Imagen: Las Provincias / Jorge Martínez, Diego en 'Últimos días en La Habana' |
'Últimos días en La Habana' es una desoladora radiografía de un país en ruinas.
Oskar Belategui | Las Provincias, 2017-04-08
http://www.lasprovincias.es/planes/201704/08/crepusculo-cuba-20170408014810-v.html
Hay momentos de sainete en 'Últimos días en La Habana', como cuando una pareja de policías irrumpe en la vivienda de los protagonistas en busca de la deslenguada Yusisleydi, personificación de los jóvenes cubanos que ya no se callan. O una conversación sobre la liga española en una barbería adornada con el escudo del Real Madrid y con clientes vestidos con camisetas del Barça, un uniforme universal. La vida se cuela entre los fotogramas del largometraje de Fernando Pérez, el mejor cineasta cubano vivo. Sin embargo, esta pieza de cámara con vocación testamentaria rezuma tristeza y desolación. Retrata a un país en ruinas que casi parece un decorado de película, en el que conviven distintas generaciones. Unos están desencantados y hastiados, se alimentan de recuerdos; otros han aprendido rápido a ser supervivientes.
Biznaga de Oro al mejor filme latinoamericano en el Festival de Málaga, donde también se llevó el Premio del Público, 'Últimos días en La Habana' puede verse como una versión crepuscular de 'Fresa y chocolate', hito del cine cubano al que se le homenajea. La primera vez que vemos a uno de sus dos protagonistas está fregando platos en un restaurante con el sonido de la televisión de fondo. Miguel (Patricio Wood) solo se girará cuando escuche que un terremoto ha azotado Los Ángeles. Vive desde hace años pendiente de marcharse a Estados Unidos, esperando que el cartero traiga el visado. Clava chinchetas en un mapa de América y lee libros en inglés para aprender el idioma.
Miguel sueña y, mientras, cuida de su viejo amigo Diego (Jorge Martínez). El sida le mantiene postrado en un camastro de un bullicioso solar de La Habana Vieja, uno de esos caserones con patio central y un universo en cada descansillo. Miguel está amargado y apenas habla. Diego se muere pero desprende vitalidad. «Búscame un pinguero (chapero)», le pide a su cuidador. «Quiero ver unos genitales en tres dimensiones antes de morir».
Fernando Pérez no cuenta una historia de amor homosexual, como 'Fresa y chocolate', aunque se recuerde la homofobia del régimen castrista. Esta pareja de amigos nunca fueron amantes. Suponemos que compartieron de muy jóvenes los sueños de la Revolución para desencantarse enseguida. Uno intentó cruzar el estrecho de Florida y fracasó el intento. El otro optó por el travestismo. El pasado, en cualquier caso, no fue como esperaban.
Trozos de vida
A nuestros ojos españoles, cualquier película cubana se analiza vorazmente en clave política. Y si se ha viajado a la isla, la cámara de Fernando Pérez gratifica con esa mirada documental que hace quince años dio como fruto la fascinante 'Suite Habana'. Las colas para recoger agua, la cháchara gubernamental en los informativos, los baños en el malecón... También asoma la pasión de los más jóvenes por internet y los móviles. Una nación sin Fidel «que ya no es lo que era pero todavía no sabe qué será», se escucha en un boletín de noticias. Suena Handel en las ensoñaciones del protagonista y el 'Yo me quedo' de Pablo Milanés devuelve a la realidad: «¿Qué mares han de bañarte y qué sol te abrazará / qué clase de libertad van a darte?».
'Últimos días en La Habana' es un fresco compuesto de pequeños trozos de vida, narrado con sensibilidad y atención al detalle. Cruda y lírica a la vez, demuestra que Cuba es mucho más compleja que la resistencia de quedarse y el desafío de irse.
Biznaga de Oro al mejor filme latinoamericano en el Festival de Málaga, donde también se llevó el Premio del Público, 'Últimos días en La Habana' puede verse como una versión crepuscular de 'Fresa y chocolate', hito del cine cubano al que se le homenajea. La primera vez que vemos a uno de sus dos protagonistas está fregando platos en un restaurante con el sonido de la televisión de fondo. Miguel (Patricio Wood) solo se girará cuando escuche que un terremoto ha azotado Los Ángeles. Vive desde hace años pendiente de marcharse a Estados Unidos, esperando que el cartero traiga el visado. Clava chinchetas en un mapa de América y lee libros en inglés para aprender el idioma.
Miguel sueña y, mientras, cuida de su viejo amigo Diego (Jorge Martínez). El sida le mantiene postrado en un camastro de un bullicioso solar de La Habana Vieja, uno de esos caserones con patio central y un universo en cada descansillo. Miguel está amargado y apenas habla. Diego se muere pero desprende vitalidad. «Búscame un pinguero (chapero)», le pide a su cuidador. «Quiero ver unos genitales en tres dimensiones antes de morir».
Fernando Pérez no cuenta una historia de amor homosexual, como 'Fresa y chocolate', aunque se recuerde la homofobia del régimen castrista. Esta pareja de amigos nunca fueron amantes. Suponemos que compartieron de muy jóvenes los sueños de la Revolución para desencantarse enseguida. Uno intentó cruzar el estrecho de Florida y fracasó el intento. El otro optó por el travestismo. El pasado, en cualquier caso, no fue como esperaban.
Trozos de vida
A nuestros ojos españoles, cualquier película cubana se analiza vorazmente en clave política. Y si se ha viajado a la isla, la cámara de Fernando Pérez gratifica con esa mirada documental que hace quince años dio como fruto la fascinante 'Suite Habana'. Las colas para recoger agua, la cháchara gubernamental en los informativos, los baños en el malecón... También asoma la pasión de los más jóvenes por internet y los móviles. Una nación sin Fidel «que ya no es lo que era pero todavía no sabe qué será», se escucha en un boletín de noticias. Suena Handel en las ensoñaciones del protagonista y el 'Yo me quedo' de Pablo Milanés devuelve a la realidad: «¿Qué mares han de bañarte y qué sol te abrazará / qué clase de libertad van a darte?».
'Últimos días en La Habana' es un fresco compuesto de pequeños trozos de vida, narrado con sensibilidad y atención al detalle. Cruda y lírica a la vez, demuestra que Cuba es mucho más compleja que la resistencia de quedarse y el desafío de irse.
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