Imagen: Pikara |
Con motivo del Día Internacional de Lucha contra el Sida, publicamos un fragmento de la última novela de nuestro colaborador José Luis Serrano, 'Sebastián en la laguna' (Egales, 2014).
José Luis Serrano | Pikara Magazine, 2016-12-01
http://www.pikaramagazine.com/2016/12/sebastian-en-la-laguna/
Es que el mundo es muy cruel, eso me dijo una mañana doña Juana, la socialista, muy cruel porque ¿qué han hecho estos pobres además de sufrir? Sufren porque vienen al mundo en una familia que no los entiende si es que no los odia. Aparecen, de repente, en un mundo extraño, como si un cuervo nace en un nido de palomas. No entienden nada porque lo que ellos sienten, en lo más profundo de su ser, es lo más despreciado por el resto, lo peor. Lo que les hace ser ellos mismos, antes que cualquier otra cosa, antes de saberse otra cosa, es un delito, es un pecado, es una enfermedad. Aun así, sobreviven a la infancia y llegan al colegio pensando que por fin respiran, que abandonan el océano y les han salido unas piernas y los pulmones se ensanchan con el aire puro y fresco, hasta que se dan cuenta (enseguida, quizá en las primeras horas) de que allí todo es mucho más cruel. Porque allí lo que querrían es matarlos. Aun así, después de muchos años, algunos culebrean en ese ambiente, los más listos, los más pragmáticos. Otros se enfrentan y salen airosos y se convierten en personas firmes y valientes. Otros (muchos, pero eso nunca se sabe porque nunca se dice) no lo soportan y se cuelgan de un árbol una tarde, ya casi a final de curso, o en Navidad. O se toman un bote de pastillas, o se cortan las venas torpemente. Los que salen se encuentran con el mundo real. Alguno incluso conocerá el amor, pero ese amor hasta hace poco era un amor oculto, desgraciado la mayoría de las veces, mirando siempre hacia ambos lados, y el amor, que ya de por sí es frágil cuando no hay ni visos de problemas, puede que se convierta en una pesadilla. Aun así, hay algunos que aman, o que aman a uno cada tarde, ¡qué más da! (Si me oyeran los del pueblo, y eso que yo solo he amado a uno, pero la verdad no importa, la verdad nunca importa, al menos en esta vida), y llegan a ser hasta felices. Puede que para ello hayan tenido que abandonar su casa, a sus amigos y a su familia, marcharse a una ciudad en la que no conocen a nadie a trabajar en puestos que no les corresponden porque han dejado pasar oportunidades (nada heredan, de nada se aprovechan). Aun así, irán de vez en cuando a sus casas por Navidad, y asistirán silenciosos a los comentarios que sus padres, hermanos y abuelos harán delante de la tele con los bailarines del programa de Nochevieja, prefiero un hijo muerto que un hijo maricón, y, aun así, los besarán en la cara tras las uvas y quién sabe si no acabarán acompañándolos al baño antes de dormir, quitándoles la ropa y ayudándoles a meterse en la cama. Pero la historia sigue, esto es como lo de las tortuguitas esas que corren desde un agujero en la playa hasta el mar, de esas tortuguitas me acuerdo siempre, a esas tortuguitas me recuerdan. Tadeo, por ejemplo, que ha llegado ansioso al mar y se ha ahogado en él. Triste destino, tristísimo destino porque el mundo es muy cruel. Porque eso es lo que te quiero contar, a eso es a lo que yo iba: si no había suficiente, si las hogueras no fueron suficientes, las torturas no fueron suficientes, los campos de concentración, los campos de trabajo o de reeducación no fueron suficientes, los insultos, los electroshock, los suicidios, las vidas destruidas, los matrimonios falsos, los hijos no queridos, las esposas y esposos postizos (destrozados también), entonces, cuando algunas tortuguitas, las más fuertes, las más listas, las más desvergonzadas, las más afortunadas, las elegidas, llegan al mar, cuando no llevan allí ni cinco minutos, entonces viene un tiburón y se las come. Porque no llevaban ni ¿diez años, quince años? bailando despreocupadamente felices por fin, lejos de sus casas y de sus amigos y de sus familias, pero libres al fin y entonces llega esto. Y sus cuerpos jóvenes, sus pálidas pieles, sus cabellos rubios, o morenos, rizados, sus músculos… todo desaparece, pero no de repente, no de golpe, no sin tiempo a pensar qué está pasando, sino despacio, delante de todos, pudriéndose porque sí, con el paladar sanguinolento, manchas rojas en la piel, oliendo a muerte (ellos, que tan bien olían siempre), con dolores en las articulaciones (ellos, que bailaban como nadie), con ausencias constantes (ellos, siempre brillantes en la respuesta, ágiles, espectacularmente ágiles), solos y abandonados, cogidos de la mano de alguna monja desconocida porque nadie les quiere ni tocar (ellos, que iban siempre rodeados de gente), haciéndose de todo encima (ellos que meaban sin salpicar porque les daba vergüenza), muriéndose a los treinta años (ellos, que habían sobrevivido a todo, que habían tenido las cuchillas tan cerca de la piel tantas veces, los botes de pastillas, la soga)… ¿un castigo de Dios a su vida depravada? ¡Pero si alguno de ellos no ha disfrutado ni de tres días de felicidad a lo largo de su vida, ni de tres días!
