La argentina Selva Almada aborda la violencia machista sin demagogia en 'Chicas muertas'
Luisgé Martín | El País, 2015-08-03
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/07/30/babelia/1438265172_908531.html
El mismo título es ya una rotunda declaración de intenciones narrativas: seco, espartano, antipoético, casi voluntariamente “feísta”. Descripción notarial y directa: “Chicas muertas”. En su novela anterior, “Ladrilleros” (2013), Selva Almada ya mostraba esa propensión a la mirada de cirujano desapegado, de observador que procura apartar las emociones porque sabe que lo que está contando no necesita de acicalamientos ni de subjetividades.
Un apunte extraliterario: no es verdad que la literatura se deba sólo a sí misma. Se debe a la realidad, al mundo que retrata, a los conflictos con los que convive. Al dolor humano y al dolor histórico. Y en ese sentido, es imprescindible que la literatura del siglo XXI aborde más pródigamente el tema del machismo, uno de los asuntos medievales que perduran con una inquietante estabilidad en nuestras sociedades hipermodernas. “Chicas muertas” lo hace sin componendas y sin coartadas. Y sólo por eso bien vale una misa.
Pero “Chicas muertas”, además de útil, es literatura en estado de gracia. Selva Almada compone un libro breve, lleno de meandros, en el que no se deja vencer por ninguna de las tentaciones retóricas y demagógicas posibles.
Parte de tres historias reales, de tres casos no resueltos de muchachas asesinadas o desaparecidas muchos años atrás. Andrea, que fue hallada muerta en su cama, apuñalada. María Luisa, cuyo cadáver se encontró abandonado en el campo, con el rostro picoteado por los pájaros. Y Sarita, que desapareció sin que nunca se haya sabido luego si llegó a morir o tuvo otro destino. La autora, además, está presente en el interior del relato desde el primer instante: recuerda el eco que tuvo el crimen de Andrea cuando ella era sólo una niña, y se agarra a esos hilos de su propia biografía para arrastrar la historia.
Que nadie espere una crónica policial, aunque hay crónica policial. Que nadie espere un “thriller”, aunque hay misterio y suspense. El verdadero “noir” de “Chicas muertas” está en el corazón de las mujeres y de los hombres que las maltratan; y está, sobre todo, en el paisaje social de esa Argentina interior, rural y sórdida en la que la felicidad no parece ser una opción razonable para las mujeres: Almada dibuja personajes —las muertas y las que todavía viven— subyugados, encerrados en una vida opresiva sin ventilación. El destino tiene en “Chicas muertas” el aroma de la tragedia griega: inmutable, irreversible, fatal.
Almada quiere devolver la responsabilidad a quien le corresponde: “Lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo”. Es decir, la constatación de que es imposible construir la libertad en un espacio dominado por el machismo más feroz. O aún peor y más desolador: que es imposible, incluso, concebir qué cosa es la libertad. Visitar a un hombre que a cambio ofrece una ayuda económica —se nos cuenta en el libro— es una forma de prostitución normal y consentida en los pueblos del interior. Y el puesto en ocasiones se hereda: las hijas o las sobrinas que acompañan a la madre en sus visitas acaban reemplazándola cuando por edad ella ya ha perdido el atractivo. En ese contexto, el libre albedrío es sólo un concepto metafísico.
Selva Almada cuenta las historias de Andrea, María Luisa y Sarita, pero siguiendo su huella añade un sinnúmero de historias semejantes de otras mujeres asesinadas, maltratadas o humilladas en la misma rueda. Son fogonazos narrativos engarzados con un aparente desorden, pero que dejan bien sedimentada una idea capital: en ese universo, los casos de las tres chicas protagonistas no son excepciones exóticas, sino la norma social. Al final no recordamos bien la historia de ninguna de ellas porque lo que menos importa son sus historias particulares. El rompecabezas queda voluntariamente incompleto y voluntariamente enredado. Confundimos los episodios, los hechos y los rostros, que han sido barajados por Almada como los naipes de esa echadora de cartas, la Señora, que es empleada en el libro como brillante recurso narrativo. Todas las chicas son la misma chica.
La brutalidad no puede ser contada con ñoñería, con remilgos o con ocultamientos: tiene que ser contada con brutalidad. Selva Almada quiere herir al lector, y lo hace sin exuberancias ni efectismos. El encarnizamiento en realidad no lo pone ella. Está en las vidas que nos muestra.
