Imagen: El País / Laura, madre de C. |
Una madre explica el tránsito de su hija transexual de 11 años y los retos que afronta el colectivo.
Barbara Ayuso | El País, 2016-10-15
http://politica.elpais.com/politica/2016/09/30/actualidad/1475238828_164323.html
Cuando Laura barajó las alternativas para cambiar de colegio a su hija, no era suficiente con tener en cuenta las variables habituales de cercanía, plan de estudios o actividades extraescolares. Había algo más importante que condicionaba su libertad para elegir. "Tenía que estar segura de que la iban a tratar bien. De si se iba a respetar que su nombre es distinto del que dice en el libro de familia y que su sexo no es el que dice el DNI. Tenía que tener garantías de que la iban a llamar por su nombre, el que había elegido", explica. Su hija, C., es transexual, y por entonces tenía 8 años y venía de una experiencia agridulce en su anterior centro.
Allí sus compañeros lo aceptaron con naturalidad, y no sufrió situaciones de rechazo ni acoso, como refieren otras experiencias de niños y niñas transexuales. Para sus iguales no hubo shock alguno en que C. pasase de vestir el uniforme establecido para los niños a llevar falda al día siguiente. A usar el lavabo y el vestuario de chicas. A que pidiese que se dirigieran a ella con el nombre que había escogido, y que cuadraba con el sexo que siente como propio. "De hecho, como es un poco la líder de la pandilla, fue ella la que se encargó de ir por el patio comunicándolo días antes de que yo hablara con el centro", recuerda Laura.
Lidiar con eso fue más desesperanzador. "Con la excusa de proteger nuestra intimidad escurrieron el bulto", cuenta. Le comunicó a la dirección que su hija iba a iniciar el tránsito del sexo que le habían asignado al nacer hacia el sexo con el que se identificaba, y "aparentemente" reaccionaron bien. La madre colaboraba activamente en diferentes actividades escolares y confió en su disposición. Pero la tutora de la niña se negaba a llamarla por el nombre elegido – "además, con cierta prepotencia"– y el colegio no llevó a cabo la labor de comunicación con los escolares, de prevención, formación o información que habían garantizado. "Gracias a que tenía su hermano mayor como pantalla, un grupo de amigas muy fuerte y a que ella estaba muy empoderada con solo 8 años, la cosa fue bien. Pero el apoyo del centro, por parte de los adultos, fue decepcionante", valora.
Tránsito: "Ojalá pudiera ser una niña"
Esa sensación de desasistencia y desinformación que vivieron en el primer centro escolar ha sido frecuente desde que empezaron el proceso. En él, la menor siempre ha sido la encargada de marcar el ritmo. "Desde siempre dio señales de que no era lo que socialmente se esperaba de un niño. Los colores con los que pintaba, la ropa, su entorno...", recuerda. Nunca educó a sus hijos con roles marcados, así que el rosa era solo un color y las muñecas un juguete más. No la presionó para que modificara sus gustos. "Pero empecé a entender que ocurría algo más, sin saber lo que era. Lo relacioné con la homosexualidad porque era la única referencia que tenía a mano", cuenta. Pero no.
Con apenas cinco años, la pequeña ya hacía proyecciones de sí misma en el futuro hablando en femenino: "Cuando yo sea mayor y me tenga que depilar para ponerme el bikini, ¿me vas a dejar la máquina?", le preguntaba. Empezó a tomar conciencia de que el sexo asignado a su hija estaba equivocado, pero fue prudente y no quiso condicionarla: "No quería ponerle esas palabras en su boca, ni inducirla de ningún modo. Así que respeté sus plazos y no lo hablamos abiertamente hasta después, cuando estuvo preparada". Dejó que hiciera sus elecciones con libertad, tratando de amortiguar la presión social externa.
Paralelamente, comenzó a informarse sobre la transexualidad en la infancia, pero tropezó con el vacío y la tragedia. No encontró información en nuestro país, y los casos que llegaban en EE UU estaban en su mayoría relacionados con los aspectos más agrios, como el acoso o la incomprensión. "Pensaba que era la única a la que le pasaba esto en España", recuerda. Entró en contacto con otras familias en una circunstancia similar, y tiempo después ambas entrarían a formar parte de Chrysallis, la asociación que agrupa a familias con menores transexuales, que hoy lleva acompañados a más de 400 casos en nuestro país.
