viernes, 10 de febrero de 2017

#hemeroteca #mujeres #ciencia | 11 de febrero: Día Internacional de la Mujer y la Niña en ¿qué ciencia?

Imagen: Pikara / Mujer boliviana recolectando café ecológico en Santa Cruz
11 de febrero: Día Internacional de la Mujer y la Niña en ¿qué ciencia?.
Las autoras se preguntan si queremos formar parte de una ciencia concebida dentro de un sistema capitalista y patriarcal. Porque los saberes que sustentan la vida, aquellos que no son mercantilizables, o los que pueden cuestionar la legitimidad del sistema han sido y siguen siendo menospreciados e infravalorados por la ciencia normativa.
Vane Calero Blanco y Teresa Sancho Ortega* | Pikara, 2017-02-10
http://www.pikaramagazine.com/2017/02/11-de-febrero-dia-internacional-de-la-mujer-y-la-nina-en-que-ciencia/

Es posible que seas una de tantas chicas que en el instituto se pasaron a letras porque no se te daban bien las matemáticas. Quizás te animaste a estudiar alguna ingeniería pero lo tuviste que dejar porque era demasiado difícil para ti. O tal vez conseguiste terminar informática, hacer el doctorado e incluso publicar algunos artículos, pero, vaya, está claro que nunca tuviste especial talento para la investigación porque sigues siendo la última mona del departamento.

En busca de una ciencia equitativa
A pesar de que sigue siendo bastante habitual escuchar comentarios de ese estilo en nuestro entorno cercano, es cada vez más frecuente que el foco se ponga en los sesgos, estereotipos y barreras a las que chicas y mujeres deben enfrentarse para hacerse un hueco en el mundo de la ciencia. El 11 de febrero, la ONU celebra el Día internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, en el que se reivindica su acceso y participación plena y equitativa. Sí, como te imaginabas, múltiples investigaciones ponen de manifiesto que familia, profesorado y entorno condicionan de forma sexista la elección de nuestros estudios, independientemente de nuestras capacidades. Y sí, nuestro progreso profesional no sólo depende de los méritos que demostremos, pues es habitual que se valore mucho mejor a un hombre que a una mujer en “igualdad de condiciones”.

Ante esta situación es evidente que hay que tomar cartas en el asunto, y llevar a cabo acciones en torno a un día concreto es una buena medida para empezar. Nuestra sorpresa llega cuando al indagar sobre esas actividades divulgativas, vemos que la mayoría básicamente consiste en visibilizar a mujeres científicas de todos los tiempos. Ojo, no queremos que se nos malinterprete. En el pasado la mayoría de científicas se vio obligada a trabajar clandestinamente, a usar pseudónimos masculinos, a sufrir la minusvaloración de su trabajo por el entorno académico, o a soportar cómo familiares o compañeros se apropiaban de sus méritos. A pesar de enfrentarse a tremendas dificultades en el acceso a la educación, a la oposición social acérrima e, incluso, a prohibiciones directas según las épocas, hay mujeres que llegaron no sólo a participar sino a realizar grandes contribuciones al conocimiento legitimado; y lo mínimo que merecen es reconocimiento, admiración y, qué duda cabe, visibilización. Además, es obvio que el no tener referentes conocidas ha fortalecido estereotipos y condicionado la incorporación de las niñas y mujeres a la ciencia.

No obstante, percibimos dos amenazas si no vamos un paso más allá. La primera es que la visibilización se aborde desde un prisma de excepcionalidad. Es decir, que al hablar todo el tiempo de científicas que consiguieron grandes logros, pueda dar la sensación de que su éxito proviene de un talento inusual y que nosotras, ‘simples mortales’, nunca les llegaremos ni a la suela del zapato, así que para qué intentarlo. Sin embargo, incluso algunas de ellas, como es el caso de la matemática y astrónoma Mary Somerville, incidían en que los descubrimientos son el resultado del lento progreso obtenido por muchas personas, restando importancia al genio individual y otorgándosela a la comunidad científica en su conjunto.

La segunda amenaza es quizá todavía más difícil de percibir. Al orientar los esfuerzos hacia cómo conseguir el 50 por ciento de la cuota en cada estamento del ámbito científico, no estamos parándonos a cuestionar si ésta es la ciencia que queremos. Así que nada, quizás en 50 o 100 años, siendo optimistas, tendremos el mismo número de mujeres ingenieras, catedráticas, o premios Nobel que los hombres. Pero la cuestión es: ¿verdaderamente queremos formar parte de una ciencia concebida dentro de un sistema capitalista y patriarcal?

¿Es inamovible el concepto de ciencia?
La mayoría tenemos una concepción de la ciencia que deriva de la época moderna. Se suele entender como la búsqueda de la verdad objetiva sobre el mundo físico para alcanzar conocimientos establecidos e indiscutibles. Bajo esta idea, a los [hombres] científicos se les presuponen objetividad, neutralidad e independencia del contexto social y político. Obviamente, esto no deja de ser una construcción social muy enraizada, una visión positivista, androcéntrica y occidental a través de la cual se transmiten una forma de pensar y unos valores muy concretos. Vaya, que el hombre blanco, conquistador de pueblos y controlador de la naturaleza, con su enorme esfuerzo y talento individual, y gracias al método científico, avanzará tecnológicamente para ser el artífice del progreso imparable de la humanidad. Sí, señoras y señores, humildad ante todo.

