Imagen: El Correo / Juan Kruz Mendizabal |
Raúl Arkaia, 2017-01-14
https://raularkaia.com/2017/01/14/de-aquellos-barros-estos-lodos/
La Iglesia Católica Romana sigue sin hacer los deberes. Cada poco tiempo, presuntos abusos de menores cometidos por clérigos saltan a la palestra. Nos lamentamos, nos escandalizamos, maldecimos nuestra miseria humana… pero, ¿ponemos solución al problema? La respuesta es un rotundo NO. Desde la llegada a la cátedra de San Pedro de Francisco, muchos se han hecho grandes ilusiones por comenzar a ver a un orbe católico romano liberado de viejas ataduras. Una de ellas es el celibato eclesiástico entendido de moco canónico como ‘conditio sine qua non’ para alcanzar el ministerio ordenado. Es importante que los fieles de la Iglesia Católica Romana sepan que su comunidad es la única de todas las que profesan a Cristo resucitado en la que sigue vigente dicho canon. Ni anglicanos, ni ortodoxos ni protestantes son obligados a tan grave renuncia: la de evitar contraer matrimonio con una mujer.
Mientras siguen goteando las informaciones en los medios de comunicación -algunos de ellos felices de poder lanzar nuevas piedras contra el tejado del Cuerpo de Cristo-, pareciera como si Roma no quisiera “entrar al trapo”. Tómese lo de “pareciera” en sentido marcadamente irónico, ya que resulta evidente que no se está haciendo nada; y, en el caso de que algo se estuviera haciendo, tampoco nos habríamos de enterar (Iglesia Católica Romana sigue siendo hoy sinónimo de secretismo).
Que casos como los que han ensombrecido y arruinado la carrera sacerdotal del guipuzcoano Juan Kruz Mendizabal deberían hacer pensar a más de un jerarca católico-romano. Resulta verosímil pensar que algunos de los lugartenientes del Sumo Pontífice ya piensan en la posibilidad de derogar el celibato eclesiástico. Del mismo modo, es lógico que un buen número de cardenales de la Curia están absolutamente en contra de tal posibilidad. Es probable que teman, equivocadamente, que las mejores esencias del catolicismo romano vayan a disolverse en el magma herético de las iglesias “separadas”; o que, sencillamente, la Iglesia Católica Romana deje de serlo y se convierta en una comunidad vulgar y anodina.
La Historia de la Iglesia viene a ser -poco más o menos- como la Historia de Navarra. Dependiendo de en qué momento histórico se decida poner el foco, la Iglesia, como Navarra, será una cosa u otra. Algunos que van de listos por la vida disfrutan colocando a las Guerras Carlistas del siglo XVIII como el principio de los tiempos, es decir, como si antes de Tomás de Zumalacárregui aquí no hubiera sucedido nada. Del mismo modo, los más recalcitrantes dentro del conservadurismo católico romano gustan de insistir en que el orbe católico romano siempre ha sido como en tiempos del emperador Constantino, quien en el siglo IV decidió convertir a la Iglesia en la religión oficial del Imperio. Imagínense a Santiago Carrillo y los suyos cuando, a pocas semanas de los atentados de la calle Atocha en 1977 -acontecimiento del que ahora se conmemora el 40 aniversario-, ven cómo el Estado español domestica su causa mediante la legalización del Partido Comunista. Algo así sucedió en 313 merced al Edicto de Milán, que colocó a la religión liderada por el Papa Francisco en un ente que no ha cambiado tanto desde entonces.
Pero, ¿qué sucedía antes del siglo IV y aún bastantes siglos después? Los sacerdotes se casaban. Incluso los obispos contraían matrimonio. No por un capricho especial, ni mucho menos. Se trataba, básicamente, de obedecer los preceptos que en interesantes escritos como la I Carta a Timoteo (Nuevo Testamento) recomiendan al obispo -imagínense a monseñor Elizalde o monseñor Munilla, obispos de Gasteiz y de Donostia respectivamente- ser “esposo de una sola mujer”, condición que se antepone a las siguientes: “moderado, sensato, respetable, hospitalario, capaz de enseñar (…).”