Las cosas también empezaron a cambiar con C. Al cumplir los 7 años, sus expresiones externas empezaron a entrar en conflicto. "Empezó a esconderse y a pasarlo mal. Le gustaba tal o cual ropa, pero no se atrevía a ponérsela para salir a la calle. Se limitaba y sufría. Y a la vez, intensificó la expresión de su aspecto en casa, como una explosión. Cuando llegaba se disfrazaba con pelucas, pañuelos, bolsos, mucha purpurina...", explica. Además, tuvo un incidente de insultos en un parque y algunos compañeros más mayores sí cayeron en las burlas. Laura vio el momento oportuno para mantener la conversación. Su hija fue tajante: "Ojalá fuera una niña", le dijo. La madre contestó que si así lo quería, así sería. "¿Cómo?", le preguntó C. "Ni idea, pero lo descubriremos juntas".
Pasaron por consultas de psicólogo, por pediatras, por la Unidad de Transtornos de la Identidad de Género (UTIG, hoy rebautizada como solo UIG) y con expertos de toda clase. La respuesta era la misma: hasta los 18, nada. "Aunque estuvieran familiarizados con el tema, me decían que con el sistema legal de entonces, hasta la mayoría de edad no se podía hacer nada, imagino que con una idea mental vinculada a las cirugías", explica. Pero para ellas esa nunca fue la cuestión prioritaria: simplemente buscaban que a su hija se la reconociera con el sexo que ella se identificaba, procesos médicos al margen. "¿Cómo le digo a mi hija que entiendo que es una niña, que eso no es nada malo, pero que va a tener que fingir durante 11 años más?", se decía. Incluso algunos especialistas trataron de disuadirla de que empezase el proceso de transición, porque provocaría risas en sus compañeros. Recuerda aquella etapa como la peor, por la incertidumbre y la insistencia de algunos especialistas médicos a que pasara por el aro de la patologización. Su hija fue quien decidió que se lo tomarían con calma, y que de momento "sería un niño informándome de cómo ser niña". Laura respetó el ritmo, y adaptó su lenguaje para referirse a ella en género neutro, hasta que la propia C. tomase la decisión de visibilizarse cómo lo que sentía.
Fue en febrero. C. escogió la fecha. Compraron la falda del uniforme, aunque ese no fue el símbolo de su transformación externa. "Ella tenía un pensamiento super mágico, de que le iban a poner el cerebro dentro del cuerpo de una niña. ¿Y qué era el cuerpo de niña para ella? Uno en el que el pelo le creciera para abajo. No lo vinculaba con los genitales. Ella sabía que a los niños les crecía el pelo para arriba, de pincho, y a las niñas para abajo, con melena", recuerda. Así que C. no se sintió físicamente una niña cuando modificó su atuendo, sino cuando pudo, al fin, peinarse la melena. Hacia abajo.
El DNI: un sucedáneo de éxito
En contra de lo que pudiera parecer, conseguir que en el DNI de C. no figurara su nombre masculino ("nombre muerto", lo llaman) no fue un éxito, ni una conquista. Supo más a sucedáneo. Porque su hija escogió un nombre femenino, pero eso no era posible. "En aquel momento, los únicos cambios de nombre que habíamos conseguido eran a nombres unisex", cuenta Saida García, presidenta de Chrysallis en Madrid. Explica que el procedimiento habitual para lograr el cambio –que tiene que autorizar un juez– no está contemplado para menores transexuales, sino que es un vericueto legal. "Hemos rebuscado en las grietas del sistema para hacerlo. Cuando te aceptan cambiar el nombre en el Registro, el argumento es un cambio de nombre por uso habitual, no porque haya una discordancia con el sexo", precisa García.
