Imagen: El Mundo / Sisa (d) con Hoda y dos nietos |
La mujer, que saltó a la fama en 2015 al desvelar su travestismo forzado por la necesidad, sigue en la pobreza.
Francisco Carrión | El Mundo, 2017-01-15
http://www.elmundo.es/sociedad/2017/01/15/587a8441ca4741627c8b4595.html
Es una mañana cualquiera en la estación de autobuses de la orilla oriental de la turística ciudad de Luxor. Acurrucada sobre un precario jardín cercano, Sisa Abu Dauh observa el ajetreo de desvencijadas furgonetas que avanzan por el páramo. En mitad de los pasajeros que van y vienen, un grupo de hombres enfundados en galabiya (túnica tradicional) conversa animadamente a unos metros de Sisa. Nada parece fuera de lo común en este apeadero del Alto Egipto, el sur del país más poblado del mundo árabe.
Nada salvo que Sisa es mujer y viste la misma indumentaria holgada y el mismo turbante que los participantes varones de la tertulia contigua. "Durante toda mi vida he trabajado como un hombre. ¿por qué no puedo entonces vestirme como tal?", pregunta airada la figura menuda y de rostro estriado que permanece sentada junto a su maletín de limpiabotas. Un puñado de latas de betún, una esponja raída y una pareja de cepillos, desperdigados por los alrededores, completan la escena. Sisa -que, a pesar de su ajada apariencia, tiene 66 primaveras- lleva más de 44 años metida en la piel de un hombre.
La conocimos a principios de 2015, cuando saltó a la fama su suerte de travestismo dictado por la pura necesidad, y volvemos ahora a su encuentro. Dos años y decenas de elogios después, su vida sigue plagada de penurias. A pesar de los sonoros reconocimientos, sus jornadas no han cambiado un ápice. Sisa conserva intacta su rutina diaria y -como otros tantos compatriotas- no piensa en la jubilación. Tampoco en mudar de piel, una vez descubierta, celebrada y olvidada su obligada impostura. "Cada mañana rezo el fajr [la oración de la aurora] y me voy a trabajar. Estoy por aquí desde las 6.00 de la mañana hasta las 19.30 horas de la tarde", detalla la mujer.
Sigue -admite- tan libre y necesitada de blanca como cuando se lanzó a buscar jornal disfrazada de varón con los trajes que le había legado su difunto esposo. "Mi marido murió poco antes de dar a luz a nuestra hija. Mis hermanos me dijeron que era mejor entregar al bebé y buscar otro marido. Yo me negué", comenta sin inmutarse. "Les dejé muy claro", agrega, "que trabajaría para sacar adelante a mi hija. Intentaron obligarme y buscaron pretendientes pero no me doblegué. Les dije: 'Si viviera de vuestro dinero, podríais hacer conmigo lo que quisierais y tomar decisiones en mi nombre, pero no voy a necesitar vuestro dinero'. Y así ha sido hasta hoy". Entre ambas fechas discurre un largo catálogo de empleos precarios.
"Trabajé en el campo. Fui un campesino más. No me perdí ninguna cosecha. Luego me gané la vida en la albañilería fabricando ladrillos de adobe", evoca la protagonista de una epopeya difícil de creer entre los pliegues de la conservadora y patriarcal sociedad egipcia en la que la violencia de género, las madres solteras y el trabajo femenino continúan en zona de sombras. Un tabú confirmado por las frías estadísticas: según el índice de desigualdad de género del Foro Económico Mundial, Egipto ocupa el puesto 129 de los 142 países examinados. "Yo he cuidado muy bien de mí y de mi hija. Llevo galabiya porque quise trabajar como lo hace un hombre. Si hubiera optado por casarme con otro, mi hija estaría hoy debajo de un puente", asevera ante la mirada atenta de Hoda, la heredera que aún ocupa sus desvelos.
Hace dos años, sus cuatro décadas de lucha emergieron de repente en la prensa local. Fue un destape abrupto y lleno de ruido. En el pasado ya había sufrido los ataques de quienes descubrían su secreto pero, al hacerse pública, su proeza concitó palabras de elogio en rotativos y tertulias. Sisa -que jamás había abandonado los límites de Luxor y su aldea, Al Aqaltah- viajó a El Cairo, donde, aturdida por la repercusión, transitó platós y recibió homenajes y aplausos. Hasta el mismísimo presidente egipcio, el ex líder de ejército Abdelfatah al Sisi, la cortejó en su palacio de Ittihadiya y la condecoró como la madre egipcia más extraordinaria.
