Paul B. Preciado |
Vuelvo a la ciudad donde nací para acompañar a mi madre en el hospital.
Paul B. Preciado | Ara, 2018-02-03
https://www.ara.cat/es/opinion/paul-b-preciado-mejor-que-hijo_0_1954604716.html
Vuelvo a la ciudad donde nací para acompañar a mi madre en el hospital los días que dura su recuperación después de una operación. Esa ciudad de Castilla, donde cuerpos humanos pasean enfundados en abrigos de pieles de animales que nunca vivieron en esa región y donde las casas tienen las ventanas cubiertas de banderas españolas, me aterra. Me digo que la piel de los extranjeros acaba convertida en abrigo. Y que la piel de los que nacieron allí se transforma un día u otro en bandera nacional. Pasamos los días y las noches en la habitación 314. El hospital ha sido recientemente renovado y, sin embargo, mi madre insiste en que esa habitación le recuerda a aquella en la que dio a luz cuando yo nací. A mí, precisamente porque no me recuerda a nada, esa habitación de hospital me parece más acogedora que la casa familiar, más segura que las calles comerciales, más festiva que las plazas eclesiásticas. Por las mañanas, después de que el médico haya pasado a hacer la visita, salgo a tomar un café con la excusa de que, en el hospital, situado en una zona casi descampada, no hay cafetería. Bordeo el río Arlanzón hasta la cafetería más cercana bajo un frío radiante que los castellanos llaman “sol de uñas.” Respiro un aire gélido, pero perfectamente limpio, que arrastra la ansiedad que se esconde en mi pecho.
Ser el hijo trans de una familia católica y española de derechas no es una tarea fácil. El cielo castellano es casi tan nítido como en Atenas, pero en Grecia el azul es cobalto, aquí acero. Cada mañana salgo y pienso en no volver. En desertar de la familia como se deserta de una guerra. Pero no lo hago, vuelvo y ocupo la silla del familiar acompañante que me fue asignada. De qué vale que la razón se avance si el corazón se queda, decía Baltasar Gracián. En el hospital, desde las doce hasta las ocho, se suceden las visitas. La habitación de hospital se vuelve un teatro público en el que mi madre y yo luchamos, no siempre con éxito, por restablecer los roles. Para presentarme, mi madre dice: es Paul, mi hijo. La respuesta es siempre la misma: Yo pensaba que tenías sólo una hija. A lo que mi madre añade, mientras mueve los ojos hacia arriba y hacia la derecha intentando imaginar una solución en medio de un callejón sin salida retórico: Sí, tenía solo una hija y ahora tengo un hijo. Uno de los visitantes responde: ah, es el marido de tu hija, no sabía que estuviera casada, enhorabuena... Es entonces cuando mi madre entiende que se ha equivocado de estrategia y da marcha atrás como quien intenta recoger a toda velocidad el hilo de una cometa que vuela ya demasiado lejos. Añade entonces: no, no, no estaba casada. Es mi hija... se calla durante un segundo en el que yo dejo de mirarla, y luego sigue: es mi hija que ahora es... mi hijo. Su voz dibuja una cúpula de Brunelescci que sube al decir hija y se estrella al decir hijo. No es fácil ser madre de un hijo trans en una ciudad donde tener un hijo maricón es peor que tener un hijo muerto. Y después son los ojos del visitante los que giran en todas las direcciones, antes de responder con un corto suspiro. A veces sonrío: me siento un Louis de Funès en una película de ciencia ficción –que es mi vida. Otras veces, el estupor me gana. Ya no se habla de la enfermedad de mi madre. Ahora la enfermedad soy yo.
No es fácil ser el hijo trans de una familia católica a la que le enseñaron que dios elige y que no se equivoca. Y que decidir algo distinto es llevarle la contraria a dios. Mi madre ha renegado de la doctrina de la iglesia. Dice que una madre es más importante que dios. Sigue yendo a misa los domingos, por supuesto: va a hacer sus cuentas con el más allá, dice, y en eso la Iglesia no tiene por qué meterse. Lo dice en voz baja, sabe que blasfema. No es fácil ser madre de un hijo trans cuando se vive en una comunidad de vecinos del Opus Dei. Me siento en deuda con ella porque no soy ni puedo ser un buen hijo. Soy mejor cuidador que hijo, pienso, mientras levanto los pies de esa mujer que es mi madre como si no lo fuera para mejorar su circulación sanguínea. Soy mejor informático que hijo pienso, mientras actualizo las aplicaciones de su teléfono, le reordeno la pantalla y le instalo algunos sonidos nuevos. Soy mejor peluquero que hijo, sospecho mientras recojo el cabello de esa mujer que es mi madre como si no lo fuera en forma de moño hacia atrás, ahuecando el pelo en la frente para darle volumen. Soy mejor tomador de fotografías de grupo para enviar a sus amigas que han pasado los 80 y que ya no pueden venir a verla que hijo. Soy mejor chico de los recados que hijo. Soy mejor buscador del video de la última actuación pública de Rocío Jurado que hijo. Soy mejor lector de periódico local que hijo. Soy mejor doblador y guardador de ropa de señora que hijo. Soy mejor limpiador de baños que hijo. Soy mejor enfermero de noche que hijo. Soy mejor aireador de habitaciones cargadas que hijo. Soy mejor buscador de llaves perdidas en un bolso que hijo. Soy mejor contador de pastillas que hijo. Soy mejor subidor y bajador de camas que hijo. Soy mejor fotocopiador de pólizas de médico que hijo. Y todo eso, cuidar, peinar, arreglar ordenadores y teléfonos, bajar videos, buscar llaves, hacer fotocopias…me calma, me ordena, me descansa.