En realidad, y muy a pesar de este bonito discurso tan bien hilado, la ciencia es sólo una actividad humana que se ha moldeado sobre las condiciones económicas, sociales y culturales de cada momento. Así, en una sociedad diseñada por y para [algunos] hombres, éstos han orientado los usos y aplicaciones, pero también la propia forma en la que se ha constituido la ciencia. Es especialmente relevante, por tanto, que nos paremos a pensar en qué es lo que se ha incorporado a esta concepción e incluso más aún, qué es lo que, oportunamente, ha quedado fuera. Un ejemplo sería que, durante siglos, mientras que muy interesadamente se demostraban por diversos métodos científicos la inferioridad intelectual y la fragilidad de las mujeres -y de cualquier pueblo esclavizable, por cierto-, había categorías enteras de saberes a las que les era denegada su condición científica y directamente quedaban relegados al ámbito privado.

La alimentación, agricultura, vestido, salud o higiene quedaron fuera de la ciencia mientras la responsabilidad de desempeñarlos recaía en manos de las mujeres. No ha sido hasta que estos conocimientos y prácticas han pasado a la esfera pública -previa posibilidad de mercantilización, claro está-, que se han legitimado parcialmente como científicos. Eso sí, por supuesto, ninguneando su desarrollo previo. Por eso, la biotecnología que sustenta los rentables transgénicos marca Monsanto es ciencia, pero la mejora de semillas locales adaptadas a su entorno y a las necesidades alimentarias y de salud de cada comunidad no lo es. O el diseño de materiales sintéticos para confeccionar tejidos es ciencia indudablemente, pero la manipulación y procesamiento del algodón, lino o lana no.

En definitiva, buena parte de los saberes que sustentan la vida, aquellos que no son mercantilizables, o peor, los que pueden cuestionar la legitimidad del sistema, han sido y siguen siendo menospreciados e infravalorados por la ciencia; o más bien, por las instituciones, empresas y personas que dirigen y financian la ciencia legitimada. Esta producción de conocimiento se da bajo una estrechez de marcos conceptuales que limita lo conocible, sesga a quienes son capaces de proporcionarlo -como las mujeres- y dónde puede hacerse. Por eso nos sumamos a las propuestas que plantean abrir el foco y reinterpretar qué es lo que entendemos por ciencia y cómo nos gustaría que ésta fuese.

Resignificando el concepto de ciencia
Si nos retrotraemos a los orígenes, la ‘Scientia’ se entendía como el saber, la maestría o habilidad, la experiencia adquirida en torno a un tema o a una materia. Según esta acepción los conocimientos y habilidades agropecuarias, el desarrollo de ideas para el aprovechamiento de la energía del hogar, la metodología de conserva de alimentos, o el perfeccionamiento del uso de plantas con fines terapéuticos pueden ser tan ciencia como cualquier otra.

Esos saberes son imprescindibles para la sostenibilidad de la vida, están vinculados a la reproducción social y durante siglos han sido creados, desarrollados y enriquecidos principalmente por mujeres. También el modo en el que se han conformado difiere mucho de lo que habitualmente entendemos por ciencia. Así, destaca que son construidos colectivamente.

Toda la comunidad -que puede ser local o global- se implica en su desarrollo, y lo mismo sucede de generación en generación. Esto es así porque el progreso se entiende como colaboración y simbiosis creativa más que como competición. Además, sobresale el énfasis que se le da a la transmisión y expansión del saber. Esta vocación educadora y divulgadora también se puede apreciar en muchas científicas de renombre como Émilie du Châtelet, Hipatia o la ya nombrada Mary Somerville, que dedicaron buena parte de su tiempo a facilitar el acceso al conocimiento y nutrir a su comunidad.

El conceder un mayor peso a estos saberes, valorar su utilidad e incorporarlos como parte de lo que consideramos ciencia nos sirve para replantear las fuentes de conocimiento que habitualmente aceptamos como válidas. Así, la experiencia vital puede ser tan válida como la experimentación en la universidad; la transmisión oral de abuelas a madres e hijas, tan reconocida como los trabajos académicos al uso. Además nos hace cuestionarnos si algunos fundamentos como la individualidad, la competencia o las patentes son tan inamovibles como se plantean desde la ciencia moderna. No sólo eso, también nos da la posibilidad de reconocer que muchas, muchísimas mujeres anónimas, han contribuido al avance de la humanidad. No son excepciones puntuales, lo innato en las mujeres es hacer ciencia.

Deseamos ser la mitad, claro, pero no de esta ciencia configurada por y para unos pocos. Empecemos decidiendo conjuntamente cómo queremos que sea. Construyamos una ciencia que ponga la vida en el centro.

*Las autoras forman parte del colectivo SORKIN, Alboratorio de Saberes/Jakintzen Iraultegia

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