El homenaje público no ha aplacado su miseria, pero sí la ha vuelto una forofa incondicional del mariscal que gobierna la tierra de los faraones justo cuando arrecian las críticas por un mandato marcado por la represión y la depresión económica. "Que Dios bendiga a Al Sisi y castigue a quienes le odian. Quienes le menosprecian atacan a Dios. Sin él estaríamos todos muertos", maldice mientras se acomoda el turbante. Bajo el pañuelo azul pálido, asoma una cabellera plateada que ha crecido ligeramente tras el último rasurado.
Desde hace algún tiempo, la "matriarca" de los egipcios también regenta un pequeño quiosco plantado en un rincón de la estación. Con los estantes vacíos y las paredes forradas de imágenes de ulemas y leyendas como la de Gamal Abdelnaser, el puesto ofrece un aspecto desolador: la única mercancía que exhibe son una caja de galletas y cigarrillos de la marca local Cleopatra. "La situación económica es cada vez peor y no tengo dinero para comprar género", se disculpa la limpiabotas mientras saca lustre a unas babuchas. En medio de una severa crisis que ha obligado a devaluar drásticamente la moneda local y ha disparado la inflación, Sisa se las arregla para malvivir con unas ganancias que no superan las 20 libras egipcias diarias (alrededor de un euro).
"Toda la gente me felicita por mi valor, pero nadie me ayuda. En todo caso, yo doy gracias a Dios", repite la apodada como Abu Hoda (el padre de Hoda), convertida en un miembro más de la parroquia masculina de Luxor, la Tebas de los faraones. Con los hombres comparte sorbos de té en los cafés y plegarias en la mezquita.
En general, los negocios no le han ido bien desde su irrupción mediática. "Al Sisi me concedió 5.000 libras cuando me entregó el galardón. Los empleé en comprar 85 metros cuadrados de tierra y comencé a construir una casa pero el antiguo dueño me estafó y me ha dejado sin techo", denuncia forzada a vivir en una vivienda prestada en un vecindario próximo a uno de los cementerios de la urbe. Ahora, aparte de mantener a su hija, también alimenta a sus seis nietos. "Su marido está enfermo y mi nieto pequeño no puede caminar", se queja Sisa, ansiosa por cumplir la sagrada obligación de peregrinar hasta los confines de La Meca. "Es mi sueño. Sólo le pido a Dios que me proporcione un techo y que no le falta de nada a mi hija. Yo trabajé como un hombre para ella y ahora quiero descansar".
Nada salvo que Sisa es mujer y viste la misma indumentaria holgada y el mismo turbante que los participantes varones de la tertulia contigua. "Durante toda mi vida he trabajado como un hombre. ¿por qué no puedo entonces vestirme como tal?", pregunta airada la figura menuda y de rostro estriado que permanece sentada junto a su maletín de limpiabotas. Un puñado de latas de betún, una esponja raída y una pareja de cepillos, desperdigados por los alrededores, completan la escena. Sisa -que, a pesar de su ajada apariencia, tiene 66 primaveras- lleva más de 44 años metida en la piel de un hombre.
La conocimos a principios de 2015, cuando saltó a la fama su suerte de travestismo dictado por la pura necesidad, y volvemos ahora a su encuentro. Dos años y decenas de elogios después, su vida sigue plagada de penurias. A pesar de los sonoros reconocimientos, sus jornadas no han cambiado un ápice. Sisa conserva intacta su rutina diaria y -como otros tantos compatriotas- no piensa en la jubilación. Tampoco en mudar de piel, una vez descubierta, celebrada y olvidada su obligada impostura. "Cada mañana rezo el fajr [la oración de la aurora] y me voy a trabajar. Estoy por aquí desde las 6.00 de la mañana hasta las 19.30 horas de la tarde", detalla la mujer.
Sigue -admite- tan libre y necesitada de blanca como cuando se lanzó a buscar jornal disfrazada de varón con los trajes que le había legado su difunto esposo. "Mi marido murió poco antes de dar a luz a nuestra hija. Mis hermanos me dijeron que era mejor entregar al bebé y buscar otro marido. Yo me negué", comenta sin inmutarse. "Les dejé muy claro", agrega, "que trabajaría para sacar adelante a mi hija. Intentaron obligarme y buscaron pretendientes pero no me doblegué. Les dije: 'Si viviera de vuestro dinero, podríais hacer conmigo lo que quisierais y tomar decisiones en mi nombre, pero no voy a necesitar vuestro dinero'. Y así ha sido hasta hoy". Entre ambas fechas discurre un largo catálogo de empleos precarios.