Así que a C. y Laura no les quedó más remedio que buscar una fórmula neutra, similar a los deseos de la niña pero no exacto. Durante un año y medio reunieron la documentación que probara que ese era el nombre con el que se referían a ella en todos sus entornos (médico, escolar, familiar, de la escuela de danza y hasta el carné de la biblioteca) y añadieron también todos los autos de los otros menores a los que se lo habían concedido a escala estatal; a modo de jurisprudencia. Lo consiguieron. "El problema real es que hay una ley de 1958 que ya debería estar derogada, que marca que el nombre no puede entrar el conflicto con el sexo de la persona, y que no puede causarle perjuicio", apunta Saida. Laura se pregunta si, teniendo un aspecto femenino y sabiéndose niña, no es precisamente un perjuicio para ella tener un nombre que no encaja. "El documento lo que tiene que reflejar es la realidad, no una ficción. Y mi hija es una niña", recalca, ahondando en la infinidad de situaciones en las que tener un nombre unisex, un género registral distinto al sentido, complica la vida de C. y otros tantos menores: aviones, comisarías, carnés...
El fondo del conflicto es el cambio de sexo en el registro. Y el enemigo tiene nombre propio: el artículo 1 de la ley 3/2007, que regula la rectificación en el Registro Civil del sexo y el nombre, y que se exige la mayoría de edad para solicitar el cambio. Actualmente, el propio Tribunal Supremo cuestiona la constitucionalidad de esta ley, en consonancia con las demandas de los padres de hijos transexuales. "Por eso el día que nos concedieron el cambio en el DNI no fue una gran celebración. Fue una conquista temporal, porque la total no se producirá hasta que en ese documento, en todas sus partes, se reconozca la identidad de mi hija", dice Laura.
En su nuevo colegio, ninguno de sus compañeros saben que C. es transexual. Así lo escogió ella, que hoy tiene 11 años. "Decidió darse la oportunidad de que la conocieran sin tener que dar explicaciones. Ha decidido vivir tranquila y que se entere la gente que se tiene que enterar, igual que de otras partes íntimas de su vida", dice su madre. En el centro están al tanto, y su respuesta ha sido más que favorable, a pesar de que, como en el anterior, era el primer caso que enfrentaban. C. es una niña feliz, que elegirá cuándo decírselo a sus amigas, y cuándo, si es que así lo decide, utilizará bloqueadores hormonales para evitar desarrollarse de un modo no deseado. Podrá escoger, pero seguirá sin ser dueña de su identidad. Porque, a ojos de la administración, su nombre unisex y la casilla de "sexo", no la reflejarán hasta los 18 años. "Ella está convencida de que conseguirá cambiarlo antes", concluye.
Allí sus compañeros lo aceptaron con naturalidad, y no sufrió situaciones de rechazo ni acoso, como refieren otras experiencias de niños y niñas transexuales. Para sus iguales no hubo shock alguno en que C. pasase de vestir el uniforme establecido para los niños a llevar falda al día siguiente. A usar el lavabo y el vestuario de chicas. A que pidiese que se dirigieran a ella con el nombre que había escogido, y que cuadraba con el sexo que siente como propio. "De hecho, como es un poco la líder de la pandilla, fue ella la que se encargó de ir por el patio comunicándolo días antes de que yo hablara con el centro", recuerda Laura.
Lidiar con eso fue más desesperanzador. "Con la excusa de proteger nuestra intimidad escurrieron el bulto", cuenta. Le comunicó a la dirección que su hija iba a iniciar el tránsito del sexo que le habían asignado al nacer hacia el sexo con el que se identificaba, y "aparentemente" reaccionaron bien. La madre colaboraba activamente en diferentes actividades escolares y confió en su disposición. Pero la tutora de la niña se negaba a llamarla por el nombre elegido – "además, con cierta prepotencia"– y el colegio no llevó a cabo la labor de comunicación con los escolares, de prevención, formación o información que habían garantizado. "Gracias a que tenía su hermano mayor como pantalla, un grupo de amigas muy fuerte y a que ella estaba muy empoderada con solo 8 años, la cosa fue bien. Pero el apoyo del centro, por parte de los adultos, fue decepcionante", valora.
