Imagen: El Confidencial / Maite Pagazaurtundua, hermana de Joseba |
Sería ingenuo pretender que en este empeño de contar qué fue el terrorismo nuestro trabajo no tiene una potencial lectura política. ETA quiso imponer mediante el asesinato un proyecto totalitario.
Raúl López Romo | El Correo, 2018-01-29
http://www.elcorreo.com/opinion/batalla-relato-20180129203938-nt.html
La expresión ‘batalla del relato’ ha hecho fortuna en los últimos años, coincidiendo con el final del terrorismo de ETA y con la consiguiente revisión de lo sucedido en las últimas décadas en Euskadi. Políticos, periodistas, académicos o activistas de diferentes organizaciones han recurrido a ella. Nadie niega que es expresiva. No obstante, en estas líneas expondré las dudas que me genera su uso y haré un llamamiento a cambiar el léxico, que nunca es inocente.
Mi primera objeción tiene que ver con sus resonancias guerreras. No es de extrañar que la metáfora, o alguna de sus variantes, haya sido esgrimida por destacados miembros de la izquierda abertzale como Arnaldo Otegi, Hasier Arraiz o José Mari Esparza. Ahora bien, aquí, contra lo que defiende el nacionalismo vasco radical, no ha habido una guerra. Por tanto, ahora no estamos asistiendo a un ‘proceso de paz’, sino al cese del terrorismo, forzado por varios factores, entre los que destacan la presión policial y el rechazo de la mayoría de la sociedad al empleo de la violencia en política. Por eso sorprende la facilidad con la que hemos asumido otro término batallero. Máxime cuando los protagonistas de este nuevo periodo ya no son policías que detienen comandos dispuestos a atentar, sino, entre otros, universitarios ‘armados’ de bolígrafos y ordenadores.
El segundo reparo tiene que ver con esto último. Paradójicamente, con esa afición por las alegorías épicas quizás estamos haciéndole el juego a los seguidores de la teoría del ‘conflicto’. Podría pensarse que si hay una batalla es porque hay dos bandos con igual estatus de contendientes. Y no. Hablar de «la batalla del relato» pone las cosas demasiado fáciles a los tibios que se ubican en una cómoda equidistancia entre el Estado democrático y el mundo de ETA. No obstante, se puede rechazar el terrorismo con toda contundencia sin necesidad de comprender las cosas en términos de trincheras opuestas. La realidad, efectivamente, es más compleja que cualquier esquema maniqueo y los académicos no somos tropas auxiliares de los que pretenden simplificarla. A los indecisos no los convenceremos a toque de corneta. Habrá que procurar hacerlo explicando con rigor qué ocurrió, sin eufemismos, sin partidismos y sin constructos que así lo parezcan.
Esto nos conduce a la tercera observación. Se ha dicho que este es tiempo de historiadores. Tiempo de contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo, según una acertada frase de Antonio Muñoz Molina. Pues bien, los historiadores no somos fiscales, ni tampoco generales de batallas imaginarias. Nuestro cometido es otro, más prosaico si se quiere, pero no exento de una función social. Lucien Febvre lo resumió en pocas palabras: comprender el pasado y hacerlo comprender a nuestros conciudadanos. Con sus claroscuros, con honestidad y tomando distancia. Sería ingenuo pretender que en este empeño de relatar qué fue el terrorismo nuestro trabajo no tiene una potencial lectura política. ETA quiso imponer mediante el asesinato un proyecto totalitario. Fue, de largo, la organización terrorista que más mató, la que más duró y la que contó con mayor apoyo social en (una parte de) España. Junto o frente a ella, otras bandas recurrieron a la violencia, eligiendo hacer política por la vía más brutal. Ubicar a ETA y a esas otras organizaciones terroristas en el lugar histórico que les corresponde contribuye a deslegitimarlas.
Otra cosa es proceder al albur de una ideología determinada, lo que nos llevaría a caer en una mala praxis. Lucien Febvre puso el título ‘Combates por la historia’ a su obra en la que reflexionó más sobre su profesión. Esta es, en todo caso, la labor que nos corresponde emprender: por la historia. Para realizarla lo mejor posible hemos de atender al testimonio tantas veces silenciado de las víctimas del terrorismo, donde se resume una tragedia que nunca debió comenzar y que no debemos permitir que nadie blanquee.
La función del historiador, tal como yo la entiendo, no es llamar a filas para luchar en una ‘batalla del relato’, sino pensar y hacer pensar, lo que también vale para otros creadores, novelistas, cineastas, dramaturgos, fotógrafos… que están ocupados en similares tareas. Si asumimos que hay una batalla por el relato que enfrenta a historiadores profesionales contra publicistas radicales, damos visibilidad a los últimos y sugerimos implícitamente que, aun estando en las antípodas, son nuestros iguales, cuando resulta que los primeros hacen ciencia y los segundos propaganda (y no cualquiera, sino una orientada a ensalzar a ETA). Hay un necesario y sano debate entre diferentes maneras de abordar nuestro pasado. El relato no puede ni debe ser único; de hecho, ya es plural. Mas no debe haber cabida para la versión que pone en el mismo plano a las víctimas y a sus verdugos. Esto es una indignidad contra la que hay que actuar, sencillamente, buscando contar la verdad.
