Imagen: El País / Mujer refugiada con su hija, en Grecia |
Las mujeres varadas en Grecia se enfrentan a múltiples problemas cuando esperan un hijo y a veces ni siquiera quieren tenerlos.
Helena Vázquez | El País, 2017-05-03
http://elpais.com/elpais/2017/05/02/planeta_futuro/1493740966_606816.html
A Masuma, María y Férima les une el hecho de ser afganas, madres y nómadas por fuerza. Sus críos también son hijos de esta permanente huida. Nacieron en el exilio: Irán, Turquía y Grecia. Ninguna de las tres sabe lo que es traer una persona al mundo en el calor de un hogar.
Masuma conoce la dureza de cruzar la frontera aún embarazada; Férima y María, la crueldad de verse obligadas a cruzar el Egeo con niños que apenas sabían andar en Brazos. A esta última, además, le ha tocado conocer de primera mano qué significa verse entre la vida y la muerte en medio del mar después de que su barca volcara. Y sus interminables rutas aún no han llegado a su fin. En suspenso a la espera de poder llegar a su destino, su existencia continúa y nuevos seres humanos se conciben, nacen y crecen en el peor campo de refugiados de Grecia: Ellenikó, a unos pocos kilómetros de la capital, Atenas.
Con mucha destreza, se descalzan con la ayuda de sus talones y retiran con una mano la sábana convertida en una fina pared que delimita los minúsculos espacios de intimidad de cada familia. Con la otra extremidad, agarran a sus pequeños sin quitar el ojo a los mayores que dan brincos detrás de ellos. Saben que con un descuido en esta ruinosa y gigantesca infraestructura abandonada que ahora acoge a los refugiados podría acarrearles un disgusto. Sus rostros impávidos exhiben a primera vista una asombrosa capacidad para desarrollar cualquier actividad cotidiana con medios escasos y en condiciones de salubridad pésimas.
“Aquí nadie nos ayuda, todo es muy difícil con los críos”, denuncia Masuma una vez sentada en el trozo de ropa de dos metros cuadrados bautizado como el salón de Férima. María, embarazada de 4 meses, y la propia Férima, con sus dos hijos a su lado, asienten con la cabeza. Según relatan estas mujeres, el abandono por parte de las instituciones es patente en todo momento: en la concepción, embarazo, parto, posparto y crianza.
Dar a luz a ciegas
A menudo, la ambulancia tarda horas en llegar cuando hay un problema médico. María, que está de cuatro meses, bromea con ello: “Pues tendré el hijo aquí si la ambulancia no llega”. Masuma no está para bromas y destaca con especial preocupación la falta de traductor durante su parto. Le practicaron una cesárea, una operación muy común en Grecia. De hecho, un 60% de los nacimientos en este país del Mediterráneo se produce gracias a esta incisión quirúrgica en el abdomen. Un índice muy alto.
Para efectuar esta intervención el médico necesita el consentimiento de la mujer. Y esta joven no pudo prestarlo formalmente porque no habla ni una gota de inglés o griego. La falta de mediadores en los hospitales del país es otra de las consecuencias de los recortes en sanidad: el presupuesto se ha visto reducido aproximadamente a un tercio en los últimos ocho años. En muchas ocasiones, a la ausencia de traductor se le añade el hecho de que el personal sanitario es masculino, un fenómeno europeo que no se ajusta a los estándares culturales de muchas mujeres que provienen de Oriente Medio. Esta incapacidad para comunicarse, para comprender lo que pasa alrededor, las conduce demasiado a menudo al aislamiento en un momento en el que su cuerpo está en manos de otros. Por eso, se han reportado casos de partos que se han convertido en verdaderos traumas.
La vida sigue bajo cualquier circunstancia
Han pasado once meses después de que Masuma diera a luz, poco después de que cerraran la ruta Balcánica, y su crío sigue en Ellenikó. En la actualidad, más de 62.000 refugiados siguen atrapados en Grecia. Los vestigios desgastados y sucios de lo que un día fue aeropuerto y recinto olímpico son lo único que ha visto su primer hijo. María espera su segundo crío en este complejo, donde viven hacinadas más de 1.500 personas. La capacidad para seguir procreando en ambientes hostiles es sorprendente. Alrededor de un 10% de mujeres que viajan clandestinamente a Europa están embarazadas.
