Imagen: El País / Nancy Rumery, bibliotecaria de la Biblioteca Haskell |
Los vecinos de dos pueblos hermanados discrepan sobre la barrera con México que planea Trump.
Joan Faus | El País, 2017-02-08
http://internacional.elpais.com/internacional/2017/02/07/estados_unidos/1486491766_660614.html
Cuando trabaja en su despacho, Nancy Rumery está en Estados Unidos. Cuando cruza el pasillo para agarrar un libro, está en Canadá. Una frontera invisible parte en dos la biblioteca Haskell. La fachada norte del edificio da a Stanstead, en la provincia canadiense de Quebec. La sur a Derby Line, en el estadounidense Vermont. Pero es como si los dos fueran el mismo pueblo: los cerca de 4.000 residentes cruzan con facilidad del uno al otro para trabajar, hacer la compra o echar gasolina
En esta frontera, nadie se imagina que pudiera haber un muro como el que existe entre EE UU y México y que planea completar el presidente estadounidense, Donald Trump. En Quebec no se oyen voces que apoyen el muro con México, pero en Vermont sí. El miedo, atizado por Trump, a los supuestos peligros que traen consigo los inmigrantes latinoamericanos ha calado en Derby Line, donde la vida transcurre con calma a la espera de que deje de nevar en un par de meses.
El contraste con Stanstead es un espejo de cómo los Gobiernos del republicano Trump y el progresista Justin Trudeau, que ha reforzado la política de acogida al inmigrante, están en las antípodas. Una encuesta del Angus Reid Institute muestra que el 62% de los canadienses se declaró molesto por la victoria de Trump en las presidenciales de noviembre.
Roland Goodsell, canadiense de 76 años y nacido en Stanstead, considera una “estupidez” el muro con México. “Puede haber algunos malos hombres [“bad hombres”, como los ha llamado Trump] mexicanos, pero también americanos y canadienses. Los realmente malos tienen dinero y pueden volar”, dice. Habla al lado de la barrera, que se alza cuando pasa un vehículo y que lleva hasta EE UU.
Goodsell también cree inútil, como piden algunos legisladores, ampliar el número de agentes en la frontera con Canadá porque, esgrime, es ilusorio creer que evitarían todas las irregularidades.
La bibliotecaria Rumery, de 53 años, nació en Canadá pero desde hace tres décadas vive en Vermont con su marido estadounidense. Explica, entre risas, que rehúsa hablar del muro con México porque no quiere captar la atención de Trump. No vaya a ser que decida también levantar una barrera con Canadá. “Si lo miras desde el aire, esta es una sola comunidad”, dice. “Hay una larga historia de generaciones viviendo juntas”.
Apenas hay cicatrices entre Quebec y Vermont. En los bosques, la frontera solo se revela por la ausencia de árboles, talados para marcar la divisoria internacional. En las calles de Stanstead y Derby Line, la frontera son unas puertas que la policía abre tras examinar a vehículos y peatones.
Junto a la biblioteca, hay una separación simbólica: una hilera de macetas con plantas, ahora teñidas de blanco, y un monolito delimita cada país. Hay un coche de policía en los alrededores. Los controles en la aduana, aunque sean más estrictos que antes del 11-S, son laxos.
Muchas familias, cuenta Rumery, viven en Canadá pero trabajan en EE UU. Tienen lo mejor de ambos mundos: sanidad gratuita en el primero, y sueldos más altos y productos básicos más baratos en el segundo. También hay residentes de Derby Line que acuden a la farmacia de Stanstead, que es más económica, o mandan a sus hijos a estudiar francés o jugar a hockey hielo.
Goodsell, que vende aspiradoras a domicilio en Quebec, habla con nostalgia. Apenas no hay un minuto en que no suelte la frase: “En los buenos viejos tiempos”. Se refiere a cuando era más fácil cruzar la frontera y todo el mundo se conocía. Sus dos hijos mayores nacieron en los años sesenta en EE UU porque el ginecólogo vivía allí. Ahora, dice, sería demasiado complicado. Él va mucho menos a Vermont. Todo cambió en 2001: tras los atentados del 11 de septiembre, EE UU estableció unos puntos de paso, y amplió el número de cámaras y de agentes.