"Trabajé en el campo. Fui un campesino más. No me perdí ninguna cosecha. Luego me gané la vida en la albañilería fabricando ladrillos de adobe", evoca la protagonista de una epopeya difícil de creer entre los pliegues de la conservadora y patriarcal sociedad egipcia en la que la violencia de género, las madres solteras y el trabajo femenino continúan en zona de sombras. Un tabú confirmado por las frías estadísticas: según el índice de desigualdad de género del Foro Económico Mundial, Egipto ocupa el puesto 129 de los 142 países examinados. "Yo he cuidado muy bien de mí y de mi hija. Llevo galabiya porque quise trabajar como lo hace un hombre. Si hubiera optado por casarme con otro, mi hija estaría hoy debajo de un puente", asevera ante la mirada atenta de Hoda, la heredera que aún ocupa sus desvelos.
Hace dos años, sus cuatro décadas de lucha emergieron de repente en la prensa local. Fue un destape abrupto y lleno de ruido. En el pasado ya había sufrido los ataques de quienes descubrían su secreto pero, al hacerse pública, su proeza concitó palabras de elogio en rotativos y tertulias. Sisa -que jamás había abandonado los límites de Luxor y su aldea, Al Aqaltah- viajó a El Cairo, donde, aturdida por la repercusión, transitó platós y recibió homenajes y aplausos. Hasta el mismísimo presidente egipcio, el ex líder de ejército Abdelfatah al Sisi, la cortejó en su palacio de Ittihadiya y la condecoró como la madre egipcia más extraordinaria.
El homenaje público no ha aplacado su miseria, pero sí la ha vuelto una forofa incondicional del mariscal que gobierna la tierra de los faraones justo cuando arrecian las críticas por un mandato marcado por la represión y la depresión económica. "Que Dios bendiga a Al Sisi y castigue a quienes le odian. Quienes le menosprecian atacan a Dios. Sin él estaríamos todos muertos", maldice mientras se acomoda el turbante. Bajo el pañuelo azul pálido, asoma una cabellera plateada que ha crecido ligeramente tras el último rasurado.
Desde hace algún tiempo, la "matriarca" de los egipcios también regenta un pequeño quiosco plantado en un rincón de la estación. Con los estantes vacíos y las paredes forradas de imágenes de ulemas y leyendas como la de Gamal Abdelnaser, el puesto ofrece un aspecto desolador: la única mercancía que exhibe son una caja de galletas y cigarrillos de la marca local Cleopatra. "La situación económica es cada vez peor y no tengo dinero para comprar género", se disculpa la limpiabotas mientras saca lustre a unas babuchas. En medio de una severa crisis que ha obligado a devaluar drásticamente la moneda local y ha disparado la inflación, Sisa se las arregla para malvivir con unas ganancias que no superan las 20 libras egipcias diarias (alrededor de un euro).
"Toda la gente me felicita por mi valor, pero nadie me ayuda. En todo caso, yo doy gracias a Dios", repite la apodada como Abu Hoda (el padre de Hoda), convertida en un miembro más de la parroquia masculina de Luxor, la Tebas de los faraones. Con los hombres comparte sorbos de té en los cafés y plegarias en la mezquita.
En general, los negocios no le han ido bien desde su irrupción mediática. "Al Sisi me concedió 5.000 libras cuando me entregó el galardón. Los empleé en comprar 85 metros cuadrados de tierra y comencé a construir una casa pero el antiguo dueño me estafó y me ha dejado sin techo", denuncia forzada a vivir en una vivienda prestada en un vecindario próximo a uno de los cementerios de la urbe. Ahora, aparte de mantener a su hija, también alimenta a sus seis nietos. "Su marido está enfermo y mi nieto pequeño no puede caminar", se queja Sisa, ansiosa por cumplir la sagrada obligación de peregrinar hasta los confines de La Meca. "Es mi sueño. Sólo le pido a Dios que me proporcione un techo y que no le falta de nada a mi hija. Yo trabajé como un hombre para ella y ahora quiero descansar".
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