La recuperación de toda la obra de Carson McCullers por parte de Seix Barral es una excusa para acercarse o revisitar la obra de una de las escritoras clave del siglo XX. El próximo jueves se cumplen cien años de su nacimiento.
Juan Bonilla | El Mundo, 2017-01-14
http://www.elmundo.es/cultura/2017/01/14/5879278b268e3e0d248b463a.html
Bukowski retrató su final en un poema: «Murió alcohólica/envuelta en una manta/ sobre una silla plegable/ en un transatlántico./ Y todos esos libros suyos/ de aterradora soledad/ esos libros/ sobre la crueldad/ del amor sin amor/ es todo lo que de ella queda/ uno que pasaba/ descubrió su cuerpo/ y avisó al capitán/ y su cadáver fue trasladado/ a otra zona del barco/ mientras todo lo demás seguía/ exactamente como ella lo había descrito».
No es verdad que lo único que quede de ella sean sus libros: según la época, Carson McCullers, después de muerta, corrió el riesgo de ser engullida por su excelente personaje. Hubo un momento en que la estupenda biografía de Virginia Spencer Carr, ‘The lonely hunte’r, tenía más lectores y suscitaba más atención que las propias novelas de la biografiada. Importaba de ella lo anecdótico, como si fuera verdad lo que decía Hypolithe Taine, que lo esencial siempre se oculta en las anécdotas. En la revista humorística Modern Drunkard se detallaba la dieta Carson McCullers: se saluda el día con una cerveza antes de ponerse ante la máquina de escribir, luego sorbitos de jerez mientras se escribe si es un día caluroso, si no, si hace falta leña para el horno, lingotazos de whisky. Al café le va bien un poco de brandy, y ya puestos puede que sobre el café. Antes de cenar, para celebrar el final de la jornada y las dos o tres páginas que han gateado hacia la realidad en una primera versión a la que le harán falta muchas correcciones, un martini. Luego hay que salir de fiesta o a cenar con amigos, y entonces más martinis, coñacs y whiskis. Para despedir el día, una cerveza. La dieta Carson McCullers tiene tres ingredientes: ginebra, cigarrillos y desesperación. Según Truman Capote, lo extraño no es que muriera a los 50 años, lo verdaderamente extraño es que no hubiera muerto mucho antes. Y Gore Vidal, siempre al quite, la despidió con el sintagma «la desgraciada más talentosa que he conocido».
Pero me parece que no corre el riesgo Carson McCullers de que se la reduzca a anécdotas: su obra narrativa es tan potente, tan eléctrica, que enseguida que se monta uno en cualquiera de sus relatos o novelas puede prescindir del personaje de la escritora que las compuso y sus circunstancias. Puede prescindir de los capítulos esenciales de una biografía tan cinematográfica como la suya -sus romances sin apenas roce con Katherine Anne Porter o Annemarie Schwarzenbach, a quien dedicó Reflejos en un ojo dorado-, su amistad con los Bowles y Tennessee Williams, la necesidad de extraerse de los adentros el Sur que llevaba allí instalado, aunque vivía en Nueva York -y luego París- haciendo vida literaria y artística, incluso las impresiones que causaban sus libros en autoras aparentemente cercanas -«Reloj sin manecillas es el peor libro que he leído en mi vida» escribió en una carta Flannery O'Connor, «sus monstruos no son reales» dijo Jane Bowles-.
Incluso prescindiremos fácilmente de las etiquetas con la que los académicos y los críticos quisieron agarrarla desde su primer libro –‘El corazón es un cazador solitario,’ publicado cuando tenía sólo 23 años-, ubicarla para que su personalidad radiante, su mundo de gente anormal que viene a demostrar que la normalidad es lo monstruoso, la libertad una palabra hueca, la violencia una norma que se impone en todas las relaciones y rige todas las vidas, no destacara en el poker de damas del Sur. A los académicos les gustan los grupos, les facilita la tarea de hacer sus bonitos árboles genealógicos, y decir el Sur en Estados Unidos es convocar a Faulkner, y ya está hecho el equipo, con Faulkner de padre de familia y sus cuatro hijas distinguidas, Flannery O'Connor, Eudora Welty, Porter y McCullers, aire calcinante y pegajoso, limonada en el porche, un rayo avisando tormenta. «Gótico sureño» escribió alguien, y ahí se quedó la etiqueta, tratando de tapar lo que importa, sin llegar a desactivar nunca eso que corre por debajo de la realidad y que no puede llamarse de otro modo que vida.