Ser el hijo trans de una familia católica y española de derechas no es una tarea fácil. El cielo castellano es casi tan nítido como en Atenas, pero en Grecia el azul es cobalto, aquí acero. Cada mañana salgo y pienso en no volver. En desertar de la familia como se deserta de una guerra. Pero no lo hago, vuelvo y ocupo la silla del familiar acompañante que me fue asignada. De qué vale que la razón se avance si el corazón se queda, decía Baltasar Gracián. En el hospital, desde las doce hasta las ocho, se suceden las visitas. La habitación de hospital se vuelve un teatro público en el que mi madre y yo luchamos, no siempre con éxito, por restablecer los roles. Para presentarme, mi madre dice: es Paul, mi hijo. La respuesta es siempre la misma: Yo pensaba que tenías sólo una hija. A lo que mi madre añade, mientras mueve los ojos hacia arriba y hacia la derecha intentando imaginar una solución en medio de un callejón sin salida retórico: Sí, tenía solo una hija y ahora tengo un hijo. Uno de los visitantes responde: ah, es el marido de tu hija, no sabía que estuviera casada, enhorabuena... Es entonces cuando mi madre entiende que se ha equivocado de estrategia y da marcha atrás como quien intenta recoger a toda velocidad el hilo de una cometa que vuela ya demasiado lejos. Añade entonces: no, no, no estaba casada. Es mi hija... se calla durante un segundo en el que yo dejo de mirarla, y luego sigue: es mi hija que ahora es... mi hijo. Su voz dibuja una cúpula de Brunelescci que sube al decir hija y se estrella al decir hijo. No es fácil ser madre de un hijo trans en una ciudad donde tener un hijo maricón es peor que tener un hijo muerto. Y después son los ojos del visitante los que giran en todas las direcciones, antes de responder con un corto suspiro. A veces sonrío: me siento un Louis de Funès en una película de ciencia ficción –que es mi vida. Otras veces, el estupor me gana. Ya no se habla de la enfermedad de mi madre. Ahora la enfermedad soy yo.
No es fácil ser el hijo trans de una familia católica a la que le enseñaron que dios elige y que no se equivoca. Y que decidir algo distinto es llevarle la contraria a dios. Mi madre ha renegado de la doctrina de la iglesia. Dice que una madre es más importante que dios. Sigue yendo a misa los domingos, por supuesto: va a hacer sus cuentas con el más allá, dice, y en eso la Iglesia no tiene por qué meterse. Lo dice en voz baja, sabe que blasfema. No es fácil ser madre de un hijo trans cuando se vive en una comunidad de vecinos del Opus Dei. Me siento en deuda con ella porque no soy ni puedo ser un buen hijo. Soy mejor cuidador que hijo, pienso, mientras levanto los pies de esa mujer que es mi madre como si no lo fuera para mejorar su circulación sanguínea. Soy mejor informático que hijo pienso, mientras actualizo las aplicaciones de su teléfono, le reordeno la pantalla y le instalo algunos sonidos nuevos. Soy mejor peluquero que hijo, sospecho mientras recojo el cabello de esa mujer que es mi madre como si no lo fuera en forma de moño hacia atrás, ahuecando el pelo en la frente para darle volumen. Soy mejor tomador de fotografías de grupo para enviar a sus amigas que han pasado los 80 y que ya no pueden venir a verla que hijo. Soy mejor chico de los recados que hijo. Soy mejor buscador del video de la última actuación pública de Rocío Jurado que hijo. Soy mejor lector de periódico local que hijo. Soy mejor doblador y guardador de ropa de señora que hijo. Soy mejor limpiador de baños que hijo. Soy mejor enfermero de noche que hijo. Soy mejor aireador de habitaciones cargadas que hijo. Soy mejor buscador de llaves perdidas en un bolso que hijo. Soy mejor contador de pastillas que hijo. Soy mejor subidor y bajador de camas que hijo. Soy mejor fotocopiador de pólizas de médico que hijo. Y todo eso, cuidar, peinar, arreglar ordenadores y teléfonos, bajar videos, buscar llaves, hacer fotocopias…me calma, me ordena, me descansa.
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