Mi primera objeción tiene que ver con sus resonancias guerreras. No es de extrañar que la metáfora, o alguna de sus variantes, haya sido esgrimida por destacados miembros de la izquierda abertzale como Arnaldo Otegi, Hasier Arraiz o José Mari Esparza. Ahora bien, aquí, contra lo que defiende el nacionalismo vasco radical, no ha habido una guerra. Por tanto, ahora no estamos asistiendo a un ‘proceso de paz’, sino al cese del terrorismo, forzado por varios factores, entre los que destacan la presión policial y el rechazo de la mayoría de la sociedad al empleo de la violencia en política. Por eso sorprende la facilidad con la que hemos asumido otro término batallero. Máxime cuando los protagonistas de este nuevo periodo ya no son policías que detienen comandos dispuestos a atentar, sino, entre otros, universitarios ‘armados’ de bolígrafos y ordenadores.
El segundo reparo tiene que ver con esto último. Paradójicamente, con esa afición por las alegorías épicas quizás estamos haciéndole el juego a los seguidores de la teoría del ‘conflicto’. Podría pensarse que si hay una batalla es porque hay dos bandos con igual estatus de contendientes. Y no. Hablar de «la batalla del relato» pone las cosas demasiado fáciles a los tibios que se ubican en una cómoda equidistancia entre el Estado democrático y el mundo de ETA. No obstante, se puede rechazar el terrorismo con toda contundencia sin necesidad de comprender las cosas en términos de trincheras opuestas. La realidad, efectivamente, es más compleja que cualquier esquema maniqueo y los académicos no somos tropas auxiliares de los que pretenden simplificarla. A los indecisos no los convenceremos a toque de corneta. Habrá que procurar hacerlo explicando con rigor qué ocurrió, sin eufemismos, sin partidismos y sin constructos que así lo parezcan.
Esto nos conduce a la tercera observación. Se ha dicho que este es tiempo de historiadores. Tiempo de contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo, según una acertada frase de Antonio Muñoz Molina. Pues bien, los historiadores no somos fiscales, ni tampoco generales de batallas imaginarias. Nuestro cometido es otro, más prosaico si se quiere, pero no exento de una función social. Lucien Febvre lo resumió en pocas palabras: comprender el pasado y hacerlo comprender a nuestros conciudadanos. Con sus claroscuros, con honestidad y tomando distancia. Sería ingenuo pretender que en este empeño de relatar qué fue el terrorismo nuestro trabajo no tiene una potencial lectura política. ETA quiso imponer mediante el asesinato un proyecto totalitario. Fue, de largo, la organización terrorista que más mató, la que más duró y la que contó con mayor apoyo social en (una parte de) España. Junto o frente a ella, otras bandas recurrieron a la violencia, eligiendo hacer política por la vía más brutal. Ubicar a ETA y a esas otras organizaciones terroristas en el lugar histórico que les corresponde contribuye a deslegitimarlas.
Otra cosa es proceder al albur de una ideología determinada, lo que nos llevaría a caer en una mala praxis. Lucien Febvre puso el título ‘Combates por la historia’ a su obra en la que reflexionó más sobre su profesión. Esta es, en todo caso, la labor que nos corresponde emprender: por la historia. Para realizarla lo mejor posible hemos de atender al testimonio tantas veces silenciado de las víctimas del terrorismo, donde se resume una tragedia que nunca debió comenzar y que no debemos permitir que nadie blanquee.
La función del historiador, tal como yo la entiendo, no es llamar a filas para luchar en una ‘batalla del relato’, sino pensar y hacer pensar, lo que también vale para otros creadores, novelistas, cineastas, dramaturgos, fotógrafos… que están ocupados en similares tareas. Si asumimos que hay una batalla por el relato que enfrenta a historiadores profesionales contra publicistas radicales, damos visibilidad a los últimos y sugerimos implícitamente que, aun estando en las antípodas, son nuestros iguales, cuando resulta que los primeros hacen ciencia y los segundos propaganda (y no cualquiera, sino una orientada a ensalzar a ETA). Hay un necesario y sano debate entre diferentes maneras de abordar nuestro pasado. El relato no puede ni debe ser único; de hecho, ya es plural. Mas no debe haber cabida para la versión que pone en el mismo plano a las víctimas y a sus verdugos. Esto es una indignidad contra la que hay que actuar, sencillamente, buscando contar la verdad.
Y TAMBIÉN…
"Apoyé al monstruo (ETA): me arrepiento de mi cobardía, silencio y falta de humanidad". Un vecino de Andoáin pide "perdón" a la familia de Pagazaurtundua por su actitud durante "los años de la vergüenza" en un escrito remitido al buzón dedicado a la memoria del que fuera jefe de policía.
José Mari Alonso | El Confidencial, 2018-01-30
https://www.elconfidencial.com/espana/pais-vasco/2018-01-30/cartas-buzon-pagazaurtundua_1512150/
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