Porque de vidas maltrechas está hecha la obra narrativa de McCullers, sí, de gente en los márgenes en pelea constante, y no buscada -castigados por un Dios en el que no creía- con las instituciones que inventan la realidad, las normas, el modo en el que hay que vivir. Todo lo que se salga de lo decretado cae del lado de la miseria y la desolación. Pero ahí está la mirada de McCullers, entre los narradores americanos del siglo XX quizá la mirada más poética, entendiendo por poética la que mejor indaga en los laberintos no sólo personales de cada uno de sus personajes sino también en los de la sociedad en que tienen que desenvolverse, para presentarnos a unos seres complejos, desgraciados, límites, con una ternura decisiva que no tiene parangón, una ternura que es elemento esencial del toque McCullers.
En el epílogo que Tenesse Williams le pone a la reedición de ‘Reflejos en un ojo dorado’, inventa una conversación con un antagonista que considera enfermizos los libros de McCullers. Williams trata de convencerle de que esos seres desequilibrados, esas circunstancias depravadas explicitadas en las novelas y relatos de McCullers son símbolos que pretenden condensar lo horrible. Dice Williams que el único escritor que consiguió concentrar el horror y encerrarlo en un envoltorio cotidiano fue Joyce. No sé, no estoy seguro, más bien creo que no. Pero en cualquier caso, me parece discutible que los personajes de McCullers pretendan ser símbolos. Y no creo, desde luego, que su pretensión se limite a concentrar en unos impactos narrativos sólo la miserable condición humana, sino justo lo contrario: aceptar esa miseria e indagar en ella, a través de sus jorobados enamorados, de sus sordomudos enamorados, de sus gigantas enamoradas, de sus soldados enamorados, de sus niñas de 12 años que no pueden entender cómo su hermano y héroe accede a entrar en el mundo de los mayores, para obtener esta violentas baladas llenas sin duda de ruido y furia, pero también de una belleza conmovedora, sustancial, inédita.
En sus últimos meses, después de una serie de ataques cerebrovasculares, Carson McCullers compuso su última sinfonía, esta vez autobiográfica. La dictó, pues ya no podía escribir. Ahí la vemos niña feliz en Georgia, hija de un joyero al que le iban bien las cosas y que cuando su hija cumple los 14 años le regala una máquina de escribir, la vemos intrigada por una escena en un bar en el que una mujer gigantesca está acompañado de un diminuto jorobado (y de esa imagen extraería su obra maestra, La balada del café triste), la vemos disfrutando de un éxito precoz gracias a su primera novela, que surgió de un texto previo titulado ‘El mudo’. Esa primera novela presta la voz precisamente a quienes no tenían voz: a personajes como el sordomudo John Singer y su compañero de piso y quizá amante Spiros, que se vuelve loco y acaba en un psiquiátrico dejando en la soledad más absoluta al protagonista. La atmósfera de ciudad industrial de Georgia años 30 es tan protagonista de la novela como Singer. Hace mucho que no releo la novela pero no puedo olvidar a una chica que ahorraba todo lo que podía para comprarse un piano: y eso es lo que importa de Carson McCullers, la nitidez con la que consigue presentarnos seres que se nos agarran a la memoria, la intensidad con la que penetra en las oscuridades de cada uno de esos personajes que han venido a un mundo de mierda y se las arreglan para que entre tanta mierda, haya siempre como un eco de conmovedora belleza. Aunque todos sean rechazados, aunque la violencia de la realidad acabe aplastando cada una de sus ilusiones y sus sueños. Aunque ni siquiera la soledad sea un refugio seguro para nadie -porque puede ser una puerta para la locura. Carson McCullers le dio voz a esa mudez. Hizo auténtica poesía con ella. Como decía el poema de Bukowski, nos quedan de ella esos libros de aterradora soledad. Y acompañan, y cantan algo de vida imponente en la intemperie de una realidad cuya norma es la violencia.
