Imagen: El País / Joost van der Westhuizen |
Joost van der Westhuizen, símbolo del rugby sudafricano y apoyo de Mandela tras el ‘apartheid’, fallece a los 45 años.
John Carlin | El País, 2017-02-07
http://deportes.elpais.com/deportes/2017/02/07/actualidad/1486497364_839358.html
Nunca en la historia un acontecimiento deportivo tuvo más impacto en el destino político de un país que la final del Mundial de rugby de 1995 entre Sudáfrica y Nueva Zelanda. Antes del partido el resultado parecía depender de Jonah Lomu, un fenómeno de la naturaleza neozelandés. Acabó siendo más determinante el sudafricano Joost van der Westhuizen, que murió esta semana a los 45 años después de seis años de lucha contra una cruel enfermedad.
La victoria sudafricana en Johanesburgo por 15 a 12 no solo unió a un país racialmente dividido como ninguno sino que consolidó la legitimidad del nuevo presidente negro, Nelson Mandela, entre la población blanca y, lo más importante, eliminó de una vez y por todas la latente posibilidad de que surgiera un movimiento contrarrevolucionario terrorista de extrema derecha. Los jugadores sudafricanos, todos blancos salvo uno, se convirtieron aquel día en actores políticos, discípulos y soldados de Mandela. Pocos influyeron más en el resultado final que el gran medio-melé conocido en el mundo del rugby simplemente como Joost (pronunciado “Yust”).
Es verdad que el que marcó todos los puntos para Sudáfrica aquel día fue otro, Joel Stransky, pero Joost fue casi igual de indispensable. Por dos razones.
Primero, la gran preocupación de los sudafricanos antes de la final fue que Lomu los iba a masacrar de la misma manera que había masacrado a la selección inglesa en la semifinal. Contra los ingleses, Lomu, una especie de locomotora humana, había sido como un adulto abusón jugando contra un equipo de niños de diez años. Una vez que recibía el balón y entraba en carrera no había dios que lo parara.
A los diez minutos de comenzar la final contra Sudáfrica, Lomu recibió el balón y entró en carrera. Fue el momento definitivo del partido. Lomu evadió un intento de placaje y, casi con desdén aunque se trataba del también portentoso capitán sudafricano Francois Pienaar, evadió otro. Toda Sudáfrica contuvo la respiración. Y ahí fue cuando apareció Joost van der Westhuizen, un tipo alto y musculado en el mundo normal, un flaco huesudo en el mundo del rugby de primer nivel, una birria al lado de Lomu. El medio-melé se lanzó a las piernas del gigante neozelandés y lo derribó como un árbol.
Mejor inyección de moral para el equipo sudafricano imposible. Le perdieron el miedo a Lomu. Era humano. Si Joost lo podía neutralizar (lo haría dos veces más durante el partido), los demás también podrían. Así fue. El impacto de Lomu acabó siendo mínimo.
La segunda intervención decisiva de Joost fue en el momento culminante de la final, cuando el partido estaba empatado 12 a 12 en la segunda mitad de tiempo adicional. Aquí fue donde entró en juego su inteligencia táctica. El árbitro pitó un ‘scrum’, o melé, cerca de la línea neozelandesa. Pienaar le dio una orden a Van der Westhuizen. Que no pasara el balón a los tres cuartos. Stransky, el apertura, le dio otra. Que le diera el balón a él: veía una oportunidad de marcar con el pie, de colocar un ‘drop’ entre los palos. Lo normal es obedecer las instrucciones del capitán. Joost se rebeló. Hizo lo que le pidió Stransky y el resto es historia.
El nuevo himno
Un detalle para aquellos que han visto la película ‘Invictus’ de Clint Eastwood. El guion dice que, salvo Pienaar, los jugadores sudafricanos no quisieron aprender a cantar el nuevo himno “negro”, ‘Nkosi Sikelel’i Afrika’, introducido cuando Mandela asumió la presidencia en 1994. La idea confeccionada por Hollywood fue, básicamente, que eran unos racistas. En la vida real no fue así. Todos aprendieron la canción con entusiasmo, ninguno más que Joost, que entendió perfectamente el coraje con el que debía cumplir la misión en ese Mundial de ayudar a Mandela a asentar los frágiles cimientos de la joven democracia sudafricana.