No sé por qué te cuento todo esto, eso decía Doña Juana la socialista, pero a alguien se lo tengo que contar. Mi pobre marido decía que alguien los iba a matar algún día, otra vez, como ya lo habían intentado tantas veces a lo largo de la historia. Pero es imposible acabar con ellos, es imposible exterminarlos porque son nuestros hijos, salen de nosotros, para acabar con ellos habría que acabar con nosotros. Lo que sí pueden hacer es amargarles la vida, eso quieren, pero ellos son listos, no todos, culebrean, se buscan la vida, y hasta son felices alguna noche en una discoteca de otro continente mientras un hombre los abraza y les besa el cuello, un hombre al que no entienden porque habla otro idioma, un hombre al que no volverán a ver, y se van con él a un callejón y hacen lo mismo que nosotros hacemos bajo bendición divina, lo mismito, y a los pocos días tienen fiebre, y en pocos meses diarrea, y adelgazan, y manchas en la piel, y vienen los herpes, la encefalitis, los tumores, la tuberculosis, lo que sea porque esa puta enfermedad (perdona, cariño, haz como si no me hubieras oído) lo que hace es exponerlos a todas las demás, a todas. Tan horrible es. Como si les quitáramos la piel y los colgáramos al sol. Expuestos, indefensos. Sin defensas, se quedan sin defensas. Hasta en la guerra se le permite al enemigo defenderse, nadie mata nunca a nadie indefenso (bueno, eso no es verdad, pero debería serlo), y ellos, pobres, así se quedan, solos, como siempre, e indefensos. Y una tarde se ven en una habitación de hospital, quizá lejos de sus casas (no Tadeo, en eso ha tenido suerte, porque su madre y la tuya son muy buenas, son buenas mujeres), y entra alguien a verlos, un desconocido, una monja (sí, una monja, a las que tantas veces se critica) les ha cogido la mano sin pensar en los peligros. Y se han agarrado a esa última mano, esa mano que quizá les hizo tremendamente infelices en su infancia cuando les habló de pecado, de infierno, de ignominias contra natura, pero seguramente no era la misma mano, seguro que esa mano que los agarra en el último momento los habría querido también de niños, hasta el infinito, no podemos juzgar a todos a la vez, es difícil, ya es difícil juzgar solo a una persona porque todos cambiamos en el tiempo, así que esa tarde se agarran a la mano de una monja que lleva un hábito blanco con una raya azul, un hábito feo y áspero, y ven el sol difuminado por la contaminación hundiéndose en el Hudson, o en el Sena, o en el Támesis, y oyen el murmullo de la monja que reza, y se retuercen con un espantoso dolor de estómago, o de espalda, y tienen los labios agrietados, y ven en el armario la camiseta blanca que llevaban en la discoteca ese último día en el que se tuvieron que volver a casa pronto porque se encontraban mal, febriles, sudorosos, con escalofríos…
Y ahora le pasa a Tadeo, aquí mismo, al lado. Nadie dice lo que es, pero todos leemos los periódicos, y lo que parece lejano (Estados Unidos, homosexuales, saunas, poppers), aquí lo vemos cercano porque Tadeo ha estado allí. Pero él sí ha sido feliz, por su madre supongo, por sus hermanos. Me consta, un día me habló de ello porque yo también le di clases como a ti, me habló de ello a la vuelta de su primer viaje, me dijo gracias, eso me dijo Tadeo, gracias, gracias por cosas que usted me dijo y de las que probablemente no era consciente, no sabía el bien que me estaba haciendo (pero yo sí lo sabía, como lo sé ahora). Allí soy feliz, aquí también lo sería, pero no puedo volver atrás, no ahora. Ahora tengo a alguien allí que es todo. Y ahora viene, y no sé (porque no habla) si su todo se quedó allí, si ya murió allí, si está allí mucho más solo que Tadeo, ni me imagino cómo fue la despedida, ese momento en el que uno entra en el hospital sabiendo que ya no saldrá porque ya lo han visto, ya han visto lo que ha pasado con otros amigos, y el otro coge un vuelo a Madrid sin decir nada a nadie por miedo a que no le dejen embarcar y en mitad del trayecto, en mitad del Atlántico, sufre un desmayo en el avión y cuando llega a Barajas ya está la ambulancia preparada. Y casi todo el mundo sabe lo que le pasa porque ya ha habido casos diagnosticados en España.
Todo eso me lo dijo ella, pero a lo mejor no me dijo exactamente eso y yo lo he aumentado con lo que he sabido después, por mi propia experiencia, por el efecto que produjo en mí la primera vez que supe de la muerte de un amigo en el hospital mientras su novio le lanzaba besos desde la calle porque no le dejaron entrar. Besos que quedaban sin respuesta porque las ventanas no dejaban ver el interior y así quedó, en la calle, lanzando besos y besos hasta horas después del fallecimiento, hasta que alguien se lo dijo y se lo llevó a casa.