No es verdad que lo único que quede de ella sean sus libros: según la época, Carson McCullers, después de muerta, corrió el riesgo de ser engullida por su excelente personaje. Hubo un momento en que la estupenda biografía de Virginia Spencer Carr, ‘The lonely hunte’r, tenía más lectores y suscitaba más atención que las propias novelas de la biografiada. Importaba de ella lo anecdótico, como si fuera verdad lo que decía Hypolithe Taine, que lo esencial siempre se oculta en las anécdotas. En la revista humorística Modern Drunkard se detallaba la dieta Carson McCullers: se saluda el día con una cerveza antes de ponerse ante la máquina de escribir, luego sorbitos de jerez mientras se escribe si es un día caluroso, si no, si hace falta leña para el horno, lingotazos de whisky. Al café le va bien un poco de brandy, y ya puestos puede que sobre el café. Antes de cenar, para celebrar el final de la jornada y las dos o tres páginas que han gateado hacia la realidad en una primera versión a la que le harán falta muchas correcciones, un martini. Luego hay que salir de fiesta o a cenar con amigos, y entonces más martinis, coñacs y whiskis. Para despedir el día, una cerveza. La dieta Carson McCullers tiene tres ingredientes: ginebra, cigarrillos y desesperación. Según Truman Capote, lo extraño no es que muriera a los 50 años, lo verdaderamente extraño es que no hubiera muerto mucho antes. Y Gore Vidal, siempre al quite, la despidió con el sintagma «la desgraciada más talentosa que he conocido».
Pero me parece que no corre el riesgo Carson McCullers de que se la reduzca a anécdotas: su obra narrativa es tan potente, tan eléctrica, que enseguida que se monta uno en cualquiera de sus relatos o novelas puede prescindir del personaje de la escritora que las compuso y sus circunstancias. Puede prescindir de los capítulos esenciales de una biografía tan cinematográfica como la suya -sus romances sin apenas roce con Katherine Anne Porter o Annemarie Schwarzenbach, a quien dedicó Reflejos en un ojo dorado-, su amistad con los Bowles y Tennessee Williams, la necesidad de extraerse de los adentros el Sur que llevaba allí instalado, aunque vivía en Nueva York -y luego París- haciendo vida literaria y artística, incluso las impresiones que causaban sus libros en autoras aparentemente cercanas -«Reloj sin manecillas es el peor libro que he leído en mi vida» escribió en una carta Flannery O'Connor, «sus monstruos no son reales» dijo Jane Bowles-.
Incluso prescindiremos fácilmente de las etiquetas con la que los académicos y los críticos quisieron agarrarla desde su primer libro –‘El corazón es un cazador solitario,’ publicado cuando tenía sólo 23 años-, ubicarla para que su personalidad radiante, su mundo de gente anormal que viene a demostrar que la normalidad es lo monstruoso, la libertad una palabra hueca, la violencia una norma que se impone en todas las relaciones y rige todas las vidas, no destacara en el poker de damas del Sur. A los académicos les gustan los grupos, les facilita la tarea de hacer sus bonitos árboles genealógicos, y decir el Sur en Estados Unidos es convocar a Faulkner, y ya está hecho el equipo, con Faulkner de padre de familia y sus cuatro hijas distinguidas, Flannery O'Connor, Eudora Welty, Porter y McCullers, aire calcinante y pegajoso, limonada en el porche, un rayo avisando tormenta. «Gótico sureño» escribió alguien, y ahí se quedó la etiqueta, tratando de tapar lo que importa, sin llegar a desactivar nunca eso que corre por debajo de la realidad y que no puede llamarse de otro modo que vida.