No se escondió tampoco cuando fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad genética y degenerativa que frena la capacidad del cerebro de enviar mensajes a los músculos. Aunque iba en silla de ruedas y apenas podía hablar, insistió en aparecer en público en su país y por medio mundo dando a conocer su enfermedad e inspirando a los que la sufrían con él. De pocos deportistas de élite se puede decir que fueron atletas, personas y también ciudadanos ejemplares. Joost can der Westhuizen, que vivió la tragedia y la gloria en igual medida, fue uno de ellos.
La victoria sudafricana en Johanesburgo por 15 a 12 no solo unió a un país racialmente dividido como ninguno sino que consolidó la legitimidad del nuevo presidente negro, Nelson Mandela, entre la población blanca y, lo más importante, eliminó de una vez y por todas la latente posibilidad de que surgiera un movimiento contrarrevolucionario terrorista de extrema derecha. Los jugadores sudafricanos, todos blancos salvo uno, se convirtieron aquel día en actores políticos, discípulos y soldados de Mandela. Pocos influyeron más en el resultado final que el gran medio-melé conocido en el mundo del rugby simplemente como Joost (pronunciado “Yust”).
Es verdad que el que marcó todos los puntos para Sudáfrica aquel día fue otro, Joel Stransky, pero Joost fue casi igual de indispensable. Por dos razones.
Primero, la gran preocupación de los sudafricanos antes de la final fue que Lomu los iba a masacrar de la misma manera que había masacrado a la selección inglesa en la semifinal. Contra los ingleses, Lomu, una especie de locomotora humana, había sido como un adulto abusón jugando contra un equipo de niños de diez años. Una vez que recibía el balón y entraba en carrera no había dios que lo parara.
A los diez minutos de comenzar la final contra Sudáfrica, Lomu recibió el balón y entró en carrera. Fue el momento definitivo del partido. Lomu evadió un intento de placaje y, casi con desdén aunque se trataba del también portentoso capitán sudafricano Francois Pienaar, evadió otro. Toda Sudáfrica contuvo la respiración. Y ahí fue cuando apareció Joost van der Westhuizen, un tipo alto y musculado en el mundo normal, un flaco huesudo en el mundo del rugby de primer nivel, una birria al lado de Lomu. El medio-melé se lanzó a las piernas del gigante neozelandés y lo derribó como un árbol.
Mejor inyección de moral para el equipo sudafricano imposible. Le perdieron el miedo a Lomu. Era humano. Si Joost lo podía neutralizar (lo haría dos veces más durante el partido), los demás también podrían. Así fue. El impacto de Lomu acabó siendo mínimo.
La segunda intervención decisiva de Joost fue en el momento culminante de la final, cuando el partido estaba empatado 12 a 12 en la segunda mitad de tiempo adicional. Aquí fue donde entró en juego su inteligencia táctica. El árbitro pitó un ‘scrum’, o melé, cerca de la línea neozelandesa. Pienaar le dio una orden a Van der Westhuizen. Que no pasara el balón a los tres cuartos. Stransky, el apertura, le dio otra. Que le diera el balón a él: veía una oportunidad de marcar con el pie, de colocar un ‘drop’ entre los palos. Lo normal es obedecer las instrucciones del capitán. Joost se rebeló. Hizo lo que le pidió Stransky y el resto es historia.
El nuevo himno
Un detalle para aquellos que han visto la película ‘Invictus’ de Clint Eastwood. El guion dice que, salvo Pienaar, los jugadores sudafricanos no quisieron aprender a cantar el nuevo himno “negro”, ‘Nkosi Sikelel’i Afrika’, introducido cuando Mandela asumió la presidencia en 1994. La idea confeccionada por Hollywood fue, básicamente, que eran unos racistas. En la vida real no fue así. Todos aprendieron la canción con entusiasmo, ninguno más que Joost, que entendió perfectamente el coraje con el que debía cumplir la misión en ese Mundial de ayudar a Mandela a asentar los frágiles cimientos de la joven democracia sudafricana.
No se escondió tampoco cuando fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad genética y degenerativa que frena la capacidad del cerebro de enviar mensajes a los músculos. Aunque iba en silla de ruedas y apenas podía hablar, insistió en aparecer en público en su país y por medio mundo dando a conocer su enfermedad e inspirando a los que la sufrían con él. De pocos deportistas de élite se puede decir que fueron atletas, personas y también ciudadanos ejemplares. Joost can der Westhuizen, que vivió la tragedia y la gloria en igual medida, fue uno de ellos.
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