¿Vale la pena seguir teniendo hijos en estas condiciones? “Oh sí, claro, la vida sigue bajo cualquier circunstancia” dice Lía Motska, gerente de una clínica para mujeres de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Atenas. “La gente sigue teniendo sexo”. Esta veterana de MSF, que acumula una larga trayectoria profesional en Oriente Medio, asegura que las adversidades no siempre suponen una barrera para ampliar la familia. Es más, en su clínica asesoran a desplazadas que tienen problemas para quedarse embarazadas.
Métodos anticonceptivos: protección para cruzar fronteras
En la mayoría de casos, en el centro de MSF proporcionan información y material para prevenir embarazos no deseados. Las precauciones que brinda esta clínica no siempre son un método de planificación familiar. A veces constituyen un elemento clave para proteger a la mujer en esta larga ruta hacia Europa. “He visto mujeres embarazadas porque habían sido violadas por traficantes”, declara Motska.
Los abusos sexuales no solo se producen durante el camino propiamente dicho, sino en los campos donde la estancia temporal ya tiene un carácter casi permanente. Masuma, María y Férima coinciden que su nuevo hogar no es un lugar seguro. Más de un 46% de las féminas no se sienten seguras en los campos de refugiados, según un estudio de Refugee Rights Data Project que documenta, además, casos de violación, prostitución forzada, matrimonio forzoso y tráfico.
"Muchas mujeres, sobre todo africanas, llegan aquí con un implante porque prevén una violación nada más salir de su país", afirma Motska. La profesional sanitaria recuerda que este tipo de prevenciones son vitales. Por ello, muy a menudo, cuando las visitan adolescentes o madres solteras que deben continuar su viaje les alertan sobre estos riesgos. “Muchas nos responden que no practican sexo, que su marido murió a la guerra, que están divorciadas... Nosotros les decimos que es para su seguridad, porque viajan solas y nuestra experiencia nos dice que ellas encajan en la categoría de alto riesgo”.
Las ONG juegan un papel imprescindible para asegurar un aborto seguro porque facilitan información y sobre todo acompañan a las mujeres durante el proceso. Las enormes barreras lingüísticas, culturales y en muchos casos geográficas —la mayoría de campos se encuentran aislados de los núcleos urbanos— impiden que la decisión de terminar el embarazo sea una opción viable.
Campos que amenazan la salud de madres y bebés
Anni Okoba, de Nigeria, ejerce de comadrona en una clínica de Médicos del Mundo. Y no tiene ninguna duda de que las condiciones en los campos causan un gran impacto sobre la salud de las madres y de los niños. “Muchas llegan a la clínica muy preocupadas por su futuro. Lo primero que me preguntan es: ¿Qué voy a hacer?”, explica Okoba. La presión psicológica que recae sobre las personas varadas en Grecia sin posibilidad de salir afecta a quienes lo viven y a los que están por venir. "La mayoría de mujeres embarazadas que me visitan, además de tener problemas de salud mental, no comen", añade la enfermera.
La baja calidad de los alimentos que sirven en muchos campos, combinado con las náuseas asociadas al embarazo, provoca que muchas de estas desplazadas apenas coman. Un estudio conducido por Hellenic Action of Human Rights vincula la mala nutrición las madres a la salud de los niños, que en ocasiones deben ser hospitalizados por más días de lo habitual. Esta investigación destaca casos de enfermedades casi ausentes entre los niños griegos: fiebre amarilla, meningitis, falta de vitamina D, sepsis neonatal y tuberculosis.
Y las enfermedades se propagan a la velocidad de la luz cuando los refugiados viven apelotonados en recintos como el de Ellenikó. Férima muestra con preocupación una infección cutánea de su pequeño que apenas llega al año y medio. “Nos ponemos enfermos a menudo”, cuenta. Estas dolencias complican la lactancia. Masuma, por ejemplo, tuvo que dejar de dar el pecho por una infección. Okoba afirma que “la alternativa de usar el biberón en los campos no es segura por las condiciones de salubridad”.
A esta joven afgana, que dio luz hace 11 meses, aún le duele la espalda porque no ha dormido en un colchón desde que llegó a Grecia. De hecho, cinco días después de su cesárea volvió a la cruda realidad del campo, donde descansar es un lujo que muchos ya han olvidado. La comadrona que trabaja con las desplazadas denuncia esta situación: “tener un sitio para relajarse y sentirse cómoda después de un parto es vital y en la mayoría de casos no tienen esto”.