Hoy día, para desgracia no sólo de la Iglesia Católica Romana, sino también para desgracia de idóneos candidatos al sacerdocio, son muchos los dignos aspirantes que siguen perdiéndose por culpa del celibato eclesiástico impuesto. Hablo de memoria, de mis memorias como estudiante de Teología que tuvo que contemplar cómo dignos candidatos renunciaban a tomar las órdenes simplemente por tan humano afán como el del amor conyugal. También yo fui víctima de ese 'statu quo', más allá del hecho de que algunos estuvieran y estén hoy convencidos de que renuncié por motivos bien distintos. No, señores del catolicismo: renuncié al sacerdocio por eso mismo, para no convertirme en un desdichado monstruo como el padre Mendizabal. Ni más, ni menos. Reformulemos ahora la cuestión: ¿Ha perdido la Iglesia Católica entonces cientos de miles de candidatos o más bien se ha librado de una legión de monstruos? En estos momentos, hay un sólo candidato al presbiterado en el Seminario Diocesano de Vitoria-Gasteiz… que ni siquiera es de aquí, sino natural de Murcia.
Mientras siguen goteando las informaciones en los medios de comunicación -algunos de ellos felices de poder lanzar nuevas piedras contra el tejado del Cuerpo de Cristo-, pareciera como si Roma no quisiera “entrar al trapo”. Tómese lo de “pareciera” en sentido marcadamente irónico, ya que resulta evidente que no se está haciendo nada; y, en el caso de que algo se estuviera haciendo, tampoco nos habríamos de enterar (Iglesia Católica Romana sigue siendo hoy sinónimo de secretismo).
Que casos como los que han ensombrecido y arruinado la carrera sacerdotal del guipuzcoano Juan Kruz Mendizabal deberían hacer pensar a más de un jerarca católico-romano. Resulta verosímil pensar que algunos de los lugartenientes del Sumo Pontífice ya piensan en la posibilidad de derogar el celibato eclesiástico. Del mismo modo, es lógico que un buen número de cardenales de la Curia están absolutamente en contra de tal posibilidad. Es probable que teman, equivocadamente, que las mejores esencias del catolicismo romano vayan a disolverse en el magma herético de las iglesias “separadas”; o que, sencillamente, la Iglesia Católica Romana deje de serlo y se convierta en una comunidad vulgar y anodina.
La Historia de la Iglesia viene a ser -poco más o menos- como la Historia de Navarra. Dependiendo de en qué momento histórico se decida poner el foco, la Iglesia, como Navarra, será una cosa u otra. Algunos que van de listos por la vida disfrutan colocando a las Guerras Carlistas del siglo XVIII como el principio de los tiempos, es decir, como si antes de Tomás de Zumalacárregui aquí no hubiera sucedido nada. Del mismo modo, los más recalcitrantes dentro del conservadurismo católico romano gustan de insistir en que el orbe católico romano siempre ha sido como en tiempos del emperador Constantino, quien en el siglo IV decidió convertir a la Iglesia en la religión oficial del Imperio. Imagínense a Santiago Carrillo y los suyos cuando, a pocas semanas de los atentados de la calle Atocha en 1977 -acontecimiento del que ahora se conmemora el 40 aniversario-, ven cómo el Estado español domestica su causa mediante la legalización del Partido Comunista. Algo así sucedió en 313 merced al Edicto de Milán, que colocó a la religión liderada por el Papa Francisco en un ente que no ha cambiado tanto desde entonces.
Pero, ¿qué sucedía antes del siglo IV y aún bastantes siglos después? Los sacerdotes se casaban. Incluso los obispos contraían matrimonio. No por un capricho especial, ni mucho menos. Se trataba, básicamente, de obedecer los preceptos que en interesantes escritos como la I Carta a Timoteo (Nuevo Testamento) recomiendan al obispo -imagínense a monseñor Elizalde o monseñor Munilla, obispos de Gasteiz y de Donostia respectivamente- ser “esposo de una sola mujer”, condición que se antepone a las siguientes: “moderado, sensato, respetable, hospitalario, capaz de enseñar (…).”
Hoy día, para desgracia no sólo de la Iglesia Católica Romana, sino también para desgracia de idóneos candidatos al sacerdocio, son muchos los dignos aspirantes que siguen perdiéndose por culpa del celibato eclesiástico impuesto. Hablo de memoria, de mis memorias como estudiante de Teología que tuvo que contemplar cómo dignos candidatos renunciaban a tomar las órdenes simplemente por tan humano afán como el del amor conyugal. También yo fui víctima de ese 'statu quo', más allá del hecho de que algunos estuvieran y estén hoy convencidos de que renuncié por motivos bien distintos. No, señores del catolicismo: renuncié al sacerdocio por eso mismo, para no convertirme en un desdichado monstruo como el padre Mendizabal. Ni más, ni menos. Reformulemos ahora la cuestión: ¿Ha perdido la Iglesia Católica entonces cientos de miles de candidatos o más bien se ha librado de una legión de monstruos? En estos momentos, hay un sólo candidato al presbiterado en el Seminario Diocesano de Vitoria-Gasteiz… que ni siquiera es de aquí, sino natural de Murcia.
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