Tránsito: "Ojalá pudiera ser una niña"
Esa sensación de desasistencia y desinformación que vivieron en el primer centro escolar ha sido frecuente desde que empezaron el proceso. En él, la menor siempre ha sido la encargada de marcar el ritmo. "Desde siempre dio señales de que no era lo que socialmente se esperaba de un niño. Los colores con los que pintaba, la ropa, su entorno...", recuerda. Nunca educó a sus hijos con roles marcados, así que el rosa era solo un color y las muñecas un juguete más. No la presionó para que modificara sus gustos. "Pero empecé a entender que ocurría algo más, sin saber lo que era. Lo relacioné con la homosexualidad porque era la única referencia que tenía a mano", cuenta. Pero no.
Con apenas cinco años, la pequeña ya hacía proyecciones de sí misma en el futuro hablando en femenino: "Cuando yo sea mayor y me tenga que depilar para ponerme el bikini, ¿me vas a dejar la máquina?", le preguntaba. Empezó a tomar conciencia de que el sexo asignado a su hija estaba equivocado, pero fue prudente y no quiso condicionarla: "No quería ponerle esas palabras en su boca, ni inducirla de ningún modo. Así que respeté sus plazos y no lo hablamos abiertamente hasta después, cuando estuvo preparada". Dejó que hiciera sus elecciones con libertad, tratando de amortiguar la presión social externa.
Paralelamente, comenzó a informarse sobre la transexualidad en la infancia, pero tropezó con el vacío y la tragedia. No encontró información en nuestro país, y los casos que llegaban en EE UU estaban en su mayoría relacionados con los aspectos más agrios, como el acoso o la incomprensión. "Pensaba que era la única a la que le pasaba esto en España", recuerda. Entró en contacto con otras familias en una circunstancia similar, y tiempo después ambas entrarían a formar parte de Chrysallis, la asociación que agrupa a familias con menores transexuales, que hoy lleva acompañados a más de 400 casos en nuestro país.
Las cosas también empezaron a cambiar con C. Al cumplir los 7 años, sus expresiones externas empezaron a entrar en conflicto. "Empezó a esconderse y a pasarlo mal. Le gustaba tal o cual ropa, pero no se atrevía a ponérsela para salir a la calle. Se limitaba y sufría. Y a la vez, intensificó la expresión de su aspecto en casa, como una explosión. Cuando llegaba se disfrazaba con pelucas, pañuelos, bolsos, mucha purpurina...", explica. Además, tuvo un incidente de insultos en un parque y algunos compañeros más mayores sí cayeron en las burlas. Laura vio el momento oportuno para mantener la conversación. Su hija fue tajante: "Ojalá fuera una niña", le dijo. La madre contestó que si así lo quería, así sería. "¿Cómo?", le preguntó C. "Ni idea, pero lo descubriremos juntas".
Pasaron por consultas de psicólogo, por pediatras, por la Unidad de Transtornos de la Identidad de Género (UTIG, hoy rebautizada como solo UIG) y con expertos de toda clase. La respuesta era la misma: hasta los 18, nada. "Aunque estuvieran familiarizados con el tema, me decían que con el sistema legal de entonces, hasta la mayoría de edad no se podía hacer nada, imagino que con una idea mental vinculada a las cirugías", explica. Pero para ellas esa nunca fue la cuestión prioritaria: simplemente buscaban que a su hija se la reconociera con el sexo que ella se identificaba, procesos médicos al margen. "¿Cómo le digo a mi hija que entiendo que es una niña, que eso no es nada malo, pero que va a tener que fingir durante 11 años más?", se decía. Incluso algunos especialistas trataron de disuadirla de que empezase el proceso de transición, porque provocaría risas en sus compañeros. Recuerda aquella etapa como la peor, por la incertidumbre y la insistencia de algunos especialistas médicos a que pasara por el aro de la patologización. Su hija fue quien decidió que se lo tomarían con calma, y que de momento "sería un niño informándome de cómo ser niña". Laura respetó el ritmo, y adaptó su lenguaje para referirse a ella en género neutro, hasta que la propia C. tomase la decisión de visibilizarse cómo lo que sentía.
