Imagen: El País / José Ignacio Munilla, José María Setién y Juan Kruz Mendizabal |
El reciente caso del vicario general de la Diócesis de San Sebastián nos muestra que la realidad vasca no es radicalmente distinta a la de otras de nuestro entorno.
Juan Luis de León Azcárate · Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto | El Correo, 2017-01-13
Desde hace al menos un par de décadas los medios de comunicación han informado de numerosos casos de abusos sexuales a menores en la Iglesia, e incluso el cine se ha acercado recientemente a este tema con cierto rigor; por ejemplo, ‘Spotlight’, de Tom McCarthy (2015). Pero los casos de pederastia en la Iglesia parecían quedar lejanos a las diócesis vascas. En las últimas décadas las noticias vinculadas con nuestras iglesias locales tenían que ver fundamentalmente con su posicionamiento ante el terrorismo. Pero la imputación el año pasado de un profesor del colegio Gaztelueta de Leioa por supuestos abusos sexuales a un menor y la reciente condena eclesial de quien fuera vicario general de la Diócesis de San Sebastián por abusos a dos menores, hecho que él mismo ha reconocido, nos muestran que nuestra realidad en este aspecto no es radicalmente distinta a la de otras iglesias de nuestro entorno.
No obstante, convendría apuntar, sin pretender por ello minimizar la gravedad de los hechos ni la responsabilidad de la Iglesia, que la pederastia no es un problema fundamentalmente eclesial ni vinculado necesariamente con el celibato presbiteral como algunos sugieren. Un dato revelador: en el período 1950-2002, en Estados Unidos 352 presbíteros cometieron algún delito por abusos a menores, mientras que en el mismo período 6.000 profesores de gimnasia, casi todos casados, fueron condenados por delitos similares. Por otro lado, el negocio de la pederastia y de la prostitución infantil mueve sumas ingentes de dinero en todo el mundo. Por tanto, este es un problema global que puede afectar a todo tipo de estamentos e instituciones. Pero ciertamente la situación es más grave y escandalosa cuando estos casos tienen lugar dentro de una institución educadora que supuestamente defiende valores humanizadores, como es la Iglesia, y que tiene la responsabilidad de velar por el bienestar y la integridad de los niños y jóvenes a ella confiados.
Hay que reconocer que, por mucho tiempo, la Iglesia había optado más por esconder estos casos para evitar el escándalo y la imagen negativa de la institución que por afrontarlos con claridad y justicia. Bastaba con cambiar de destino al implicado, permitiéndole ejercer prácticamente las mismas funciones, lo que sólo servía para reproducir el mismo problema en otro lugar. Pero la intervención vigorosa ante esta lacra de los dos últimos Papas, Benedicto XVI y sobre todo Francisco, si bien animada por las denuncias producidas, ha supuesto un punto de inflexión en la Iglesia ante este tema. Otra cosa es si las medidas tomadas son siempre acertadas o suficientes.
A nadie se escapa que la «Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales», de la Congregación de Educación Católica publicada el año 2005, por la que la Iglesia «no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay», estuvo condicionada en cierta medida por el escándalo de los abusos sexuales que ya por entonces era notorio y supuso muchas denuncias y condenas millonarias contra varias diócesis. Quizá la instrucción debería haberse titulado algo así como «Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con la madurez psicosexual y afectiva de los candidatos» y haber incluido la prohibición de admitir, por ejemplo, a heterosexuales promiscuos, dado que el pederasta puede ser tanto (sino más) heterosexual como homosexual.
La Iglesia, si quiere ser coherente consigo misma y con su misión, debería reconocer siempre los hechos sin importar la relevancia jerárquica, social o eclesial de los implicados, apartar de toda responsabilidad eclesial al pederasta confeso o condenado (lo que no es óbice para ayudarle a reinsertarse), colaborar con instituciones y autoridades civiles en la prevención y denuncia de los hechos, pedir perdón a las víctimas y en lo posible ayudarlas a paliar el daño sufrido. Es una tarea de todos los miembros de la Iglesia. Todos los cristianos deberíamos comprometernos en la prevención de estos casos y mostrar misericordia, afecto y solidaridad con las víctimas. Ellas deberían ser siempre lo primero. Ninguna institución puede estar por encima de la dignidad de las personas.
El cristianismo es (o debería ser) la religión de las víctimas de la historia como lo fue Jesús de Nazaret. Las víctimas de la pederastia, tanto dentro como fuera de la Iglesia, son también víctimas de una historia y de unas instituciones que han sido, en algún momento de sus vidas, injustas con ellas. Y la Iglesia, como cualquier otra institución humana, forma parte de esa historia, a veces como víctima y otras como victimaria. No puede eludir, tampoco en este tema, su propia responsabilidad. Sólo asumiéndola y comprometiéndose solidariamente con las víctimas puede ser creíble.
