. No se podía fumar ni hablar mientras él estuviera presente. En esas citas, una clienta podía contemplar con horror cómo un vestido completamente listo era despiezado por el maestro si encontraba que la manga no era perfecta. Balenciaga se nutría de artistas como Brancusi, y también de la vestimenta tradicional japonesa. Reverenciaba a Goya, pero sus colores procedían de Zurbarán: verdes indescriptibles, amarillos que no herían, rosados que tranquilizaban la vista... El reconocimiento a los dos grandes pintores españoles servía también para acentuar su españolidad.
Pero, sobre todo, su estilo se sostenía sobre una máxima: hacer algo bello que disimulara los defectos. El cuello de un traje se prolongaba porque su usuaria no tenía; las sofisticadas mangas ocultaban muñecas gruesas o brazos cortos... Era el estuche perfecto para una silueta imperfecta.
Dior le arrebató titulares y un buen trozo de la Historia cuando lanzó su New Look en 1947, con modelos que, de alguna manera, recordaban al propio Balenciaga. Fue un golpe duro y jamás perdonó a sus clientas que le traicionaran mudándose de salón. Sin embargo el de Guetaria, siempre astuto, supo ver que en el triunfo de Dior jugaban un papel muy importante los comentaristas de moda, así que decidió celebrar sus desfiles una semana después que el resto. Así, obligaba a la prensa y a los compradores a regresar a París exclusivamente para verle. Cuando todas las tendencias se habían desvelado, él ofrecía el último grito. Cada año lanzaba una silueta: el traje saco (que acaparó titulares en 1956 debido a su “fealdad”); el vestido túnica o el Baby Doll, una silueta trapezoidal que, como tantas otras, ha sido imitada hasta la saciedad.
Balenciaga decía que “se reconoce a una mujer distinguida por su aire antipático”. Él lo era, y mucho, con aquellos que le ofrecían franquiciar su nombre. Pero, en cambio, sí permitió que determinados almacenes norteamericanos “tuvieran acceso a sus dibujos”, como explicaría Pierre Bergé, socio de Yves Saint Laurent. “Los dibujos que observaban eran, sobre todo, de trajes de chaqueta y vestidos sencillos. Después, estos grandes almacenes elaboraban esas prendas previo acuerdo de respeto al copyright. De esta forma, las americanas podían vestirse con algo reconocible, solo que más barato, mientras él ni perdía un céntimo ni se saltaba las férreas leyes de la Cámara Sindical”.
Un discreto indiscreto
Hábil empresario, místico creador... Balenciaga quiso ser un enigma para sus contemporáneos. “En realidad, tenía un fino sentido del humor”, dice Sonsoles Díez de Rivera, una de las fundadoras del museo del diseñador en Guetaria. “Mi madre intentó negociar una rebaja en 1942 porque estaba embarazada y después de dar a luz el traje tendría que ser reajustado. Balenciaga la miró por encima de sus gafas y le dijo: ‘Yo no soy el responsable”.
También vigilaba con tesón su vida privada. Poco se sabe de ella, perfectamente parapetada tras ese aire de monje hiperdisciplinado, aunque la historia demuestra que vivía abiertamente como homosexual en el París de finales de los años treinta. De hecho, el gran amor de su vida fue Wladzio d´Attainville, un aristócrata polaco-francés, magníficamente relacionado, y que hizo posible reunir el dinero para abrir allí su casa de costura. Si Balenciaga tenía el rigor y la actitud aristocráticas a pesar de ser hijo de un pescador y una costurera, Wladzio era un aristócrata de verdad cuyo ingenio fascinaba al modisto. Vivían juntos desde la época de San Sebastián, donde compartían un piso sobre la casa de moda con la madre del primero. Una de las modistas de esa época, Elisa Erquiaja, lo explicaba así en una entrevista: “Era un caballero muy guapo, muy educado y todas lo sabíamos, pero nadie hablaba de eso en el taller”.