El vecino también añora la época en que había “tres hoteles y tres concesionarios de coche” en Stanstead. En los años setenta, cuenta, empezaron a cerrar fábricas de textil y acero. Ahora el granito es la única industria del pueblo. Le cuesta muy poco criticar a Trump, pero ve con buenos ojos el proteccionismo que defiende bajo la promesa de traer de vuelta empleos industriales a EE UU, y que también le lleva a querer renegociar el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con Canadá y México.
En un par de minutos en coche, se cruza a EE UU. El paisaje es el mismo: casas bajas bañadas en nieve. Pero la Rue Dufferin pasa a llamarse Main Street, el límite de velocidad cambia de kilómetros a millas y apenas se oye francés. En Derby Line, las cosas se ven algo distintas.
Fritz Halbedl, un austríaco nacionalizado estadounidense de 57 años y que lleva 30 en el país, es el cocinero del único hospedaje de Derby Line. Dos veces a la semana juega al tenis en Stanstead. Considera innecesario levantar una barrera con Canadá pero pide “controlar más” la frontera. Atribuye la epidemia de adicción de opiáceos que sacude Vermont, y otros Estados, a la entrada de drogas desde Canadá. “¡Imagina cuál debe ser el ratio de muertes por drogas en las ciudades sureñas!”, exclama para defender la construcción del muro con México, que, según una encuesta de ABC News y The Washington Post de mediados de enero, rechaza un 60% de los estadounidenses.
El chef, casado con una estadounidense, pide restringir la inmigración irregular. “Tenemos que protegernos”, interviene su esposa Paula. En las elecciones de noviembre, votaron a Trump. Están muy contentos con el maratón de decretos que ha firmado el presidente en sus primeros días en la Casa Blanca, entre ellos la formalización del plan de muro con México y el veto a la entrada a EE UU de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana.
2.200 policías para 8.800 kilómetros de frontera
Unos 2.200 agentes estadounidenses vigilan los 8.800 kilómetros de frontera con Canadá, la más larga del mundo. En la frontera con México, de 3.100 kilómetros, hay aproximadamente 18.500 agentes. Hay 100 veces más aprehensiones por tráfico de drogas o personas en la frontera sur. La disparidad económica entre México y EE UU, la llegada de inmigrantes indocumentados y la amenaza del narcotráfico es infinitamente superior que entre EE UU y Canadá. Pero la escasa vigilancia de la frontera norte inquieta a algunos legisladores y funcionarios estadounidenses que han alertado de la facilidad de cruzar desapercibido por las zonas boscosas.
En esta frontera, nadie se imagina que pudiera haber un muro como el que existe entre EE UU y México y que planea completar el presidente estadounidense, Donald Trump. En Quebec no se oyen voces que apoyen el muro con México, pero en Vermont sí. El miedo, atizado por Trump, a los supuestos peligros que traen consigo los inmigrantes latinoamericanos ha calado en Derby Line, donde la vida transcurre con calma a la espera de que deje de nevar en un par de meses.
El contraste con Stanstead es un espejo de cómo los Gobiernos del republicano Trump y el progresista Justin Trudeau, que ha reforzado la política de acogida al inmigrante, están en las antípodas. Una encuesta del Angus Reid Institute muestra que el 62% de los canadienses se declaró molesto por la victoria de Trump en las presidenciales de noviembre.
Roland Goodsell, canadiense de 76 años y nacido en Stanstead, considera una “estupidez” el muro con México. “Puede haber algunos malos hombres [“bad hombres”, como los ha llamado Trump] mexicanos, pero también americanos y canadienses. Los realmente malos tienen dinero y pueden volar”, dice. Habla al lado de la barrera, que se alza cuando pasa un vehículo y que lleva hasta EE UU.
Goodsell también cree inútil, como piden algunos legisladores, ampliar el número de agentes en la frontera con Canadá porque, esgrime, es ilusorio creer que evitarían todas las irregularidades.
La bibliotecaria Rumery, de 53 años, nació en Canadá pero desde hace tres décadas vive en Vermont con su marido estadounidense. Explica, entre risas, que rehúsa hablar del muro con México porque no quiere captar la atención de Trump. No vaya a ser que decida también levantar una barrera con Canadá. “Si lo miras desde el aire, esta es una sola comunidad”, dice. “Hay una larga historia de generaciones viviendo juntas”.