No sé por qué te cuento todo esto, eso decía Doña Juana la socialista, pero a alguien se lo tengo que contar. Mi pobre marido decía que alguien los iba a matar algún día, otra vez, como ya lo habían intentado tantas veces a lo largo de la historia. Pero es imposible acabar con ellos, es imposible exterminarlos porque son nuestros hijos, salen de nosotros, para acabar con ellos habría que acabar con nosotros. Lo que sí pueden hacer es amargarles la vida, eso quieren, pero ellos son listos, no todos, culebrean, se buscan la vida, y hasta son felices alguna noche en una discoteca de otro continente mientras un hombre los abraza y les besa el cuello, un hombre al que no entienden porque habla otro idioma, un hombre al que no volverán a ver, y se van con él a un callejón y hacen lo mismo que nosotros hacemos bajo bendición divina, lo mismito, y a los pocos días tienen fiebre, y en pocos meses diarrea, y adelgazan, y manchas en la piel, y vienen los herpes, la encefalitis, los tumores, la tuberculosis, lo que sea porque esa puta enfermedad (perdona, cariño, haz como si no me hubieras oído) lo que hace es exponerlos a todas las demás, a todas. Tan horrible es. Como si les quitáramos la piel y los colgáramos al sol. Expuestos, indefensos. Sin defensas, se quedan sin defensas. Hasta en la guerra se le permite al enemigo defenderse, nadie mata nunca a nadie indefenso (bueno, eso no es verdad, pero debería serlo), y ellos, pobres, así se quedan, solos, como siempre, e indefensos. Y una tarde se ven en una habitación de hospital, quizá lejos de sus casas (no Tadeo, en eso ha tenido suerte, porque su madre y la tuya son muy buenas, son buenas mujeres), y entra alguien a verlos, un desconocido, una monja (sí, una monja, a las que tantas veces se critica) les ha cogido la mano sin pensar en los peligros. Y se han agarrado a esa última mano, esa mano que quizá les hizo tremendamente infelices en su infancia cuando les habló de pecado, de infierno, de ignominias contra natura, pero seguramente no era la misma mano, seguro que esa mano que los agarra en el último momento los habría querido también de niños, hasta el infinito, no podemos juzgar a todos a la vez, es difícil, ya es difícil juzgar solo a una persona porque todos cambiamos en el tiempo, así que esa tarde se agarran a la mano de una monja que lleva un hábito blanco con una raya azul, un hábito feo y áspero, y ven el sol difuminado por la contaminación hundiéndose en el Hudson, o en el Sena, o en el Támesis, y oyen el murmullo de la monja que reza, y se retuercen con un espantoso dolor de estómago, o de espalda, y tienen los labios agrietados, y ven en el armario la camiseta blanca que llevaban en la discoteca ese último día en el que se tuvieron que volver a casa pronto porque se encontraban mal, febriles, sudorosos, con escalofríos…
Y ahora le pasa a Tadeo, aquí mismo, al lado. Nadie dice lo que es, pero todos leemos los periódicos, y lo que parece lejano (Estados Unidos, homosexuales, saunas, poppers), aquí lo vemos cercano porque Tadeo ha estado allí. Pero él sí ha sido feliz, por su madre supongo, por sus hermanos. Me consta, un día me habló de ello porque yo también le di clases como a ti, me habló de ello a la vuelta de su primer viaje, me dijo gracias, eso me dijo Tadeo, gracias, gracias por cosas que usted me dijo y de las que probablemente no era consciente, no sabía el bien que me estaba haciendo (pero yo sí lo sabía, como lo sé ahora). Allí soy feliz, aquí también lo sería, pero no puedo volver atrás, no ahora. Ahora tengo a alguien allí que es todo. Y ahora viene, y no sé (porque no habla) si su todo se quedó allí, si ya murió allí, si está allí mucho más solo que Tadeo, ni me imagino cómo fue la despedida, ese momento en el que uno entra en el hospital sabiendo que ya no saldrá porque ya lo han visto, ya han visto lo que ha pasado con otros amigos, y el otro coge un vuelo a Madrid sin decir nada a nadie por miedo a que no le dejen embarcar y en mitad del trayecto, en mitad del Atlántico, sufre un desmayo en el avión y cuando llega a Barajas ya está la ambulancia preparada. Y casi todo el mundo sabe lo que le pasa porque ya ha habido casos diagnosticados en España.
Todo eso me lo dijo ella, pero a lo mejor no me dijo exactamente eso y yo lo he aumentado con lo que he sabido después, por mi propia experiencia, por el efecto que produjo en mí la primera vez que supe de la muerte de un amigo en el hospital mientras su novio le lanzaba besos desde la calle porque no le dejaron entrar. Besos que quedaban sin respuesta porque las ventanas no dejaban ver el interior y así quedó, en la calle, lanzando besos y besos hasta horas después del fallecimiento, hasta que alguien se lo dijo y se lo llevó a casa.
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