Aunque en las biografías oficiales el papel de Wladzio sea ninguneado, probablemente fue él quien convenció al modisto para dar el salto a París. Cuando abrieron la maison, uno se ocupaba de los trajes y el otro de los accesorios. En particular, de los sombreros. “La locura en un Balenciaga —dijo Pauline de Rothschild— está siempre donde debe de estar: en la cabeza”. El círculo de amistades de la pareja no era amplio, pero sí notorio, y llegó a incluir a Cecil Beaton, Jean Cocteau y la influyente directora de Harper´s Bazaar, Carmel Snow.
Protegidos por su discreción, Wladzio y Cristóbal se permitían una normalidad privilegiada: coleccionaban arte y acudían juntos a actos sociales, formidablemente respetados como una moderna pareja de estetas, forjadora de tendencias y descubridora de nuevos talentos. Encarnaban, a su manera, lo más público de una sexualidad obligada a esconderse. El guapo polaco funcionaba junto a Balenciaga, que también era un hombre atractivo, pero que se crecía a su lado. Los dos fueron el embrión de la pareja gay contemporánea, interesada en mantener su nivel de vida y no entorpecer el éxito profesional. Jamás se separaron. El polaco era el único capaz de controlar los demonios del maestro: la inseguridad y esa obsesiva búsqueda de la perfección de un hombro, una manga o la manera de ocultar las caderas de Colette, una de sus célebres clientas. Eran cosas que de verdad le torturaban y que D´Attainville sabía como serenar.
En 1948 Wladzio murió en Madrid y Balenciaga nunca se recuperó. Ni tampoco quiso rehacer su vida sentimental. En su desfile de aquel año todos los trajes fueron negros. “Impuso el luto por su novio a todas las damas elegantes de esa época”, explica Miren Arzallus en su libro 'La forja del maestro'. Es más que probable que se deba al luto por D’Attainvile el triunfo del negro como color chic. Como escribió Hamish Bowles en 2006, “las dos grandes heridas en la vida de Balenciaga fueron el triunfo de Dior en 1947 y la muerte de D’Attainville el año siguiente”. Estuvo al borde de abandonarlo todo pero, irónicamente, el New Look le obligó a continuar y en 1960, el cénit de su gloria, diseñó el traje nupcial de Fabiola de Mora y Aragón (la nieta de su antigua clienta, la marquesa de Casa Torres), para su boda con el rey de Bélgica.
No lo retirarían, se retiraría
Balenciaga comenzó su carrera vistiendo a un tipo de mujer que se cambiaba de ropa tres veces al día, que alardeaba de sus diamantes, pero jamás de sus indiscreciones y que viajaba con varios baúles y una doncella. Y terminó diseñando el uniforme para las azafatas de Air France, heroínas del chic moderno, elegantes y prácticas, con un pequeño equipaje que llevaban ellas mismas. Entre una mujer y otra transcurren los años más decisivos del siglo XX: dos guerras mundiales, el triunfo del glamour hollywoodiense y una película, ‘À bout de souffle’, de Jean Luc Godard. En su secuencia más célebre, Jean Seberg vende ejemplares del Herald Tribune con el pelo muy corto, una camiseta con el logo del matutino, tejanos pitillo y bailarinas. Al verla, el de Guetaria entendió que su reinado de las formas tenía los días contados.
En 1968, al mismo tiempo que el mayo francés pretendía transformar el mundo, Balenciaga aceptaba el encargo de Air France. Más de 1.300 mujeres. Casi un millón de prendas entre trajes y complementos. El diseñador experimentó con tejidos como el Terylene, una fibra sintética, pero los uniformes fueron criticados por las usuarias. La peor acusación era la más obvia: a los 74 años, el antiguo revolucionario se había convertido en un dinosaurio. Al final, los sesentayochistas no lograron cambiar el mundo, pero sí vieron como Balenciaga cerraba las puertas de su casa. Él lo justificó con su brevedad clínica habitual: “La alta costura está herida de muerte”.
