Imagen: Vanity Fair / Cristina Ortiz, La Veneno |
La muerte de Cristina Ortiz, "la Veneno", ha sido la noticia televisiva de la semana. Su biógrafa, Valeria Vegas, recuerda cómo era la mujer valiente que había tras el icono trash.
Valeria Vegas | Vanity Fair, 2016-11-12
http://www.revistavanityfair.es/actualidad/television/articulos/muerte-la-veneno-asi-era-cristina-por-valeria-vegas/23086
Por suerte o por desgracia, no conocí a Cristina a principios o mediados de los noventa. Bueno, la conocía como todas esas personas de mi generación a las que sus padres mandaban ir a dormir cuando a media noche comenzaba ‘Esta noche cruzamos el Mississippi’ y nos quedábamos con ganas de ver a esa mujer imponente. En ocasiones conseguíamos arañar un poco de aquella franja horaria prohibida y disfrutábamos impactados de cómo ella narraba sus peripecias nocturnas, su desarraigo familiar o sus malos recuerdos de infancia. Todo con una gracia única y una verborrea indudablemente soez. Ahora con el paso del tiempo, casi veinte años después, apreciamos que aquella ordinariez de ella no era sólo singular, sino además espontánea, una virtud que parece que la televisión ha ido perdiendo con el transcurso de los años.
A principios del 2003, tiempo después de su etapa de gloria, se produjo mi primer acercamiento. Una buena amiga mía, esperando a su novio en el portal, vio como venía caminando por la acera una mujer imponente, descalza, con los tacones en la mano y los pechos fuera del vestido. Cristina se detuvo frente a mi amiga para pedirle fuego. Mi amiga no sólo le da lumbre sino que además le declara su cariño y admiración. Minutos después me llama para describirme esa situación propia de una viñeta de un cómic de Nazario. Que La Veneno parase por nuestra Valencia natal nos hacía tanta ilusión como si hubiesen venido en concierto ‘Siouxsie and the Banshees’.
Días después Cristina entraba en prisión, sin que pudiésemos volver a verla. Empezaba su destino de telenovela. No sería hasta el 2006 cuando se volvió a cruzar en nuestras vidas, en esa misma ciudad y en ese mismo barrio. Esos tres años a mí sólo me sirvieron para pasar del colegio a la Universidad, pero en cambio en ella habían hecho estragos. Habían alterando su físico y la habían vuelto más irascible, aunque su peculiar sentido del humor seguía intacto. ¿Cómo alguien tan maltratado por la vida podía ser capaz de bromear continuamente sobre ello? Quizás anclándose en los mejores años de su existencia, aferrada a lo que tuvo y logró. Ahí comienza La Veneno que yo conocí: descubrí dónde estaba la casa de Paqui, la amiga que hospedaba a la Veneno, me atreví a llamar y me abrieron la puerta. Lo que iba a ser una visita puntual para conocer a un ídolo se convirtió en una sucesión de meriendas. La Veneno siempre dejaba la despedida abierta a una próxima cita en la que seguir viéndonos.
Cristina narraba historias fascinantes, nada que ver con las que a veces contaba en televisión. Esos relatos eran como escenas de Almodóvar, de Fassbinder y un poco de John Waters. Marginación, transexualidad, prostitución, éxito repentino, fama, cárcel… Cualquier novela de Jackie Collins se queda corta. Al confesarle mi admiración por esas vivencias de un mundo que me resultaba tan lejano ella me propuso que escribiese sus memorias. Así comenzaron horas y horas de entrevistas de un proyecto que yo ya auguraba complicado y se aventuraba difícil.
Tras el rechazo de un par de editoriales, imagino que por miedo al personaje, ese manuscrito quedaba en un cajón. Tuvo que pasar una década más para que la nostalgia empapase aquellos vestidos suyos de los noventa e Internet alzase de nuevo a Cristina como reina viral de cientos de vídeos, memes y ‘vines’. Todo esto mientras ella no era consciente de todas esas evoluciones del cambio de siglo. Había llegado el momento del libro, una apuesta igual de insegura pero repleta de apoyo y dignidad.
Cualquier cosa negativa que podamos reprocharle a Cristina tiene siempre una explicación. Siempre hay una raíz a su problema. El rechazo, las carencias afectivas, la búsqueda incesante de un amor en el lugar más equivocado… ¡Y pese a todo, rara vez tenía un discurso victimista! Lo único que se imponía a sí misma era tener la autoestima muy alta, aunque fuese como coraza. Parecía que “no hay nadie mejor que yo” era su único mantra. No pude más que comprenderla. Y no había narcisismo: la belleza era su única arma en una batalla que no sabía cómo lidiar.
El cariño verdadero –que en ocasiones no lograba de sus parejas o su familia– lo encontraba en todos esos admiradores que le pedían una foto o coreaban su canción. Su autoestima volvía a subir cuando comprobaba que conquistaba por igual a las amas de casa que a los adolescentes. La Veneno traspasaba edades, sexo y clases sociales porque poseía algo capaz de fascinar a cualquiera: era un animal libre. Alguien verdaderamente espontáneo y que no tenía filtro. Al fin y al cabo, era la única que no necesitaba un guión en ‘Esta noche cruzamos el Mississippi’, junto a actores como Carlos Iglesias, Nuria González y Florentino Fernández. Su poder radicaba en la naturalidad con todas sus consecuencias y Pepe Navarro lo sabía. El magnetismo de La Veneno era implacable.