Fue en febrero. C. escogió la fecha. Compraron la falda del uniforme, aunque ese no fue el símbolo de su transformación externa. "Ella tenía un pensamiento super mágico, de que le iban a poner el cerebro dentro del cuerpo de una niña. ¿Y qué era el cuerpo de niña para ella? Uno en el que el pelo le creciera para abajo. No lo vinculaba con los genitales. Ella sabía que a los niños les crecía el pelo para arriba, de pincho, y a las niñas para abajo, con melena", recuerda. Así que C. no se sintió físicamente una niña cuando modificó su atuendo, sino cuando pudo, al fin, peinarse la melena. Hacia abajo.
El DNI: un sucedáneo de éxito
En contra de lo que pudiera parecer, conseguir que en el DNI de C. no figurara su nombre masculino ("nombre muerto", lo llaman) no fue un éxito, ni una conquista. Supo más a sucedáneo. Porque su hija escogió un nombre femenino, pero eso no era posible. "En aquel momento, los únicos cambios de nombre que habíamos conseguido eran a nombres unisex", cuenta Saida García, presidenta de Chrysallis en Madrid. Explica que el procedimiento habitual para lograr el cambio –que tiene que autorizar un juez– no está contemplado para menores transexuales, sino que es un vericueto legal. "Hemos rebuscado en las grietas del sistema para hacerlo. Cuando te aceptan cambiar el nombre en el Registro, el argumento es un cambio de nombre por uso habitual, no porque haya una discordancia con el sexo", precisa García.
Así que a C. y Laura no les quedó más remedio que buscar una fórmula neutra, similar a los deseos de la niña pero no exacto. Durante un año y medio reunieron la documentación que probara que ese era el nombre con el que se referían a ella en todos sus entornos (médico, escolar, familiar, de la escuela de danza y hasta el carné de la biblioteca) y añadieron también todos los autos de los otros menores a los que se lo habían concedido a escala estatal; a modo de jurisprudencia. Lo consiguieron. "El problema real es que hay una ley de 1958 que ya debería estar derogada, que marca que el nombre no puede entrar el conflicto con el sexo de la persona, y que no puede causarle perjuicio", apunta Saida. Laura se pregunta si, teniendo un aspecto femenino y sabiéndose niña, no es precisamente un perjuicio para ella tener un nombre que no encaja. "El documento lo que tiene que reflejar es la realidad, no una ficción. Y mi hija es una niña", recalca, ahondando en la infinidad de situaciones en las que tener un nombre unisex, un género registral distinto al sentido, complica la vida de C. y otros tantos menores: aviones, comisarías, carnés...
El fondo del conflicto es el cambio de sexo en el registro. Y el enemigo tiene nombre propio: el artículo 1 de la ley 3/2007, que regula la rectificación en el Registro Civil del sexo y el nombre, y que se exige la mayoría de edad para solicitar el cambio. Actualmente, el propio Tribunal Supremo cuestiona la constitucionalidad de esta ley, en consonancia con las demandas de los padres de hijos transexuales. "Por eso el día que nos concedieron el cambio en el DNI no fue una gran celebración. Fue una conquista temporal, porque la total no se producirá hasta que en ese documento, en todas sus partes, se reconozca la identidad de mi hija", dice Laura.
En su nuevo colegio, ninguno de sus compañeros saben que C. es transexual. Así lo escogió ella, que hoy tiene 11 años. "Decidió darse la oportunidad de que la conocieran sin tener que dar explicaciones. Ha decidido vivir tranquila y que se entere la gente que se tiene que enterar, igual que de otras partes íntimas de su vida", dice su madre. En el centro están al tanto, y su respuesta ha sido más que favorable, a pesar de que, como en el anterior, era el primer caso que enfrentaban. C. es una niña feliz, que elegirá cuándo decírselo a sus amigas, y cuándo, si es que así lo decide, utilizará bloqueadores hormonales para evitar desarrollarse de un modo no deseado. Podrá escoger, pero seguirá sin ser dueña de su identidad. Porque, a ojos de la administración, su nombre unisex y la casilla de "sexo", no la reflejarán hasta los 18 años. "Ella está convencida de que conseguirá cambiarlo antes", concluye.
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