Según se publicó, no consultó la decisión con nadie. Ni siquiera sus empleados lo sabían. Fue una tragedia y también un golpe de efecto. “El día que Balenciaga cerró, Mona Bismarck se recluyó en casa durante tres semanas”, escribía Diana Vreeland, la legendaria directora de Vogue, en sus memorias. Solo regresó al diseño para coser el traje de novia de Carmen Martínez-Bordiú, a petición de su antigua clienta, Carmen Polo. Martínez-Bordiú, que después se ha casado dos veces (la ultima, vestida por Lacroix), recordaba en una entrevista “la simpatía y serenidad” del gran modisto. Un hedonista moderado a quien su reclusión no le impidió seguir coleccionando, viajando y disfrutando de sus placeres gastronómicos. Terminó sus días en 1972 en su casa de Altea, donde le gustaba pintar, conversar y comer en la compañía de algunos de sus ayudantes españoles. Una despedida perfecta, casi diseñada. Místico y sorprendente, devoto y mundano, entre la pompa y la austeridad.
Aquellos uniformes de Air France fueron estudiados por Nicolas Ghesquière, el joven que resucitó la casa Balenciaga tres décadas después de su cierre. Durante treinta años se había mantenido gracias a sus perfumes: Quadrille y, sobre todo, el superventas Le Dix, presentado en 1947 y favorito de muchas madres de los años sesenta. Los herederos de Balenciaga vendieron la casa a un grupo alemán y este a otro francés, Bogart, que creyó encontrar en el joven Ghesquière un digno sucesor para Cristóbal en 1997. El diseñador era un guapo discípulo de Jean Paul Gaultier que, además de talento, tenía “un carácter difícil”, como sugiere una fuente anónima. El éxito no se hizo esperar y, en 2001, el grupo Gucci, parte de PPR —el conglomerado de lujo de François-Henri Pinault —, compró la marca para hacerse con el diseñador.
Las colecciones de Ghesquière destilaban una personalidad que bebía de los archivos del fundador, pero sin emborracharse. El conocimiento de los tejidos, la concepción casi hidráulica del interior de un vestido, la convicción de que lo moderno tiene que estar bien construido y de que el talento está unido a la mayor de las exigencias.... Todo ello estaba ahí. La recuperación de la casa fue asombrosa e incluso se hizo con su propio it-bag, el Lariat, que hoy se sigue vendiendo por varios miles de euros en todo el mundo. Ghesquière renovó al publico de Balenciaga con una nueva generación de actrices como Nicole Kidman, Diane Kruger o su musa, Charlotte Gainsbourg, al tiempo que insufló en la casa su fascinación por la ciencia ficción, convirtiendo las tiendas enmoquetadas en naves espaciales ancladas en las mejores calles de París, Londres o Nueva York.
Si Balenciaga mantuvo una estrecha relación con el arte de su tiempo, Ghesquière hizo lo mismo vistiendo a sus modelos con imágenes de Cindy Sherman. Y si el primero salía con el cerebro de sus accesorios, el segundo lo hizo con Pierre Hardy, el diseñador con quien compartía un loft en París que no tuvieron inconveniente en enseñar, dejando claras las marcas para las que eran directores creativos: como si su relación sentimental tuviera algo de reclamo publicitario. Creativamente, Hardy introdujo a Ghesquière en el culto por lo posmoderno y, de hecho, muchos de los zapatos y accesorios del nuevo Balenciaga rinden homenaje a las formas y colores del movimiento. Dentro de la reconversión de Balenciaga (de pequeña maison a superpotencia de la moda), el diseñador también recuperó la línea de perfumería. De la mano del gigante cosmético Coty, Balenciaga Paris o FloraBotanica reinterpretan el espíritu de los frascos de mediados de siglo, pero las fragancias mantienen la transgresión inherente a la casa.
Ghesquière dimitió en octubre de 2012 y la rumorología se disparó: su mal carácter, una petición de aumento de salario desproporcionada o un conflicto de egos y presupuesto con Hedi Slimane (a quien acababan de contratar en otra marca del grupo, Yves Saint Laurent, aparentemente con medios ilimitados), se señalaron como culpables. Alexander Wang, un joven norteamericano con certero ojo comercial, fue su inesperado sucesor. La moda en nuestros tiempos es mucho más rentable y ciertamente más democrática que cuando Cristóbal se retiró. Y sigue siendo creativa. Pero es un lugar donde los auténticos mitos son mucho más difíciles de construir que ayer.
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