Porque de vidas maltrechas está hecha la obra narrativa de McCullers, sí, de gente en los márgenes en pelea constante, y no buscada -castigados por un Dios en el que no creía- con las instituciones que inventan la realidad, las normas, el modo en el que hay que vivir. Todo lo que se salga de lo decretado cae del lado de la miseria y la desolación. Pero ahí está la mirada de McCullers, entre los narradores americanos del siglo XX quizá la mirada más poética, entendiendo por poética la que mejor indaga en los laberintos no sólo personales de cada uno de sus personajes sino también en los de la sociedad en que tienen que desenvolverse, para presentarnos a unos seres complejos, desgraciados, límites, con una ternura decisiva que no tiene parangón, una ternura que es elemento esencial del toque McCullers.
En el epílogo que Tenesse Williams le pone a la reedición de ‘Reflejos en un ojo dorado’, inventa una conversación con un antagonista que considera enfermizos los libros de McCullers. Williams trata de convencerle de que esos seres desequilibrados, esas circunstancias depravadas explicitadas en las novelas y relatos de McCullers son símbolos que pretenden condensar lo horrible. Dice Williams que el único escritor que consiguió concentrar el horror y encerrarlo en un envoltorio cotidiano fue Joyce. No sé, no estoy seguro, más bien creo que no. Pero en cualquier caso, me parece discutible que los personajes de McCullers pretendan ser símbolos. Y no creo, desde luego, que su pretensión se limite a concentrar en unos impactos narrativos sólo la miserable condición humana, sino justo lo contrario: aceptar esa miseria e indagar en ella, a través de sus jorobados enamorados, de sus sordomudos enamorados, de sus gigantas enamoradas, de sus soldados enamorados, de sus niñas de 12 años que no pueden entender cómo su hermano y héroe accede a entrar en el mundo de los mayores, para obtener esta violentas baladas llenas sin duda de ruido y furia, pero también de una belleza conmovedora, sustancial, inédita.
En sus últimos meses, después de una serie de ataques cerebrovasculares, Carson McCullers compuso su última sinfonía, esta vez autobiográfica. La dictó, pues ya no podía escribir. Ahí la vemos niña feliz en Georgia, hija de un joyero al que le iban bien las cosas y que cuando su hija cumple los 14 años le regala una máquina de escribir, la vemos intrigada por una escena en un bar en el que una mujer gigantesca está acompañado de un diminuto jorobado (y de esa imagen extraería su obra maestra, La balada del café triste), la vemos disfrutando de un éxito precoz gracias a su primera novela, que surgió de un texto previo titulado ‘El mudo’. Esa primera novela presta la voz precisamente a quienes no tenían voz: a personajes como el sordomudo John Singer y su compañero de piso y quizá amante Spiros, que se vuelve loco y acaba en un psiquiátrico dejando en la soledad más absoluta al protagonista. La atmósfera de ciudad industrial de Georgia años 30 es tan protagonista de la novela como Singer. Hace mucho que no releo la novela pero no puedo olvidar a una chica que ahorraba todo lo que podía para comprarse un piano: y eso es lo que importa de Carson McCullers, la nitidez con la que consigue presentarnos seres que se nos agarran a la memoria, la intensidad con la que penetra en las oscuridades de cada uno de esos personajes que han venido a un mundo de mierda y se las arreglan para que entre tanta mierda, haya siempre como un eco de conmovedora belleza. Aunque todos sean rechazados, aunque la violencia de la realidad acabe aplastando cada una de sus ilusiones y sus sueños. Aunque ni siquiera la soledad sea un refugio seguro para nadie -porque puede ser una puerta para la locura. Carson McCullers le dio voz a esa mudez. Hizo auténtica poesía con ella. Como decía el poema de Bukowski, nos quedan de ella esos libros de aterradora soledad. Y acompañan, y cantan algo de vida imponente en la intemperie de una realidad cuya norma es la violencia.
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