No olvidemos que el problema de los abusos sexuales a menores es global y complejo. El filósofo recientemente fallecido Zygmunt Bauman acuñó el término de «líquida» para referirse a nuestra sociedad actual, cambiante, carente de certezas, individualista y de relaciones volátiles. ¿Gran parte del problema de los abusos sexuales a menores no tiene que ver también con una sociedad que fomenta el individualismo hedonista e insolidario, y que se muestra carente de valores fuertes que velen por la dignidad de todas las personas?
No obstante, convendría apuntar, sin pretender por ello minimizar la gravedad de los hechos ni la responsabilidad de la Iglesia, que la pederastia no es un problema fundamentalmente eclesial ni vinculado necesariamente con el celibato presbiteral como algunos sugieren. Un dato revelador: en el período 1950-2002, en Estados Unidos 352 presbíteros cometieron algún delito por abusos a menores, mientras que en el mismo período 6.000 profesores de gimnasia, casi todos casados, fueron condenados por delitos similares. Por otro lado, el negocio de la pederastia y de la prostitución infantil mueve sumas ingentes de dinero en todo el mundo. Por tanto, este es un problema global que puede afectar a todo tipo de estamentos e instituciones. Pero ciertamente la situación es más grave y escandalosa cuando estos casos tienen lugar dentro de una institución educadora que supuestamente defiende valores humanizadores, como es la Iglesia, y que tiene la responsabilidad de velar por el bienestar y la integridad de los niños y jóvenes a ella confiados.
Hay que reconocer que, por mucho tiempo, la Iglesia había optado más por esconder estos casos para evitar el escándalo y la imagen negativa de la institución que por afrontarlos con claridad y justicia. Bastaba con cambiar de destino al implicado, permitiéndole ejercer prácticamente las mismas funciones, lo que sólo servía para reproducir el mismo problema en otro lugar. Pero la intervención vigorosa ante esta lacra de los dos últimos Papas, Benedicto XVI y sobre todo Francisco, si bien animada por las denuncias producidas, ha supuesto un punto de inflexión en la Iglesia ante este tema. Otra cosa es si las medidas tomadas son siempre acertadas o suficientes.
A nadie se escapa que la «Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales», de la Congregación de Educación Católica publicada el año 2005, por la que la Iglesia «no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay», estuvo condicionada en cierta medida por el escándalo de los abusos sexuales que ya por entonces era notorio y supuso muchas denuncias y condenas millonarias contra varias diócesis. Quizá la instrucción debería haberse titulado algo así como «Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con la madurez psicosexual y afectiva de los candidatos» y haber incluido la prohibición de admitir, por ejemplo, a heterosexuales promiscuos, dado que el pederasta puede ser tanto (sino más) heterosexual como homosexual.
La Iglesia, si quiere ser coherente consigo misma y con su misión, debería reconocer siempre los hechos sin importar la relevancia jerárquica, social o eclesial de los implicados, apartar de toda responsabilidad eclesial al pederasta confeso o condenado (lo que no es óbice para ayudarle a reinsertarse), colaborar con instituciones y autoridades civiles en la prevención y denuncia de los hechos, pedir perdón a las víctimas y en lo posible ayudarlas a paliar el daño sufrido. Es una tarea de todos los miembros de la Iglesia. Todos los cristianos deberíamos comprometernos en la prevención de estos casos y mostrar misericordia, afecto y solidaridad con las víctimas. Ellas deberían ser siempre lo primero. Ninguna institución puede estar por encima de la dignidad de las personas.
El cristianismo es (o debería ser) la religión de las víctimas de la historia como lo fue Jesús de Nazaret. Las víctimas de la pederastia, tanto dentro como fuera de la Iglesia, son también víctimas de una historia y de unas instituciones que han sido, en algún momento de sus vidas, injustas con ellas. Y la Iglesia, como cualquier otra institución humana, forma parte de esa historia, a veces como víctima y otras como victimaria. No puede eludir, tampoco en este tema, su propia responsabilidad. Sólo asumiéndola y comprometiéndose solidariamente con las víctimas puede ser creíble.
No olvidemos que el problema de los abusos sexuales a menores es global y complejo. El filósofo recientemente fallecido Zygmunt Bauman acuñó el término de «líquida» para referirse a nuestra sociedad actual, cambiante, carente de certezas, individualista y de relaciones volátiles. ¿Gran parte del problema de los abusos sexuales a menores no tiene que ver también con una sociedad que fomenta el individualismo hedonista e insolidario, y que se muestra carente de valores fuertes que velen por la dignidad de todas las personas?
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