En “Chicas muertas” se recoge un recuerdo familiar de la autora que tal vez sirva para dar sustento a la filosofía del libro. Sus padres, que se casaron muy jóvenes, tuvieron un día una discusión banal, de chiquillos. La disputa subió de tono y el padre levantó la mano en el gesto de golpear a su esposa. La madre cogió entonces un tenedor que había en la mesa y se lo clavó en el brazo. En el resto de su vida matrimonial, él nunca más repitió un ademán violento.
Un apunte extraliterario: no es verdad que la literatura se deba sólo a sí misma. Se debe a la realidad, al mundo que retrata, a los conflictos con los que convive. Al dolor humano y al dolor histórico. Y en ese sentido, es imprescindible que la literatura del siglo XXI aborde más pródigamente el tema del machismo, uno de los asuntos medievales que perduran con una inquietante estabilidad en nuestras sociedades hipermodernas. “Chicas muertas” lo hace sin componendas y sin coartadas. Y sólo por eso bien vale una misa.
Pero “Chicas muertas”, además de útil, es literatura en estado de gracia. Selva Almada compone un libro breve, lleno de meandros, en el que no se deja vencer por ninguna de las tentaciones retóricas y demagógicas posibles.
Parte de tres historias reales, de tres casos no resueltos de muchachas asesinadas o desaparecidas muchos años atrás. Andrea, que fue hallada muerta en su cama, apuñalada. María Luisa, cuyo cadáver se encontró abandonado en el campo, con el rostro picoteado por los pájaros. Y Sarita, que desapareció sin que nunca se haya sabido luego si llegó a morir o tuvo otro destino. La autora, además, está presente en el interior del relato desde el primer instante: recuerda el eco que tuvo el crimen de Andrea cuando ella era sólo una niña, y se agarra a esos hilos de su propia biografía para arrastrar la historia.
Que nadie espere una crónica policial, aunque hay crónica policial. Que nadie espere un “thriller”, aunque hay misterio y suspense. El verdadero “noir” de “Chicas muertas” está en el corazón de las mujeres y de los hombres que las maltratan; y está, sobre todo, en el paisaje social de esa Argentina interior, rural y sórdida en la que la felicidad no parece ser una opción razonable para las mujeres: Almada dibuja personajes —las muertas y las que todavía viven— subyugados, encerrados en una vida opresiva sin ventilación. El destino tiene en “Chicas muertas” el aroma de la tragedia griega: inmutable, irreversible, fatal.
Almada quiere devolver la responsabilidad a quien le corresponde: “Lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo”. Es decir, la constatación de que es imposible construir la libertad en un espacio dominado por el machismo más feroz. O aún peor y más desolador: que es imposible, incluso, concebir qué cosa es la libertad. Visitar a un hombre que a cambio ofrece una ayuda económica —se nos cuenta en el libro— es una forma de prostitución normal y consentida en los pueblos del interior. Y el puesto en ocasiones se hereda: las hijas o las sobrinas que acompañan a la madre en sus visitas acaban reemplazándola cuando por edad ella ya ha perdido el atractivo. En ese contexto, el libre albedrío es sólo un concepto metafísico.
Selva Almada cuenta las historias de Andrea, María Luisa y Sarita, pero siguiendo su huella añade un sinnúmero de historias semejantes de otras mujeres asesinadas, maltratadas o humilladas en la misma rueda. Son fogonazos narrativos engarzados con un aparente desorden, pero que dejan bien sedimentada una idea capital: en ese universo, los casos de las tres chicas protagonistas no son excepciones exóticas, sino la norma social. Al final no recordamos bien la historia de ninguna de ellas porque lo que menos importa son sus historias particulares. El rompecabezas queda voluntariamente incompleto y voluntariamente enredado. Confundimos los episodios, los hechos y los rostros, que han sido barajados por Almada como los naipes de esa echadora de cartas, la Señora, que es empleada en el libro como brillante recurso narrativo. Todas las chicas son la misma chica.
La brutalidad no puede ser contada con ñoñería, con remilgos o con ocultamientos: tiene que ser contada con brutalidad. Selva Almada quiere herir al lector, y lo hace sin exuberancias ni efectismos. El encarnizamiento en realidad no lo pone ella. Está en las vidas que nos muestra.
En “Chicas muertas” se recoge un recuerdo familiar de la autora que tal vez sirva para dar sustento a la filosofía del libro. Sus padres, que se casaron muy jóvenes, tuvieron un día una discusión banal, de chiquillos. La disputa subió de tono y el padre levantó la mano en el gesto de golpear a su esposa. La madre cogió entonces un tenedor que había en la mesa y se lo clavó en el brazo. En el resto de su vida matrimonial, él nunca más repitió un ademán violento.
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