“Para limpiar la ropa tenemos que andar mucho”, se lamenta María. Cualquier acto cotidiano, como ducharse, colgar la ropa, comer o lavarse las manos exige un esfuerzo titánico. “Durante muchos meses tuve que lavar a mi hijo con agua fría porque no tenía alternativa”, añade Masuma. A Férima le agota no disponer de paredes y de un techo seguro para poder controlar a sus críos. La crianza en estas zonas es el segundo capítulo de una maternidad complicada.
Masuma conoce la dureza de cruzar la frontera aún embarazada; Férima y María, la crueldad de verse obligadas a cruzar el Egeo con niños que apenas sabían andar en Brazos. A esta última, además, le ha tocado conocer de primera mano qué significa verse entre la vida y la muerte en medio del mar después de que su barca volcara. Y sus interminables rutas aún no han llegado a su fin. En suspenso a la espera de poder llegar a su destino, su existencia continúa y nuevos seres humanos se conciben, nacen y crecen en el peor campo de refugiados de Grecia: Ellenikó, a unos pocos kilómetros de la capital, Atenas.
Con mucha destreza, se descalzan con la ayuda de sus talones y retiran con una mano la sábana convertida en una fina pared que delimita los minúsculos espacios de intimidad de cada familia. Con la otra extremidad, agarran a sus pequeños sin quitar el ojo a los mayores que dan brincos detrás de ellos. Saben que con un descuido en esta ruinosa y gigantesca infraestructura abandonada que ahora acoge a los refugiados podría acarrearles un disgusto. Sus rostros impávidos exhiben a primera vista una asombrosa capacidad para desarrollar cualquier actividad cotidiana con medios escasos y en condiciones de salubridad pésimas.
“Aquí nadie nos ayuda, todo es muy difícil con los críos”, denuncia Masuma una vez sentada en el trozo de ropa de dos metros cuadrados bautizado como el salón de Férima. María, embarazada de 4 meses, y la propia Férima, con sus dos hijos a su lado, asienten con la cabeza. Según relatan estas mujeres, el abandono por parte de las instituciones es patente en todo momento: en la concepción, embarazo, parto, posparto y crianza.
Dar a luz a ciegas
A menudo, la ambulancia tarda horas en llegar cuando hay un problema médico. María, que está de cuatro meses, bromea con ello: “Pues tendré el hijo aquí si la ambulancia no llega”. Masuma no está para bromas y destaca con especial preocupación la falta de traductor durante su parto. Le practicaron una cesárea, una operación muy común en Grecia. De hecho, un 60% de los nacimientos en este país del Mediterráneo se produce gracias a esta incisión quirúrgica en el abdomen. Un índice muy alto.
Para efectuar esta intervención el médico necesita el consentimiento de la mujer. Y esta joven no pudo prestarlo formalmente porque no habla ni una gota de inglés o griego. La falta de mediadores en los hospitales del país es otra de las consecuencias de los recortes en sanidad: el presupuesto se ha visto reducido aproximadamente a un tercio en los últimos ocho años. En muchas ocasiones, a la ausencia de traductor se le añade el hecho de que el personal sanitario es masculino, un fenómeno europeo que no se ajusta a los estándares culturales de muchas mujeres que provienen de Oriente Medio. Esta incapacidad para comunicarse, para comprender lo que pasa alrededor, las conduce demasiado a menudo al aislamiento en un momento en el que su cuerpo está en manos de otros. Por eso, se han reportado casos de partos que se han convertido en verdaderos traumas.
La vida sigue bajo cualquier circunstancia
Han pasado once meses después de que Masuma diera a luz, poco después de que cerraran la ruta Balcánica, y su crío sigue en Ellenikó. En la actualidad, más de 62.000 refugiados siguen atrapados en Grecia. Los vestigios desgastados y sucios de lo que un día fue aeropuerto y recinto olímpico son lo único que ha visto su primer hijo. María espera su segundo crío en este complejo, donde viven hacinadas más de 1.500 personas. La capacidad para seguir procreando en ambientes hostiles es sorprendente. Alrededor de un 10% de mujeres que viajan clandestinamente a Europa están embarazadas.
¿Vale la pena seguir teniendo hijos en estas condiciones? “Oh sí, claro, la vida sigue bajo cualquier circunstancia” dice Lía Motska, gerente de una clínica para mujeres de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Atenas. “La gente sigue teniendo sexo”. Esta veterana de MSF, que acumula una larga trayectoria profesional en Oriente Medio, asegura que las adversidades no siempre suponen una barrera para ampliar la familia. Es más, en su clínica asesoran a desplazadas que tienen problemas para quedarse embarazadas.