Podía pasar un año sin que nos viésemos, pero sus llamadas no cesaban. En ocasiones me pedía un consejo y otras veces me preguntaba cómo de largo debería dejarse el pelo. Al colgar siempre sabía que iba a desechar el consejo y quedarse interesada únicamente por el tema capilar. Otras ocasiones era ella la que se adelantaba a darme un consejo –quizás sin yo necesitarlo– pero era todo un honor que una mujer curtida en tantas batallas se atreviese a señalarme el camino. Nos deja un legado de frivolidad, libertad y valentía. No pretendía ser ejemplarizante ni estandarte de ninguna causa. Cristina, la Veneno, solo se representó a sí misma.
A principios del 2003, tiempo después de su etapa de gloria, se produjo mi primer acercamiento. Una buena amiga mía, esperando a su novio en el portal, vio como venía caminando por la acera una mujer imponente, descalza, con los tacones en la mano y los pechos fuera del vestido. Cristina se detuvo frente a mi amiga para pedirle fuego. Mi amiga no sólo le da lumbre sino que además le declara su cariño y admiración. Minutos después me llama para describirme esa situación propia de una viñeta de un cómic de Nazario. Que La Veneno parase por nuestra Valencia natal nos hacía tanta ilusión como si hubiesen venido en concierto ‘Siouxsie and the Banshees’.
Días después Cristina entraba en prisión, sin que pudiésemos volver a verla. Empezaba su destino de telenovela. No sería hasta el 2006 cuando se volvió a cruzar en nuestras vidas, en esa misma ciudad y en ese mismo barrio. Esos tres años a mí sólo me sirvieron para pasar del colegio a la Universidad, pero en cambio en ella habían hecho estragos. Habían alterando su físico y la habían vuelto más irascible, aunque su peculiar sentido del humor seguía intacto. ¿Cómo alguien tan maltratado por la vida podía ser capaz de bromear continuamente sobre ello? Quizás anclándose en los mejores años de su existencia, aferrada a lo que tuvo y logró. Ahí comienza La Veneno que yo conocí: descubrí dónde estaba la casa de Paqui, la amiga que hospedaba a la Veneno, me atreví a llamar y me abrieron la puerta. Lo que iba a ser una visita puntual para conocer a un ídolo se convirtió en una sucesión de meriendas. La Veneno siempre dejaba la despedida abierta a una próxima cita en la que seguir viéndonos.
Cristina narraba historias fascinantes, nada que ver con las que a veces contaba en televisión. Esos relatos eran como escenas de Almodóvar, de Fassbinder y un poco de John Waters. Marginación, transexualidad, prostitución, éxito repentino, fama, cárcel… Cualquier novela de Jackie Collins se queda corta. Al confesarle mi admiración por esas vivencias de un mundo que me resultaba tan lejano ella me propuso que escribiese sus memorias. Así comenzaron horas y horas de entrevistas de un proyecto que yo ya auguraba complicado y se aventuraba difícil.
Tras el rechazo de un par de editoriales, imagino que por miedo al personaje, ese manuscrito quedaba en un cajón. Tuvo que pasar una década más para que la nostalgia empapase aquellos vestidos suyos de los noventa e Internet alzase de nuevo a Cristina como reina viral de cientos de vídeos, memes y ‘vines’. Todo esto mientras ella no era consciente de todas esas evoluciones del cambio de siglo. Había llegado el momento del libro, una apuesta igual de insegura pero repleta de apoyo y dignidad.
Cualquier cosa negativa que podamos reprocharle a Cristina tiene siempre una explicación. Siempre hay una raíz a su problema. El rechazo, las carencias afectivas, la búsqueda incesante de un amor en el lugar más equivocado… ¡Y pese a todo, rara vez tenía un discurso victimista! Lo único que se imponía a sí misma era tener la autoestima muy alta, aunque fuese como coraza. Parecía que “no hay nadie mejor que yo” era su único mantra. No pude más que comprenderla. Y no había narcisismo: la belleza era su única arma en una batalla que no sabía cómo lidiar.
El cariño verdadero –que en ocasiones no lograba de sus parejas o su familia– lo encontraba en todos esos admiradores que le pedían una foto o coreaban su canción. Su autoestima volvía a subir cuando comprobaba que conquistaba por igual a las amas de casa que a los adolescentes. La Veneno traspasaba edades, sexo y clases sociales porque poseía algo capaz de fascinar a cualquiera: era un animal libre. Alguien verdaderamente espontáneo y que no tenía filtro. Al fin y al cabo, era la única que no necesitaba un guión en ‘Esta noche cruzamos el Mississippi’, junto a actores como Carlos Iglesias, Nuria González y Florentino Fernández. Su poder radicaba en la naturalidad con todas sus consecuencias y Pepe Navarro lo sabía. El magnetismo de La Veneno era implacable.
Podía pasar un año sin que nos viésemos, pero sus llamadas no cesaban. En ocasiones me pedía un consejo y otras veces me preguntaba cómo de largo debería dejarse el pelo. Al colgar siempre sabía que iba a desechar el consejo y quedarse interesada únicamente por el tema capilar. Otras ocasiones era ella la que se adelantaba a darme un consejo –quizás sin yo necesitarlo– pero era todo un honor que una mujer curtida en tantas batallas se atreviese a señalarme el camino. Nos deja un legado de frivolidad, libertad y valentía. No pretendía ser ejemplarizante ni estandarte de ninguna causa. Cristina, la Veneno, solo se representó a sí misma.
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