Apenas hay cicatrices entre Quebec y Vermont. En los bosques, la frontera solo se revela por la ausencia de árboles, talados para marcar la divisoria internacional. En las calles de Stanstead y Derby Line, la frontera son unas puertas que la policía abre tras examinar a vehículos y peatones.
Junto a la biblioteca, hay una separación simbólica: una hilera de macetas con plantas, ahora teñidas de blanco, y un monolito delimita cada país. Hay un coche de policía en los alrededores. Los controles en la aduana, aunque sean más estrictos que antes del 11-S, son laxos.
Muchas familias, cuenta Rumery, viven en Canadá pero trabajan en EE UU. Tienen lo mejor de ambos mundos: sanidad gratuita en el primero, y sueldos más altos y productos básicos más baratos en el segundo. También hay residentes de Derby Line que acuden a la farmacia de Stanstead, que es más económica, o mandan a sus hijos a estudiar francés o jugar a hockey hielo.
Goodsell, que vende aspiradoras a domicilio en Quebec, habla con nostalgia. Apenas no hay un minuto en que no suelte la frase: “En los buenos viejos tiempos”. Se refiere a cuando era más fácil cruzar la frontera y todo el mundo se conocía. Sus dos hijos mayores nacieron en los años sesenta en EE UU porque el ginecólogo vivía allí. Ahora, dice, sería demasiado complicado. Él va mucho menos a Vermont. Todo cambió en 2001: tras los atentados del 11 de septiembre, EE UU estableció unos puntos de paso, y amplió el número de cámaras y de agentes.
El vecino también añora la época en que había “tres hoteles y tres concesionarios de coche” en Stanstead. En los años setenta, cuenta, empezaron a cerrar fábricas de textil y acero. Ahora el granito es la única industria del pueblo. Le cuesta muy poco criticar a Trump, pero ve con buenos ojos el proteccionismo que defiende bajo la promesa de traer de vuelta empleos industriales a EE UU, y que también le lleva a querer renegociar el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con Canadá y México.
En un par de minutos en coche, se cruza a EE UU. El paisaje es el mismo: casas bajas bañadas en nieve. Pero la Rue Dufferin pasa a llamarse Main Street, el límite de velocidad cambia de kilómetros a millas y apenas se oye francés. En Derby Line, las cosas se ven algo distintas.
Fritz Halbedl, un austríaco nacionalizado estadounidense de 57 años y que lleva 30 en el país, es el cocinero del único hospedaje de Derby Line. Dos veces a la semana juega al tenis en Stanstead. Considera innecesario levantar una barrera con Canadá pero pide “controlar más” la frontera. Atribuye la epidemia de adicción de opiáceos que sacude Vermont, y otros Estados, a la entrada de drogas desde Canadá. “¡Imagina cuál debe ser el ratio de muertes por drogas en las ciudades sureñas!”, exclama para defender la construcción del muro con México, que, según una encuesta de ABC News y The Washington Post de mediados de enero, rechaza un 60% de los estadounidenses.
El chef, casado con una estadounidense, pide restringir la inmigración irregular. “Tenemos que protegernos”, interviene su esposa Paula. En las elecciones de noviembre, votaron a Trump. Están muy contentos con el maratón de decretos que ha firmado el presidente en sus primeros días en la Casa Blanca, entre ellos la formalización del plan de muro con México y el veto a la entrada a EE UU de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana.
2.200 policías para 8.800 kilómetros de frontera
Unos 2.200 agentes estadounidenses vigilan los 8.800 kilómetros de frontera con Canadá, la más larga del mundo. En la frontera con México, de 3.100 kilómetros, hay aproximadamente 18.500 agentes. Hay 100 veces más aprehensiones por tráfico de drogas o personas en la frontera sur. La disparidad económica entre México y EE UU, la llegada de inmigrantes indocumentados y la amenaza del narcotráfico es infinitamente superior que entre EE UU y Canadá. Pero la escasa vigilancia de la frontera norte inquieta a algunos legisladores y funcionarios estadounidenses que han alertado de la facilidad de cruzar desapercibido por las zonas boscosas.
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