Métodos anticonceptivos: protección para cruzar fronteras
En la mayoría de casos, en el centro de MSF proporcionan información y material para prevenir embarazos no deseados. Las precauciones que brinda esta clínica no siempre son un método de planificación familiar. A veces constituyen un elemento clave para proteger a la mujer en esta larga ruta hacia Europa. “He visto mujeres embarazadas porque habían sido violadas por traficantes”, declara Motska.
Los abusos sexuales no solo se producen durante el camino propiamente dicho, sino en los campos donde la estancia temporal ya tiene un carácter casi permanente. Masuma, María y Férima coinciden que su nuevo hogar no es un lugar seguro. Más de un 46% de las féminas no se sienten seguras en los campos de refugiados, según un estudio de Refugee Rights Data Project que documenta, además, casos de violación, prostitución forzada, matrimonio forzoso y tráfico.
"Muchas mujeres, sobre todo africanas, llegan aquí con un implante porque prevén una violación nada más salir de su país", afirma Motska. La profesional sanitaria recuerda que este tipo de prevenciones son vitales. Por ello, muy a menudo, cuando las visitan adolescentes o madres solteras que deben continuar su viaje les alertan sobre estos riesgos. “Muchas nos responden que no practican sexo, que su marido murió a la guerra, que están divorciadas... Nosotros les decimos que es para su seguridad, porque viajan solas y nuestra experiencia nos dice que ellas encajan en la categoría de alto riesgo”.
Las ONG juegan un papel imprescindible para asegurar un aborto seguro porque facilitan información y sobre todo acompañan a las mujeres durante el proceso. Las enormes barreras lingüísticas, culturales y en muchos casos geográficas —la mayoría de campos se encuentran aislados de los núcleos urbanos— impiden que la decisión de terminar el embarazo sea una opción viable.
Campos que amenazan la salud de madres y bebés
Anni Okoba, de Nigeria, ejerce de comadrona en una clínica de Médicos del Mundo. Y no tiene ninguna duda de que las condiciones en los campos causan un gran impacto sobre la salud de las madres y de los niños. “Muchas llegan a la clínica muy preocupadas por su futuro. Lo primero que me preguntan es: ¿Qué voy a hacer?”, explica Okoba. La presión psicológica que recae sobre las personas varadas en Grecia sin posibilidad de salir afecta a quienes lo viven y a los que están por venir. "La mayoría de mujeres embarazadas que me visitan, además de tener problemas de salud mental, no comen", añade la enfermera.
La baja calidad de los alimentos que sirven en muchos campos, combinado con las náuseas asociadas al embarazo, provoca que muchas de estas desplazadas apenas coman. Un estudio conducido por Hellenic Action of Human Rights vincula la mala nutrición las madres a la salud de los niños, que en ocasiones deben ser hospitalizados por más días de lo habitual. Esta investigación destaca casos de enfermedades casi ausentes entre los niños griegos: fiebre amarilla, meningitis, falta de vitamina D, sepsis neonatal y tuberculosis.
Y las enfermedades se propagan a la velocidad de la luz cuando los refugiados viven apelotonados en recintos como el de Ellenikó. Férima muestra con preocupación una infección cutánea de su pequeño que apenas llega al año y medio. “Nos ponemos enfermos a menudo”, cuenta. Estas dolencias complican la lactancia. Masuma, por ejemplo, tuvo que dejar de dar el pecho por una infección. Okoba afirma que “la alternativa de usar el biberón en los campos no es segura por las condiciones de salubridad”.
A esta joven afgana, que dio luz hace 11 meses, aún le duele la espalda porque no ha dormido en un colchón desde que llegó a Grecia. De hecho, cinco días después de su cesárea volvió a la cruda realidad del campo, donde descansar es un lujo que muchos ya han olvidado. La comadrona que trabaja con las desplazadas denuncia esta situación: “tener un sitio para relajarse y sentirse cómoda después de un parto es vital y en la mayoría de casos no tienen esto”.
“Para limpiar la ropa tenemos que andar mucho”, se lamenta María. Cualquier acto cotidiano, como ducharse, colgar la ropa, comer o lavarse las manos exige un esfuerzo titánico. “Durante muchos meses tuve que lavar a mi hijo con agua fría porque no tenía alternativa”, añade Masuma. A Férima le agota no disponer de paredes y de un techo seguro para poder controlar a sus críos. La crianza en estas zonas es el segundo capítulo de una maternidad complicada.
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